jueves, 8 de junio de 2017

DEJAR DE FUMAR ES FÁCIL






Siendo bajito, feo y estrábico, ¿cómo iba a conocer el amor? Los rechazos, las carencias, la solitud de mis afectos -más imaginados que vividos-, maceraron con morosidad mi espíritu en un espeso caldo de amarguras. Contaba con treinta y seis años de edad y no esperaba del futuro otra cosa que no fuese una pronta calvicie -ya anunciada por una insolente coronilla- y un declive físico paulatino; en el que mi hígado, protestando con quejidos clínicos por la excesiva ingesta de alcohol, desempeñaba el papel de adelantado. Toda mi vida sexual había transcurrido entre esos fuegos fatuos que son los amores mercenarios en los que prostitutas baratas de mil nacionalidades paupérrimas laboraban un cariño genital con la calidez de un urólogo y la sinceridad de una rapaz. Nunca había visto brillar en las pupilas de una mujer el brillo del amor, el destello de la admiración. Nunca... hasta que apareció Amanda.

Te recuerdo Amanda: el pelo castaño sobre la cara, los ojos grises, la sonrisa perenne y clara, aunque biselada con un perfil de melancolía; menuda, bien proporcionada; la falda larga y estampada, los pendientes de plata; infatigable mística, seguidora de horóscopos; frecuentadora de bibliotecas y teterías, lectora de autores sudamericanos, escanciadora de crucigramas, coleccionista de puestas de sol y conchas marinas; buena persona hasta la irritación; tan fuera del mundo, tan etérea; voluntaria en el teléfono de la esperanza desde que tu hermana desapareció; absorbías continuamente la luz de las personas, incluida la luz de quienes no te merecían; y así hurgaste en mí sucia penumbra; te fijaste en mí, que no desprendía más que cieno, que era opaco para el mundo, que siempre fui cínica oscuridad. Recuerdo que, en los días de otoño, me besaste el alma iluminándome la existencia. Amanda, fuiste el obsequio que la vida me entregó, mientras que yo sólo fui la causa de tu desgracia.

Sin embargo, antes que Amanda, hay una prehistoria; hechos y circunstancias que, aunque despreciables, debo contaros. En el amor y en la guerra todas las armas son lícitas; el feo ha de ser inteligente y el gordo gracioso. Así, que yo, feo, pobre y amargado; listo, pero demasiado espeso para brillar por mis dotes intelectuales, opté por el esoterismo con el propósito de destacar. En mi juventud constaté que la gente adora el mito y se deja embelesar por los enigmas y lo mistérico. Cuando peroraba sobre ovnis, espíritus, zombis, vampiros, civilizaciones perdidas y casas encantadas, siempre había alguien escuchándome, sino con respeto, si, al menos, con curiosidad. Aprendí astrología y me dediqué a hacer cartas astrales a las chicas tratando, con nulo resultado, de ligármelas. También montaba sesiones de espiritismo amateur en las que simulaba ponerme en trance con mucha teatralidad y aparato. Además de la ouija manejaba el tarot y afirmaba leer el futuro en las líneas de las manos y en los posos del café; cualquier cosa con tal de hacerme el interesante. Con el tiempo pasé a vivir profesionalmente de lo paranormal y a regentar una tienda de productos esotéricos. En mi pequeño y atiborrado establecimiento, con su sofocante aroma a incienso y esencias, despachaba aceites, amuletos, estampas religiosas, filtros de amor, imágenes de santos católicos y afro-caribeños, lámparas de sal, medallas, pirámides, minerales, rosarios, velas y velones, falsos grimarios con invocaciones mágicas; y en la trastienda: muñecos para realizar vudú y hostias apocrífamente consagradas para ritos satánicos. Con todo, mi mayor fuente de ingresos provenía de las personas que venían a consultarme, y a las que estafé cuanto pude. Me aproveché de viudas seniles -de las que conseguí acceso a sus cuentas bancarias y que me firmaran poderes notariales para la enajenación de inmuebles-, haciéndoles creer que sus difuntos maridos hablaban por mi boca en el desarrollo de mis sesiones como médium espiritista. No me perturbó en absoluto usar todo tipo de tretas para embaucar a las personas que, de buena fe, o simplemente porque se sentían solas y necesitaban que las escuchasen, se acercaron a mi consulta. No tuve escrúpulo con nadie, me era indiferente que mis víctimas estuviesen mentalmente enfermas o lastradas por traumas y carencias de autoestima; a todas las que se dejaron, las manipulé; arramblé con todo cuanto pude. Un añejo y potente resentimiento, un desprecio generalizado hacia toda la humanidad, me inmunizaba frente a la compasión. Incluso me divertía; uno de los prodigios que anunciaba consistía en adivinar el sexo del feto antes de que pudiera desvelarlo cualquier ecografía; a tal fin, me embutía en una túnica con estampado samoano de dudoso gusto y, poniendo mis manos sobre el vientre de la embarazada completamente desnuda, entornaba los ojos y, con cara de imbécil, declamaba “es un niño”, o bien, “es una niña”. De inmediato rellenaba una ficha con el nombre de la madre y el sexo opuesto al que había predicho. Si adivinaba el sexo, perfecto; si me equivocaba y venían a reclamarme, les decía que me habían entendido mal, que yo había pronosticado acertadamente el sexo del nacido y, para convencerles, les mostraba la ficha de la criatura.

La noche en que maté a Noelia regresaba de casa de una de mis clientas. Antes de tomar el coche estuve bebiendo whiskys en un burdel de carretera. Como resulta que me sirvieron un infame brebaje de garrafón jurándome que era Chivas y cobrándomelo como tal, monté una buena escandalera que se oyó en toda la barra americana. El portero me echó del local y, medio borracho, me largué en mi vehículo. No estoy muy seguro de lo que paso más tarde, aunque sí que noté haber impactado contra algo; con la mente turbia pensé que quizás había atropellado a un jabalí; al bajar del coche comprobé que había matado a una ciclista. ¿Qué puedo deciros? me asusté. Si iba a la policía me harían la prueba del alcoholímetro y me iba a meter en un buen lío. No encontré otra solución que esconder el cadáver, así que lo retiré de la calzada y lo introduje en el maletero del auto. A la noche siguiente, tras haber descuartizado el cuerpo y desfigurado su cara y sus dedos con ácido sulfúrico, enterré lo que quedaba de la pobre chica en un vertedero de basuras. Por el carné de identidad supe que la mujer a la que maté se llamaba Noelia Castro.

Un año más tarde del atropellamiento, Amanda apareció en mi tienda; deseaba hacerme una consulta. Reconozco que aquella muchacha me gustó apenas la vi, aunque en nada imaginaba, entonces, que iba a ser la mujer de mi vida. Le indiqué a Amanda que pasara a la trastienda, reduje la luminosidad de la lámpara y me ceñí el mandil masónico y la estola eclesiástica, prendas con las que impresionaba a los paletos. Al preguntarle cual era el nombre del muerto con el que quería contactar, Amanda me respondió: "Noelia Castro, mi difunta hermana". Fue como si me hubieran golpeado con una plancha en el rostro. Amanda, al ver mi expresión, comenzó a gritar: "¡Lo sabía, lo sabía"! Según me explicó había tenido un sueño en el que su hermana le daba la dirección de mi tienda, diciéndole que allí había una persona que le desvelaría dónde se encontraba. Yo, completamente aterrado por lo que estaba escuchando, le dije que no podía ayudarla. Amanda me preguntó desolada la razón por la que le denegaba mi auxilio, mientras que yo me limitaba a repetir "no puedo, no puedo" y, algo más repuesto: "A tu hermana le pasó algo muy malo, veo mucha maldad". Amanda me abrazó con fuerza, derramó sus lágrimas sobre mi hombro, yo traté de consolarla, ciñéndome a su abrazo, ella me respondió besando mi mejilla; la estola se deslizó hasta el suelo y yo accedí a ayudarla en contra de lo que me aconsejaba la más elemental de las prudencias. Era la primera vez que una consultante me conmovía.

Uno puede despreciar a todo el género humano, estar vacunado frente a todo tipo de gentes, asqueado por las millones de almas vulgares con las que se ha visto obligado a tratar; y de repente, aparece alguien especial cuando ya no se le espera. Amanda fue una brisa transparente que me anegó. En las semanas que transcurrieron desde su primera visita fui desvelándole detalle a detalle el lugar en el que yacían los restos de su hermana, prolongando todo lo que podía el desvelamiento final, aterrado de que una vez satisfechas sus preguntas, ya no volviera a verla. Mientras consultaba, contemplaba en Amanda sinceros gestos de admiración hacia mí y una gratitud desbordada. En la última sesión le di el nombre del basurero en el que hallar los desperdigados huesos fraternos. Amanda lloró quedamente, cabizbaja, unos instantes; se secó con un foulard malva, me abrazó durante unos instantes y con timidez, me ofreció sus labios. Para entonces, yo ya me había enamorado de ella.

Nada en Amanda era impostado, así que me amó con absoluta y decidida sinceridad durante el primer año de nuestra relación, con esa alegría gratuita que derrochan los enamorados. Mi familia y las escasas amistades con las que contaba se quedaban seducidos -hechizados sería más acertado decir- al conocerla; celebraban mi suerte y se aventuraban a decir que aquella chica era oro. Bonita, sencilla, agradable y luminosa. Con todo, su amor hacia mí no era puro; consistía en una mezcla de admiración, gratitud y misticismo. Amanda Castro decía que si Dios me había concedido el maravilloso don de la adivinación, no podía ser por casualidad, mi corazón debía albergar cualidades maravillosas, aunque ella todavía no las hubiera descubierto. ¡Y me lo decía ella, a quien su hermana muerta le hablaba en sueños! Yo trataba de quitarme importancia; un día se enfadó porque le dije que la adivinación estaba sobrevalorada, que incluso un pulpo de nombre Paul había clavado los resultados del mundial de fútbol de 2010.

Al segundo año de nuestra vida en común comenzó a desaparecer la alegría y llegaron las observaciones críticas. Amanda me recriminaba mi poca contribución en la realización de las tareas del hogar, mis comportamientos egoístas, mi indiferencia hacia la cultura, mi desmedida afición al fútbol y a los bares, mis frecuentes arranques de mal genio y la nula generosidad con que opinaba de los demás, pero especialmente, no soportaba mi adicción al tabaco. Una tarde me confesó que se sentía muy decepcionada conmigo y que si seguía a mi lado, era porque Dios y su difunta hermana no podían equivocarse; según me contó, meses atrás la hermana se le había vuelto a aparecer en sueños, profetizándole que yo le diría el nombre de la persona que la mató. Al escuchar aquella insensatez pensé que Amanda estaba un poco pirada, aunque lo peor -lo que verdaderamente me dolió- fue comprobar que su amor por mí se hallaba en un dique seco. No quería perderla, haría lo que fuera necesario para que volviese a admirarme.

Recuerdo que la hice bajar del coche en un recodo de la pista forestal, le ordené que se desnudara y se colocara a “cuatro patas”, como se suele decir y, cerrando los ojos en el momento fatídico, impulsé el martilló con todas mis fuerzas en un movimiento descendente hasta quebrarle los huesos del cráneo. Se escuchó un ruido semejante al que se oye cuando se revienta una sandía. La prostituta se desplomó como una res a la que le han dado un puyazo en el matadero. Un mes más tarde pasaba a colaborar con la policía en calidad de medium-mentalista y les señalaba la gruta en la que había  inhumado el cadáver.

Durante el año que siguió, asesiné a otras once prostitutas de carretera, señalando posteriormente, en cada uno de los casos, el lugar en el que se encontraban los cuerpos. La prensa sacó a relucir mi colaboración con la brigada de homicidios y me convirtieron en alguien famoso; concedí entrevistas por televisión y llegué a ser un habitual de los programas de “televisión basura”, publiqué libros, abrí un centro de consulta esotérica a través de líneas de teléfono tarifadas y, al no poder atender a todos los clientes que querían tratar conmigo, subcontraté una red de franquicias de adivinación con mi nombre. Allí donde iba, despertaba expectación, curiosidad y morbo. Todo el mundo daba por hecho que gracias a mis poderes extrasensoriales, la policía lograría atrapar al "monstruo de la nacional II", apodado así por ser en las inmediaciones de esa vía donde perpetraba sus (mis) asesinatos. Con toda aquella publicidad gratuita gané mucho dinero, cosa que a Amanda no le importó lo más mínimo; ella no era de gastar, comía como un petirrojo, vestía para cualquier ocasión sus vestidos de hippie trasnochada y era feliz leyendo un libro y ayudando a los demás. En cambio yo adoraba el dinero y el éxito, por primera vez en mi vida ligaba con facilidad, sobre todo tras aparecer en televisión. Le fue infiel a Amanda sin el más mínimo remordimiento, pensaba que la vida me debía muchas cosas y que ya era hora de ir cobrándomelas. Sin embargo, lo más importante para mí fue que Amanda volvía a admirarme; mi novia me decía que hacía un bien enorme a las familias localizando a los muertos, que ella había pasado por aquel trance de tener a su hermana desaparecida y sabía lo que sentían. Cada vez que nombraba a su hermana, yo no podía evitar que se me erizara el vello; pese a no creer en los espíritus, el más allá, los fantasmas y demás paparruchadas, me era imposible no inquietarme. Una noche, Amanda comenzó a agitarse en el lecho. Las convulsiones de mi amada me despertaron y, en un primer momento, pensé que su hermana le desvelaba en un sueño que era yo quien la había matado. Sentí tal pánico, que, en un instante de ofuscación, tomé la almohada y estuve tentado de colocársela sobre su boca y su nariz, y ahogarla; afortunadamente recapacité y no lo hice. A la mañana siguiente se quejó de que la cena en el restaurante mexicano le había revuelto el estómago.

Durante el año y medio en el que ejercité de macabro zahorí, Amanda, arrebatada de admiración por mis proezas, me quiso con determinación, arrinconando reproches y decepciones, aunque seguía sin soportar mi hábito de fumar. Una mañana, mi novia me mostró un anuncio de prensa al que había sitiado con un círculo hecho con un rotulador de tinta roja: “DEJAR DE FUMAR ES FÁCIL. RESULTADOS GARANTIZADOS DESDE LA PRIMERA SESIÓN DE HIPNOSIS”.  “No creo en esas tonterías”, le dije. Mi respuesta le causó perplejidad: “¿Precisamente tú no crees en la hipnosis?”, me replicó. Tras una breve discusión, por darle gusto y no suscitar en mi novia sospechas sobre mi impostura, acepté someterme a hipnosis. ¿Qué no haría yo por Amanda? El anuncio convocaba a los interesados en un céntrico hotel de la capital, la primera sesión era gratuita y pública, parecida a un espectáculo de magia para turistas de crucero barato.

La sala del hotel de tres estrellas, denominada “Topacio”, estaba abarrotada de gentes -no menos de trescientas personas- sentadas en sillas plegables. En el fondo de la sala, una pequeña tarima y sobre ella, el hipnotizador de cabellos grises que vestía una anticuada chaqueta de cuadros. Mi presencia en la sala levantó un pequeño revuelo, así que el hipnotizador me hizo salir a escena de inmediato, sentándome en una silla frente al público. Su técnica hipnotizadora no podía ser más clásica: colocó frente a mis ojos un reloj de bolsillo y sujetándolo por la leontina comenzó a menearlo con una oscilación pendular mientras me decía que iba a sentir mucho sueño. Durante el primer minuto me estuve riendo por dentro de aquella patraña, pero enseguida comencé a sentir un extraño y pesado sopor y antes de que fuera consciente de lo que me estaba pasando, me había quedado dormido.

Abrí los ojos y frente a mí, la muchedumbre me observaba con espanto y repugnancia; transcurrieron unos segundos de denso silencio y brotó un murmullo que se fue agrandando hasta parir gritos de indignación. Desconcertado, busqué a Amanda con la mirada, pero no la hallé; al girar el rostro la contemplé junto a mí, a dos metros de distancia, de pie sobre la tarima. Amanda me miraba con odio. Me sobresalté, era una persona incapacitada para odiar incluso hasta cuando le hacían daño injustamente, así que aquella mirada me resultaba insólita; más sorprendente era advertir que era a mí a quien me estaba aniquilando con las pupilas. No entendía nada. Me dirigí al hipnotizador que me contemplaba con rostro compungido y un estupor evidente. “¿Qué pasa?”, le pregunté, “¿He dicho alguna barbaridad, he hecho algo indecoroso?”. En aquel momento, Amanda me espetó, con la ira restellando en su voz trémula: “Mi hermana me dijo la verdad, de tu boca saldría el nombre del bastardo que la mató”. Yo le grité: “¿Qué estás diciendo?”, pero Amanda ya corría en dirección hacia la puerta del salón Topacio, fue la última vez que la vi. El hipnotizador se reclinó sobre mí y me dijo al oído que mientras me hallaba hipnotizado había declarado haber atropellado a Noelia Castro y haberme deshecho de su cuerpo descuartizado, además de ser el “monstruo de la nacional II”, una confesión que expuse aderezada con un derroche de detalles macabros.

En la actualidad aguardo en prisión a que se dicte la sentencia por el caso de los asesinatos múltiples que cometí. No me hago muchas ilusiones, sé que tardaré muchos años en volver a ser un hombre libre. Ahora sé que la magia existe, yo tuve la suerte de encontrarla y llegué a amarla; la magia se llama Amanda. Ella no ha querido responder a mis cartas ni a mis llamadas, y es una pena, le alegraría saber que por fin he dejado de fumar.

(Relato publicado en el n´º 2 de la revista litteraria "El Callejón de las Once Esquinas".



jueves, 1 de junio de 2017

2000 MILLONES






Quería descubrir que había de cierto en el mito de la tribu perdida de los ñame-ñame. Hipotequé mi casa para financiar la expedición y viajé a Papua.

El hidroavión me desembarcó en una laguna recóndita. Un indígena, al que llamaré Viernes, me esperaba. Viernes había sido raptado de niño por los ñame-ñame, él sería mi guía e interprete.

Tras vadear ríos infectados de cocodrilos, descender en piragua a través de rápidos letales, escalar farallones tapizados de agreste vegetación, abrirnos paso a golpe de machete por entre la jungla impenetrable,  esquivar serpientes y ranas venenosas, soportar nubes de mosquitos y sanguijuelas. Al final del camino, en el centro de un pantano de aguas turbias, levantadas sobre palafitos, hallamos las chozas de la tribu perdida.

Los hombres exhibían un aspecto fiero, cuerpo y rostro surcado por múltiples excoriaciones imitando las escamas de los cocodrilos. Veintitrés calaveras lustrosas embellecían la cabaña del cacique.

Tomé notas y filmé todo cuanto pude de este pueblo indómito. Me costó hacerme a la gastronomía local: gusanos, tarántulas, etc. Al cabo de unos días el jefe de la tribu me invitó a yacer con Jaya, su horrorosa hija. Viernes me advirtió que si me negaba les ofendería y me devorarían: “Te harán kuru-kuru”. Tuve que satisfacer al adefesio, una pócima, que me proporcionó el brujo del poblado, hizo de viagra.

La noche anterior a mi marcha, Jaya me estaba parloteando en su lengua nativa cuando dijo una palabra que sonó igual que Facebook. Aquella similitud me sobresaltó, aunque en aquel momento pensé que se trataba de una simple coincidencia fonética entre el nombre de la red social y algún vocablo ñame-ñame. A la mañana siguiente, tras el baile ceremonial de despedida, el jefe me mostró una factura que detallaba las pernoctaciones, comidas, horas de coyunta con Jaya –a precio de top model-, más los “derechos de imagen” por las fotos y las filmaciones efectuadas; todo ello a pagar en divisas. Estupefacto, les dije que carecía de la millonada que me exigían. Viernes se puso blanco y me anunció: "Tú serás kuru-kuru". Me perdonaron la vida tras dejar el efectivo, las tarjetas de crédito y todos mis enseres. Marché con una cantimplora, una brújula y mi uniforme de Coronel Tapioca.

De vuelta a casa; Facebook anunciaba que había alcanzado los dos mil millones de usuarios. Tenía una petición da amistad de Jaya y unas ladillas tropicales eran mi souvenir

 (Relato seleccionado por Letrasconarte en su concurso "Aventura")