lunes, 15 de mayo de 2017

EL AMOR ES UN ASCO




El amor es un asco y, sí no, que me lo pregunten a mí que siempre acabo pringado. Cuando me llevaron a vivir con mi dueña, ella mandó que me instalaran en un lugar confortable, calentito, hidratado y resguardado de las agresiones exteriores. Reconozco que el sitió me gustó, todo resultaba muy agradable e íntimo.

Mis desdichas comenzaron cuando ella se enamoró. Risas, bailes, cenitas,  magreos en el coche. Nada de eso me importó, no soy celoso. Pero la cosa se puso seria y mi hábitat comenzó a mutar. Paredes que se dilataban, pequeños seísmos que me estremecían y un aumento inusual de la humedad, una solución acuosa y salina que empezó a bañarme sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.

Fue entonces cuando el macho hizo su aparición, se coló por el umbral de mi hogar y se dedicó a entrar y salir hasta dejarme hecho un verdadero asco, ¡puajjj! ¿Esto es el amor? ¿Una actividad tan fisiológica, tan primaria, tan animal? No entendía para nada a mi dueña. ¿Cómo podía estar enamorada? ¿Cómo podía estar deseando semejante cosa?

Unos meses más tarde de aquella primera experiencia cesaron las visitas intempestivas. Oí a mi dueña llorar y luego confesarse a sus amigas. El tipo era un cabrón, alegaba –los motivos me son oscuros-. Mi dueña pasó, de repente, del amor al odio. Sus amigas certificaban que los hombres eran todos unos cerdos  y que, al igual que los gusanos de seda, tarde o temprano acaban por hacer el capullo.

Tras el primigenio llegaron otros, aventuras sin importancia. No quiero entrar en detalles porque es todo muy desagradable. Menos uno que se comportó como un caballero y siempre aparecía con chubasquero a la cita, el resto eran unos vándalos. Otro que me caía muy bien, porque era discreto, de talla pequeña y no molestaba mucho, sólo lo aguanto dos noches (el tamaño sí que importa). También largó pronto a otro que en una reencarnación anterior había sido un conejo (el cabrón te pillaba desprevenido). Pero, los tres peores, con diferencia, fueron un macarra que llevaba un piercing en la punta, así que me arañaba y me dejaba hecho un Cristo; otro perro-flauta antisistema con greñas que me lucía la camiseta de manga corta por encima de la de manga larga y que no se lavaba nunca (consideraba que el gel de baño era un producto imperialista), ¡qué peste!, al que mi dueña despachó al saber que se quería meter de okupa en la casa y, por último, un afrodescendiente que se pensaba que yo era un tambor y él una baqueta. Mi dueña estaba superenamorada –¡vaya usted a saber de qué!- de Abdul, el afrodescendiente, pese a las diferencias culturales y a que el tío apenas chapurreaba español, hasta que descubrió que tenía mujer e hijos en Senegal, que sólo quería casarse con ella por los papeles y que le exigía que se convirtiera al islam y que llevara pañuelo. Mi dueña le dio puerta al moreno para mi alegría y alivio. Después de aquel episodio exótico hubo, de nuevo, sesión de llantos y juramentos a su amiga Julieta, promesas de que jamás, jamás, volvería a salir con ningún hombre. ¡Hurra! ¡Yupiii! No cabía en mí de gozo.

“No más capulladas”, me dije a mí mismo, por fin llegaba la tranquilidad anhelada. ¡Ja, Ja! ¡Qué iluso era! Toda situación puede empeorar y la mía empeoró y mucho. A mi dueña le dio por frecuentar las discotecas. De nuevo percibí el cosquilleo y la humedad que presagiaban lo peor. Tuve que tomar cartas en el asunto. Nunca quise inmiscuirme en la vida privada de mi dueña, pero me iba mucho en juego, así que me convertí en la voz de su conciencia, en su Pepito Grillo particular: “¿Qué esperas encontrar en una discoteca, si sólo van salidos?”. “¿Qué conversación puedes mantener en una discoteca? Ninguna”. “¿Te vas a acostar con ese tío? ¡Si no lo conoces de nada!”. “Tiene cara de psicópata”. Y aunque ella pensó que yo era el angelito de su conciencia que le hablaba, no me hizo ni puto caso. Era salir de la disco y ¡zasca! sesión de baño María. Por cierto, chicas, aprovecho para atestiguar que un fulano puede bailar de puta madre y follar de puta pena. Aunque lo peor fue cuando mi dueña se fue a pasar unos días a las Jornadas Mundiales de la Juventud a ver al Papa de Roma. ¡Cómo temblaba la canadiense! Hasta cinco garañones meapilas me bendijeron con su hisopo.

No sabía qué hacer. Estaba desesperado. Mi dueña no se estaba tranquila, era una cabra loca. Un poco de contención, ¡pequeña! No fue hasta que un maromo le echó burundanga en el cubata  y tuvo una experiencia nefasta, que decidió replantearse su azarosa vida sentimental.

Julieta la convenció de que pasara de los tíos y se liaron las dos. Yo era feliz. Un dedito, una lengüecita asomando, nada más. ¡Viva Safo de Lesbos!  Hasta el día en que Julieta decidió probar el strapon, ya saben, esos miembros plásticos que se sujetan con correas y arneses. ¡Joder! Aquello fue aún peor que el afrodescendiente. ¿Es qué no había otro modelo más pequeño en la sex-shop? La ausencia de chaparrón no compensaba el martilleo, os lo aseguro. Ahora la zorra celosa de Julieta le ha convencido para que se deshaga de mí: “¿Para qué necesitas un Dispositivo Intrauterino? Si ya no vas a volver a estar con ningún tío?” Mi dueña ya ha concertado cita con el ginecólogo, iré a parar a un contenedor de deshechos quirúrgicos. Así paga mi lealtad y los servicios prestados. ¡Mundo ingrato y cruel!


 (Relato finalista en el II Concurso Donbuk de relato erótico, publicado en la antología Himeneo, Editorial Donbuk)
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