domingo, 29 de octubre de 2017

MY PRIVATE BARETO

Yo soy muy de baretos. El bar ha sido, a la vez, mi universidad y mi parque de atracciones. Un día mi mujer, a la que quiero con locura, me dijo que estaba hasta el moño de ver cómo me pasaba las tardes y las noches en la tasca y regresaba entonado, así que me planteó un ultimátum: “El bar o yo”. Si me hubiera dicho: ¿qué brazo quieres que te corte? ¿el derecho o el izquierdo? no me hubiera dolido tanto. Desesperado traté de hallar la solución al problema sin renunciar a lo uno ni a la otra. Y como la necesidad agudiza el ingenio, enseguida llegué a una síntesis satisfactoria. En el cobertizo anexo a mi casa, que hasta entonces se empleaba como trastero, instalé mi bar privado, así la parienta ya no tendría motivos para reprocharme que me ausentaba de casa para irme a empinar el codo.

Siempre he sido un tío manitas y deje el bar niquelao. Tenía de todo: barra, aseos, taburetes, neveras, grifos de cerveza, caja registradora, máquina tragaperras, anaqueles con botellas de licores con etiquetas amarillentas, una bola de cristalitos discotequera y hasta un jamón con chorreras colgando del techo. No instalé máquina de cafés ni plancha, pasando.

Huelga decir que disfruté como un descosido de mi bareto durante los primeros meses de su existencia. Apenas regresaba de mi trabajo, me metía en mi bar particular y me ponía ciego de cervezas y otras bebidas espirituosas. Sin embargo, enseguida noté que faltaba algo para que la felicidad fuera completa: faltaba el ambiente. Instalé una televisión para ver y comentar conmigo mismo los partidos de fútbol, pero no fue suficiente. Para que hubiese color, desarrollé una personalidad doble, merengue y culé respectivamente. Al calor de la rivalidad futbolística discutía y me vacilaba a mí mismo y un día llegué a las manos y me pegué un puñetazo en un ojo.

Lo de la personalidad doble estuvo bien, pero tampoco me bastó. Lo siguiente fue inventarme un barman y unos clientes habituales imaginarios con los que relacionarme y mantener tertulias de bareto. Mi mente enferma llegó a recrear a un chino, que sólo hacía que jugar a la tragaperras y un cuñado taxista, un bocazas insufrible con el que discutía acerca de todo, voz en grito.

Al principio la relación con el público habitual y el barman fue buena. Ya saben, la camaradería típica de los bares –esos templos de la masculinidad-, el entrar por la puerta y ese amigote recibiéndote regocijado: “¡Pichaaa!”. Ese camarero que te sirve la copa que siempre tomas sin necesidad de pedírsela. Esas charlas interminables en tertulia española –a gritos e interrumpiéndose los unos a los otros- con ese vacileo unánime de listillos. Ese griterío, esas frases rebozadas de tacos y exabruptos, esos abrazos, esas rondas que corren, esos chistes guarros, esa exaltación de la amistad que se produce tras la tercera copa. ¡Qué gozada!

Todo iba perfecto, el mío era el bareto soñado, aunque sin saber muy bien porqué el ambiente comenzó a enrarecerse. De las amenas e inofensivas broncas de bar surgieron rencillas con algunos de los parroquianos. Destaco la trifulca que tuve con uno de los clientes macarras –no hay bar sin macarra, es su hábitat natural-: Yo andaba una tarde pasado de copas y al fulano, que es un paranoico, le dio por decir que le hacía ojitos a su novia y que me iba a partir la jeta. La acusación me enervó, así que le contesté:

-¿Pero qué dices, payaso? Si tu novia es más fea que mandar a la abuela a comprar costo. Es tan fea que sólo le guiñan el ojo los francotiradores. ¿Cómo coño voy a mirarla?
-¡Borracho! –me soltó el callo.
-Sí, pero a mí se me pasa mañana.

Fue dejar caer la última frase y el macarra y yo nos liamos a hostias. La cosa acabó cuando le partí una botella de cerveza en la cabeza, aún se advierte la cicatriz en mi cráneo.

Problemas con la clientela aparte, también el barman comenzó a mosquearse conmigo con una sucesión de puyas que fueron en aumento. Un día el camarero me acusó de mangarle la prensa, otro de usar demasiado el baño – “A cagar te vas a tu casa”, me soltó, luego me prohibió que entrara con mi perro en el bar y, por último, alegó que le había hecho un simpa, cosa falsa de toda falsedad. El tío mamón juraba y perjuraba que un día me bebí no sé cuántos quintos y que cuando me reclamó su importe, yo le vacilé diciéndole. “Los quintos que rompan filas”. ¡Mentira cochina! Un día aciago me ordenó con muy malos modos que bajara la voz y me llamó “borracho tocacojones”, amenazándome con echarme del bar. “No tienes huevos”, le reté, pero lo cierto es que me echó a patadas. No me arredré. Me presenté al otro día en mi bareto, más chulo que un ocho y le solicité que me pusiera un destornillador (vodka con naranja) y el tío me metió un destornillador de estrella hasta la garganta. Denuncié a mi alter ego en el Juzgado, al que solicité una orden de alejamiento de mí mismo, pero el Juez archivó la denuncia. ¡Puta Justicia corrupta!

Como podéis ver no ganaba para broncas baretiles. Mi mujer se hartó y me dijo que me apuntara a un grupo de alcohólicos anónimos y que buscara ayuda psicológica. Le hice caso. Acudí a un par de reuniones, pero el grupo de alcohólicos anónimos –sería más honesto llamarlos borrachos conocidos- me pareció una puta mierda y lo dejé. Aquella gente estaba loca, en su obsesión malsana por querer apartarse de la priva, estaban dispuestos a renunciar a los bares, algo que se me antojaba inconcebible. Soy de la opinión que la civilización empezó cuando el hombre salió de las cavernas y se metió en las tabernas. Decepcionada conmigo, mi parienta me abandonó. Aquello fue un duro golpe para mí, así que me refugie en mi bar como nunca. Las broncas cesaron, todos los tíos se ponían en mi piel y me daban palmaditas en la espalda y un menda, que es un el fondo un sentimental, en agradecimiento les pagaba rondas y cuando estábamos bolingas cantábamos todos juntos, “Asturias, patria querida”, “Nos han dejado solos a los de Tudela y por eso cantamos de cualquier manera” y “Clavelitos”. El barman, hechas las paces conmigo, me escuchaba narrar durante horas interminables mis penas de amor con gesto impertérrito mientras secaba vasos.

Comencé a beber para olvidar y, al final, me olvidé de ir a trabajar y hasta de donde había puesto mi bar privado. Un día vinieron los loqueros a buscarme y me llevaron al manicomio. La terapia que me aplicaron fue agresiva: Duchas frías, celdas acolchadas, aislamiento, píldoras que te dejan grogui, camisas de fuerza, electroshocks, lobotomía. Reconozco que las pasé canutas, pero me curaron. Ya no tengo personalidad múltiple.

Regresé a mi casa y regresé a mi bar. El barman y los habituales seguían allí como siempre, hasta el chino que arrojaba monedas a la tragaperras. Yo les conté mis quebrantos y ellos los suyos. El dueño del bar me dijo que la crisis había sido muy dura, que aquello ya no era negocio y que lo había puesto en traspaso. Yo le confesé, algo avergonzado, que ya no bebía, que en psiquiátrico me habían desintoxicado. El camarero no reprochó mi debilidad, se limitó a servirme una cerveza sin alcohol y a llamarme “desertor”, “maricón” y otras lindezas parecidas. No me enfadé, lo importante para mí era regresar a mi hogar, disfrutar de mi bar y de su ambiente.

Ahora mi bar privado lo llevan unos chinos. Me llevo bien con ellos, no les entiendo una mierda cuando hablan ni ellos a mí, pero me llevo bien. Han bajado los precios de las consumiciones; el quinto sale a un “eulo” y te dan una tapa.

(Este relato fue el ganador del XV Concurso de Relato Corto "El coloquio de los perros").

miércoles, 25 de octubre de 2017

CARTA A DULCINEA





Fue cosa grande y curiosa que un labriego, paticorto y panzudo, de piel cetrina y agrietada, requemada por los soles de Castilla, se presentara en la casa de Aldonza portando una carta de su amo para ella.  La mujer le informó que no sabía leer, así que le rogó que se la leyese, pero el hombre, que dijo llamarse Sancho, también era analfabeto. Y como la misiva viajaba con el requerimiento de su pronta respuesta, Aldonza mandó avisar, por uno de sus chiquillos, a Tomás, bachiller y sacristán del pueblo.

“Soberana y alta señora, –comenzó a leer el sacristán. Aldonza no pudo evitar reírse al escuchar semejante tratamiento. –mi Dulcinea”.
-Aquí hay un error, mi nombre es Aldonza Lorenzo.
-No hay yerro alguno –certificó Sancho-. La carta va dirigida a vos.

Tomás leyó un par de frases más y se detuvo, alegando que no eran palabras convenientes para ser dirigidas a una mujer casada, pero Aldonza le replicó:

“Ya sabré yo defender mi virtud. Siga su merced leyendo”.

Lo que la mujer escuchó fue una declaración desaforada de amor a su persona, para nada vulgar y no exenta de belleza, junto al ofrecimiento de ayudarla, pues a oídos del autor de la epístola había llegado la noticia de que su marido la maltrataba. “Y yo, qué por juramento me debo a la defensa de las viudas, los huérfanos, las damiselas y otros seres indefensos –rezaba la carta-. ¿Qué no haría por vos tu cautivo caballero?”. Tras lo cual, retaba al villano de Celedonio, su esposo,  “a singular combate” del que no dudaba que saldría maltrecho para su oportuno escarmiento. “De tal guisa quedará, y tan descompuesto, que ni osará pensar, tan siquiera, en faltarte el respeto, dama de mis desvelos”.

Finalizaba el pliego de forma memorable:

“El herido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de socorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.

Tuyo hasta la muerte,

El caballero de la triste figura”.

La primera reacción de Aldonza a aquellas inflamadas letras fue la de protestar, pues ella jamás supo de aquel que le escribía ni le dio cata de ello, y por no conocerlo de nada, su atrevimiento era gratuito y lesivo para su buena fama. Extremo, éste, que confirmó Sancho, el criado, quien dijo que era así como amaban aquellos que se consagraban a la orden de caballería; el objeto de sus pasiones no precisaba correspondencia y, ni tan siquiera, su conocimiento por parte de la persona amada.

De inmediato, y aunque habría de confesar para sus adentros que algo halagada sí que se hallaba –nadie le había dirigido nunca palabras tan esmeradas-, Aldonza sintió una oleada caliente de vergüenza, que ascendiendo desde su pecho le incendió las mejillas.  ¿Hasta oídos de aquel desconocido habían llegado sus sinsabores? Andar en boca de todos. Un loco pretendiendo protegerla, ¡qué vergüenza!

-Ese hombre está ido –fue lo segundo que atinó a decir la moza.
-¡Desvaría! –remachó Tomás, el bachiller, quien a duras penas podía reprimirse la risa por lo que acababa de leer. Aldonza, a la que el sacristán en más de una ocasión la había encontrado faenando el trigo, sudada y correosa, aderezada por un olorcillo algo hombruno, cuando no despidiendo un aliento a ajos crudos que atosigaba el alma, era para aquel chiflado ¡una princesa! Hacía años que Tomás no disfrutaba con un chisme tan divertido.

Aldonza observó cómo al sacristán se le insinuaba una sonrisita bajo el bigote y sus pupilas brillaban de picardía y comenzó a sentirse incómoda y más avergonzada todavía.

Sancho exigía respuesta. La aldeana cerró los ojos, buscó las palabras y tras unos segundos de reflexión, colocó sus manos en jarras y declaró con decisión:

-Dile a tu señor que Aldonza Lorenzo no trata con locos y que vaya a otra que le haga merced con esas lisonjas, que soy mujer casada y decente, y lo suficiente bizarra para  no necesitar el auxilio de nadie en lo que a  solucionar sus problemas se refiere, por muy caballero andante que sea”.

Aldonza contempló a Sancho abrevar a su rucio en el pilón y marcharse cariacontecido del pueblo. El resto de la tarde la pasó llorosa y triste. Por fortuna Celedonio había marchado a Tomelloso a realizar unos negocios y no regresaría hasta la noche.

A lo largo de aquella tarde interminable la mujer no cesó de preguntarse cómo había llegado a su estado de postración.

Aldonza se casó enamorada de su Celedonio, que bien galante fue durante el cortejo, reservando sus crueldades para después de la boda, cuando creyó que los sacramentos sujetaban a su esposa a su dominio. Desde bien temprano su matrimonio se aderezó con amarguras y su marido ya no ocultó sus defectos, ni su mal carácter, ni sus iniquidades. Y a poco a poco su esposo le fue comiendo la moral y el aplomo, llamándola boba
 a cada instante, diciéndole que no servía para nada, que había tenido suerte de encontrarse con un hombre como él que la mantuviese porque ella era una muerta de hambre. Y reconocía, para su vergüenza e incredulidad, que se fue achicando y amilanando con el tiempo, aceptando, poquito a poco, lo inaceptable, hasta que ella misma ya no llegaba a reconocerse. Y hasta comenzó a vivir con miedo, pues a las palabras le siguieron, no mucho tiempo después, los golpes, sobre todo, las noches que llegaba borracho a casa. Y aunque quiso salir de aquel pozo, cada vez más angosto, nadie parecía querer ayudarla. El cura, al que explicó sus cuitas en confesión, le recomendó santa paciencia y resignación cristiana; su madre le dijo que pensara en los niños y otras mujeres casadas de la aldea con las que trató sus pesares, le revelaron sufrir males semejantes, haciéndole notar que debía entender que el matrimonio no era como prometían los cuentos, así que nada de vivieron felices y comieron perdices. ¿Debía resignarse, como le aconsejaban?  No, ¡basta ya! Aquella carta había sido como una gran bofetada que la sacaba de su estado de aturdimiento. Tener que aguantar todo aquello ¡con lo que ella había sido! “Yo ¿una damisela? ¿un ser indefenso? ¡Pero que se han creído ese demente!”, se dijo a sí misma.  Pensó en sus desdichas y en su determinación de acabar con ellas y le arrebató un llanto liberador, estaba decidida a que aquellas fuesen las últimas lágrimas que Celedonio le arrancase. Aldonza, otrora mujer fuerte y decidida, no habría de aceptar nunca más la sumisión ni la resignación y menos frente a su marido, un pobre diablo frustrado, miserable y mezquino; tirano en el hogar, don nadie en la calle. Volvería a ser la mujer gallarda que fue y pondría fin a sus amarguras.

Aquella noche Aldonza le preparó a su marido la cena sin pizca de sal. Celedonio tras probar la sopa se quejó que estaba sosa y adjetivó de idiota a su esposa por enésima vez.  La mujer vació el caldero de sopa caliente sobre la entrepierna del hombre. Celedonio gritó de dolor y en cuanto estuvo algo repuesto se dirigió hacia ella, entre sorprendido y furioso, con el propósito de agredirle, pero Aldonza, que le esperaba, le estampó el puchero en la cara y en el mismo acto lo echó a patadas de la casa.

Y aunque al principio hubo en El Toboso quienes  criticaron a Aldonza por tratar de aquella manera a su esposo, al final, comprendieron que le estaba dando mala vida y que se topó con lo que andaba buscando.

Desde aquella noche Celedonio vaga por las tabernas y ventas de la comarca, y quejumbroso proclama, a quien quiera escucharle, lo malas que son las mujeres, especialmente la suya. Los paisanos se burlan de él, de puro patético que rumia sus quebrantos, y como la esposa le rompió la nariz, todo el mundo lo conoce por el apelativo de “el chato”.

En su nueva vida de mujer libre, Aldonza ha decidido que aprenderá a escribir y leer, tarea en la que Tomás se ha prestado a instruirla. No fuera que otro caballero andante volviese a dedicarle nuevas cartas de amor, letras henchidas de pasión de las que sólo ha de gozar su legítima destinataria.

(El presente texto obtuvo el primer premio en la IX edición del certamen Hipatia de Alejandría de relato breve).


RESEÑA DE LA VANGUARDIA

Narrativa

Un cuento inspirado en 'El Quijote' gana el cibercertamen de relatos feministas Hypatia

  • 239 relatos, en catalán y castellano, han participado en la novena edición de premio de la asociación ANIM
Un cuento inspirado en 'El Quijote' gana el cibercertamen de relatos feministas Hypatia
Héctor Olivera. (CEDIDA / Amelia de Querol Orozco / ANIM)


'Carta a Dulcinea', un relato de Héctor Daniel Olivera Campos ha ganado el cibercertamen Hipatia de Alejandría de Literatura Breve de relatos sobre feminismo, organizado por la asociación ANIM de Lleida.

El cuento está inspirado en El Quijote de Miguel de Cervantes, y trata sobre un ficticio pasaje en el que el ingenioso hidalgo manchego se ofrece a su amada, a través de su escudero Sancho, para liberarla de los malos tratos que recibe de su marido, ha informado la asociación, este miércoles, en un comunicado.

Héctor Daniel Olivera Campos (Barcelona 1965), trabajador de la administración local de Barberà del Vallès, ha ganado el Cibercertamen literario Hipatia de Alejandría por segunda vez; en 2013, año en el que el tema elegido fue el miedo, lo hizo con 'Instituto Casandra'.

El autor ha recibido el primer premio también en el Primer Concurso de Microrrelatos ELACT (Encuentro Literario de Autores de Cartagena), con el microrrelato "Susceptibilidades" (2013), el III Certamen de Microrrelatos de Historia "Francisco Gijón" con el microrrelato "Amnesia" (2015), el XI Premio Saigón de Literatura 2017 con el micorrelato "Sabotaje" y el XV Premio de Relato Corto "El coloquio de los perros" 2017 con el relato "My private bareto".

El cibercertamen de relatos Hypatia de Lleida, de ANIM, tiene 300 euros de premio y busca la reflexión sobre temas que preocupan a la sociedad, este año ha elegido el feminismo.

'El muro de enfrente'de la periodista y escritora Saro Díaz Monroy y 'La calle sin nombre', de Laura Delgado González han sido los relatos finalistas en la novena edición del cibercertamen de relatos de ANIM, en la que han participado 239 trabajos en catalán y castellano.

ANIM tiene un club de lectura en el que sus socios se reúnen cada mes para analizar un libro. En la próxima cita, el 10 de noviembre, comentarán ‘La novia francesa de Ho Chi Minh’ del escritor oscense Oscar Sipán, que asistirá al encuentro.

sábado, 7 de octubre de 2017

EL NEGRO





I

Quizás había sido una mala idea después de todo, masculló para sí mismo Daniel, acordándose de Flavio. En el momento en que le ofrecieron el trabajo todo parecían ventajas, tan sólo debía realizar, dos veces por turno, una ronda rutinaria que no le llevaría más de una hora, dejándole libre el resto del tiempo. Lo malo es que estaba cubriendo una baja, así que en cuanto el titular se restableciera de su enfermedad, rescindirían su contrato. Daniel aceptó aquel empleo precario de vigilante nocturno a falta de algo mejor, contento con la oportunidad que se le presentaba de poder escribir durante el horario laboral sin que le molestasen. Peor llevaba enfundarse el uniforme parapolicial con su fálico complemento: la porra de goma. Se sentía disfrazado y ridículo.

Tener demasiado tiempo para pensar invita muchas veces a descender por el angosto pasadizo de nuestra propia oscuridad. El pensamiento de Daniel reclamaba, una y otra vez, en la noche, la presencia ofensiva de Flavio, el autor de novela policiaca para el que hacía de negro. ¿Iba a escribirle su nueva novela una vez más? El dinero esclaviza y muchas veces para tener que comer realizamos las bajezas que no haríamos por un millón, pues el millón no lo necesitamos realmente, pero comer, hay que comer cada día. Daniel le había escrito a Flavio siete novelas de enorme éxito, todas ellas adaptadas al cine. Suya era la imaginación y el sudor y de Flavio el reconocimiento, la fama, las promociones, la parte grande del pastel, la dulzura de vivir. Por un acuerdo verbal, Daniel había de llevarse el diez por ciento de las ganancias, aunque jamás recibió dicho porcentaje, ni la mitad tan siquiera. Flavio, avaricioso, le escatimaba su salario, le hacía rogárselo, demoraba las entregas y cuando le pasaba el sobre, lo hacía de mala gana, con un semblante más propio de un tipo al que estuvieran operando de vesícula, que de alguien que salda una deuda legítima. ¿Cuántas veces se había dicho Daniel a sí mismo, “esta es la última vez que lo hago”? Pero, claro, explícale esas miserias al casero o al director de la oficina bancaria para que no devuelva los recibos por falta de fondos. Por eso le iba bien aquel trabajo, para poder escribirle a Flavio su octava novela y bañarlo nuevamente con notoriedad y dinero, mientras él continuaba reptando en la oscura precariedad. Daniel fantaseó muchas veces con la idea de matar a Flavio y esa emoción le ayudaba a fabricar y entender a sus homicidas de papel. Se permitía aquella licencia, aquella impotencia, aquella ridícula sacarina con la que endulzar sus claudicaciones. Y sin embargo, sabía que hasta las renuncias tienen un límite; sentía miedo de sí mismo, terror a que llegase el día en que no bastase con sublimar su resentimiento a través de la literatura, el día en que descubriera que matar es más fácil de lo que parece.

III

-Carlos, ¿de verdad que no me puedes sacar de aquí? Este sitio es horrible. Esta mañana cuando me encerraron me quejé de que mi celda no estuviese preparada, la cama estaba sin hacer. ¿Y sabes que me contestó el funcionario que me escoltaba? Que esto no era un hotel, que estaba en una cárcel y la cama te la haces tú. Eres mi abogado, ya sé que nos han denegado la fianza, pero algo se podrá hacer, recurrir, que sé yo.
-Flavio, parece mentira que te hayas ganado la vida escribiendo novela negra. Estás acusado de matar a nueve mujeres y de violarlas, incluso, post mortem, aparte de descuartizarlas y otras atrocidades. ¿Y pretendes que convenza al Juez que te deje libre? Bastante conseguiré si logro que no te saquen del módulo de los chivatos, porque a la que te des una vuelta por el patio con el resto de los reclusos no ibas a durar vivo ni cinco minutos.
-Soy inocente.
-Lo sé. Soy tu cuñado, te conozco; tú no eres capaz de abrir ni una lata de sardinas, menos aún de matar a nueve personas a lo largo de quince años. Pero la cuestión es cómo convenceremos al Tribunal cuando te juzgue. Has escrito una novela en la que narras con minuciosidad como asesinaste a esas mujeres, incluyes detalles objetivos que sólo podían ser conocidos por alguien que se encontraba en el escenario del crimen. Si tú no lo hiciste, ¿cómo sabías la forma exacta en que murieron?
-Carlos, hay algo que debo decirte. Es algo… vergonzoso.
-Soy tu abogado, lo que me digas es confidencial.
-Yo no escribí esa maldita novela, de hecho, jamás he escrito ninguna novela. Tengo un negro, alguien que escribe lo que yo firmo.
-¡Sabía que eras inocente!
-Se me hiela la sangre pensar que contraté a semejante monstruo.
 -¿Hay un contrato que os vincule?
-No, era un negro; entiéndeme, no podía dejar ningún rastro que le relacionara conmigo. No hay contrato, ni recibos,  ni cartas, ni correos electrónicos, ni mensajes telefónicos. Yo le hacía los encargos y los pagos en efectivo. A veces él me seguía y me abordaba por la calle con impaciencia cuando creía que me retrasaba en abonarle lo convenido, era muy mezquino en cuestiones de dinero.
-Va a ser muy difícil probar que fue tu negro quien redactó la novela. Ten, escribe en esta hoja su nombre y donde se le puede encontrar. Encargaremos a un detective privado que le investigue.
-Carlos, si esto sale a la luz, el público se dará cuenta de que soy un fraude. Será mi ruina.
-Es el precio que habrás de pagar para evitar nueve condenas por asesinato.

II

Casi al terminar su segunda ronda nocturna por la Ciudad Judicial, Daniel merodeaba por el archivo de la Sala de lo penal. Llamó su atención una estantería coronada por un rótulo: “casos abiertos”. Se detuvo a examinar varios legajos. El primer expediente trataba del cuerpo de una mujer desconocida hallado en el interior de una maleta abandonada en un bosque. El vigilante separó la carpeta y siguió buscando, cada vez más animado. A medida que iba leyendo, se abría en su mente un mundo de posibilidades narrativas. Aquellos sumarios proporcionaron el excelente material con el que Daniel confeccionó la última y más exitosa novela negra de Flavio.

 ( Relato públicado en el tercer número de la "Sirena Varada; revista literaria bimestral" que se edita en México).