viernes, 27 de enero de 2017

EL PERIODO MÁS DULCE





Era nueve de junio y ya deseaba con todas mis fuerzas que terminara aquel año aciago. Aquella era la idea que rebotaba en mi mente  al salir del centro de salud de mi localidad, todavía aturdido por la noticia. En marzo, Soraya, mi novia me había dejado y ahora me fulminaba aquel diagnóstico perpetuo: diabetes. Sí, ya sé que no era el fin del mundo, pero no dejaba de ser un mazazo; maldita la gracia que te dijesen que tienes una enfermedad crónica, que vas a tener que pincharte con insulina un par de veces al día y vigilar lo que comes, quitarte los dulces y que nunca, nunca jamás, podrás volver a vivir con la despreocupación con que lo hacías. Creo –si me permitís abusar de la autoindulgencia- que fue inevitable que cayese en una depresión. En ocasiones la vida se pone cabrona y parece querer aplastarte.

Pensé mucho en Soraya a lo largo de aquellas jornadas de desesperanza. Supongo que tan sólo hay una cosa peor a que te abandonen, que lo hagan cuando todavía sigues enamorado de tu pareja. Ella se lío con su jefe, circunstancia que lo hacía todo para mí aún más hiriente por lo que tenía de lugar común. Yo pensaba que Soraya sobresalía por encima de la gente, que anteponía los sentimientos y sus valores a lo material. Enterarme que ella había despreciado mi amor por la quincalla de la renta que un jefe vanidoso podía proporcionarle, que se había dejado seducir por la erótica de un poder mezquino de oficina, por el dios menor del estatus y el fetichismo del ascenso social; todo ello, me revolvió el estómago. Me equivoqué, Soraya no era diferente, su comportamiento tenía el rostro de las multitudes zafias; tuvo su oportunidad y la aprovechó sin titubeos, sacó a pasear una ética gregaria y acomodaticia y convirtió a su novio en alguien desechable.

Sostienen los pesimistas que cuando ves luz al final del túnel se trata de un tren mercancías que se dirige hacia ti a toda velocidad para rematarte. Pero lo cierto es que cuando se ha tocado fondo no quedan más salidas que sucumbir o enderezarse.

Deambulaba por el parque, una tarde, cuando una pedigüeña, sin dirigirme palabra alguna, tomó mi brazo con ademán enérgico y escudriñó la palma de mi mano antes de que yo pudiera oponerme. “Ha recibido dos golpes. Pero lo que sucede conviene”,  auguró con acento eslavo. Me sorprendió su vaticinio y durante unos segundos  me quedé anonadado. Recuerdo haberle entregado, con gesto mecánico, las monedas que llevaba en el bolsillo y, algo más tarde, sentirme asombrado y enojado a la vez. En una concesión al pensamiento mágico consideré si aquella mujer de aspecto casi harapiento podía haberme leído el alma en los surcos de mi mano. Y, si era así, ¿realmente lo que sucede conviene? ¿No hay mal que por bien no venga? Odiaba aquel refrán bandera de los fatalistas y los desgraciados, consuelo de los tontos. Tras devanarme la sesera con pensamientos semejantes, decidí enviar un mensaje a mi amiga Carol; en aquellos momentos necesitaba hablar con alguien.

Me cité con Carol en la terraza de un bar situado en el mismo parque, cerca de la glorieta y con vistas al estanque. Un par de cisnes vagaban sobre las aguas derrochando  una elegancia que sólo se encuentra en la naturaleza.  Las hojas derribadas por el otoño tapizaban los senderos de grava y, de tanto en tanto, la mano invisible de la brisa las alzaba y jugaba caprichosamente con ellas. Carol llegó con aquella luz en la sonrisa que solía acompañarle subrayando su presencia rubia y clara. Le conté lo bajo que todavía estaba de ánimos, reedité el recuerdo candente de Soraya y  le narré aquel extraño y incidente con la quiromántica. Carol se quedó mirándome muy seria desde el fondo de sus inmensos ojos verdes y me dijo que ya estaba bien de autocompadecerme, que era hora de tirar para adelante. Me dolieron sus palabras, pero me ayudaron.

Mi amiga tenía razón, la vida está llena de desgracias e injusticias, pero superarlas es vencerlas. Y aunque en ocasiones me sentía enfermo de soledad y sin fuerzas para recuperar mi vida, la idea de que debía hacerlo se fue imponiendo en mi conciencia. Debía dejar atrás aquel periodo amargo.

La víspera del día de Todos los Santos entré por vez primer en la herboristería de mi barrio. Con anterioridad me había detenido muchas veces frente a su vitrina seducido por las fragancias densas que despedía la tienda, pero no fue hasta ese día en que crucé su umbral. Me sorprendió encontrarme con una chica joven y bonita. Tenía la idea de que las herboristerías eran regentadas siempre por señoras mayores con los cabellos teñidos con colores que la naturaleza no ofrece, equipadas con ideas extravagantes acerca de la salud y una palpable inclinación al esoterismo. Le pedí doscientos gramos de hojas de stevia y ella me las sirvió con una sonrisa encantadora.

Me convertí en un cliente asiduo de la herboristería. Compraba más stevia de la que consumía con tal de poderme regalar con las sonrisas de Isabel, que así se llamaba la dependienta. Y aunque su belleza  era serena y, para nada despampanante, y era bajita y menuda, empecé a considerar que era la mujer más hermosa del mundo. Me hechizaba su dulzura, su calidez y lo buena persona que se adivinaba, sobre todo, cuando asesoraba, con una paciencia tenaz y compasiva, a las viejas seniles que tenía por clientas. Sí, me estaba enamorando de ella, pero mi timidez congénita me impedía hacérselo saber más allá de corresponderle en las sonrisas. Cuando regresaba a mi casa, con mi pedido de hojas resguardado en el consabido paquetito de papel de estraza, envuelto con sus manos delicadas y diligentes, me reprochaba a mí mismo que me comportara como un colegial lelo: “¿Ya te cuelas por una chica y fantaseas con su amor, simplemente porque es amable contigo y te sonríe? ¿Qué será lo próximo, enamorarte de la cajera del supermercado? ¡Seguro que tiene novio!”, me decía para apartarla de mi pensamiento, tarea imposible.

Hubiera podido estar años sin decirle nada, más allá de indicarle el peso de la mercancía y hablarle de mi diabetes –solía interesarse por la evolución de mi enfermedad, para mi desconcierto-, si no fuera porque a los nueve meses de entrar por primera vez en la herboristería me tropecé a Isabel en la cola de un cine de los llamados antiguamente de “arte y ensayo” en el que proyectaban una película francesa en versión original subtitulada protagonizada por Isabelle Huppert, actriz por la que ambos sentíamos devoción.  Como los dos íbamos solos, nos sentamos juntos en la platea. Tras la proyección fuimos a tetería que funcionaba como chill out y cerraba tarde, allí sentados sobre cojines charlamos largo rato. Mi yerbera favorita me explicó que por las mañanas estudiaba enfermería, por eso, en ocasiones, no me la encontraba despachando en la tienda y sí, a su madre. Como yo vinculaba la herboristería a las medicinas tradicionales, me sorprendió que cursara estudios reglados. A lo que ella dijo: “No hay una medicina convencional y otra alternativa. Sólo hay una medicina: la que cura”. Sin embargo, lo que más me interesó –y me alegró- fue saber es que no tenía novio. Lo había tenido, pero el tipo le había puesto los cuernos con su mejor amiga mientras Isabel estaba en la isla de Lesbos realizando tareas humanitarias en auxilio de los refugiados sirios.

 

-Hacía bromas conmigo –me confesó Isabel-, me decía: a ver si te gusta y te vuelves lesbiana. Me enviaba mensajitos de amor mientras se tiraba a la que era mi mejor amiga.  Iba a estar a fuera tan sólo tres meses, no fue capaz de serme fiel ni siquiera tres meses. ¿Y sabes que es lo que más me molesta?

-No.

-Haberme equivocado tanto, que todo haya sido tan vulgar.

-Lo siento.

-Déjalo. Lo que sucede conviene. Creo que mi amor no se merecía a un tipo infiel y mentiroso. Es mejor así. Agradezco que se me haya caído la venda antes que más tarde.

-Perdona, pero ese tipo es un idiota, no te merecía en absoluto –me delaté con torpeza.

 

Ella se quedó un segundo mirándome sorprendida a causa de la vehemencia con que había disparado la frase. Se llevó la taza de rooibos a los labios, probó un sorbo y luego me sonrió, pero, esta vez, con un destello pícaro en sus pupilas.

 

-¡Qué chico tan dulce eres!

-Es que soy diabético, me sobra el azúcar –. Se echó a reír.

 

A partir de aquella velada acudí todas las tardes a la herboristería. Ya no me molestaba en disimular que acudía a comprar, iba a verla, a charlar con Isabel. A mi amiga parecía darle un brinco el corazón cada vez que me veía poner los pies en la tienda, salía de detrás del mostrador e, invariablemente, me besaba en las mejillas. Entre cliente y cliente conversábamos acerca de lo divino y lo humano, tanteándonos, conociéndonos.

 

Como Isabel era cinéfila, nos citamos varias veces para ir al cine. Íbamos a las sesiones llamadas “golfas” después de que ella cerrara la herboristería. En una de aquellas noches asistíamos al pase de una película iraní lenta y soporífera, llevábamos veinte minutos concentrados en leer los subtítulos, hasta que, incapaz de aguantar más, me dirigí a mi amiga y le dije: “Esto es un rollo macabeo”. Me contestó: “Pienso lo mismo” y no pudimos reprimir la carcajada, pese a los ruegos malhumorados de un par de  espectadores que nos exigieron silencio desde la penumbra. Entonces, de repente, se nos congeló la risa y nos besamos. Acababa de entrar en el periodo más dulce de mi vida.

 

¿Lo que sucede conviene? No siempre, pero creo que los milagros cotidianos existen, basta con reconocer la sonrisa del destino.

 

(Este relato quedó finalista en el certamen "Relats d'amor" de los Premis Constantí 2016)