-Tienes que venir -le
rogó el poeta Heinrich Heine a su amigo, otro exiliado alemán como él-. La
tarde moría y las callejuelas del barrio latino de París se emborronaban de
tinieblas.
-¿Al salón de esa
aristócrata marimacho? -respondió con desdén Karl Marx
-No es marimacho.
-¿No? Viste como un
hombre, fuma en pipa y firma su literatura con un nombre de varón…, ¿cómo es?
-George Sand. Si
firmara con su nombre de mujer no le harían caso. Quizás en la sociedad
socialista con la que sueñas se considere por igual a hombres y a mujeres
-alegó Heinrich-. Marx se encogió de hombros. -Ven, será una velada estupenda.
Su pareja, Chopin, tocará el piano; lo hace siempre que su salud se lo permite.
Esta noche estarán presentes el compositor Franz Liszt, el pintor Eugène
Delacroix, los escritores Víctor Hugo y Honoré de Balzac…
-No sigas, todos
burgueses decadentes. Además, no puedo ir. He quedado dentro de una hora en el Café
de la Régence con un tal Friedrich
Engels, es un alemán de ideas socialistas afincado en Inglaterra que está
deseando conocerme, según afirmó en una efusiva carta que me mandó.
-Aplaza la entrevista. Hay una mujer extraordinaria invitada esta
noche.
-¿Otra lesbiana
hombruna?
-Flora Tristán.
-¿Quién? -preguntó
Marx.
-¿Te llamas socialista
y no conoces a Flora Tristán, la mujer de verbo profético y enérgico que en
Francia ha organizado a miles de trabajadores en la Unión obrera? -Karl Marx
comprendió que aquella noche debía acudir a la velada del salón de George Sand.
Fue un flechazo, un
fulgor. Fue una comunión de ideas, pareceres e indignaciones y sueños. Apenas
Heine los presentó, Flora y Karl se sentaron la una frente al otro y se
desentendieron de alternar con el resto de los invitados al salón, lo que
suponía una grosería social. Una mujer que lucía cabellos negros que se
derramaban en tirabuzones hasta sus hombros. Bella, pero con una intensidad en
la mirada y en la severidad de la expresión de su rostro que revelaba su
carácter enérgico y tozudo. Karl estaba extasiado. Jamás había conocido una
mujer igual y durante toda la conversación casi se limitó a escucharla. Ella,
de origen pudiente, huérfana de padre, con una madre caída en la pobreza, había
conocido la explotación del proletariado y la cárcel del matrimonio; se definía
a sí misma como una “paria” por su condición de hija natural y de mujer
separada que abandonó a su marido porque la maltrataba. Una mujer tenaz y
valiente que había viajado a Perú, en busca de fortuna, y a Inglaterra, de
criada; que había escrito libros en los que denunciaba la explotación de los
obreros y la opresión de la mujer. Una fémina que sobrevivió de milagro al
intento de su ex marido de asesinarla, disparándola a plena luz del día en una
calle de París, y que convivía con una bala alojada en el pecho. Y lo que era
más importante aún para Marx, ¡una mujer! líder indiscutible de una
organización que aunaba a miles de obreros por toda Francia; algo impresionante
para él, que apenas era un joven filósofo que soñaba con transformar el mundo.
Flora ya había tenido
bastante con los hombres; es más, el amor y la plenitud carnal la estaba
viviendo con Olympia, el verdadero amor de su vida. Sin embargo, se sintió
atraída por aquel joven idealista que remarcaba las erres hablándole en un
francés con acento alemán exagerado y dañino para los oídos. Sí, era hermoso;
los cabellos rizados, que denotaban su ascendencia judía, sus profundos ojos
negros y aquellos dos tramos de bigote sobre las comisuras del labio superior
en un intento, un poco ridículo, de aparentar virilidad. Tenía el porte y el
aspecto de un héroe romántico. Pero, sobre todo, Flora descubrió un hombre
sabio y cultivado, pese a su juventud, bendecido por una mente privilegiada;
una máquina de pensar, una atronadora razón en marcha guiada por una
insobornable pasión moral. Un hombre casado con una aristócrata: un burgués que
había renunciado a una apacible carrera académica, que había perdido fortuna y
patria, y que había sido perseguido por las autoridades de su país al ponerse
del lado de los oprimidos, en el lugar correcto de la barricada de la Historia.
La velada se les hizo
corta para los dos, ¡tenían tantas cosas de qué hablar! Flora y Karl volvieron
a verse furtivamente por París. Primero en los cafés, después en las pensiones
y en los lechos de insalubres buhardillas. ¿Cómo no iban a vestirse de amantes
adulterinos cuándo tenían tanto en común? El destino había decidido unirlos.
Ella le explicó sus ideas socialistas tras hacer el amor con desespero, como si
el mundo fuese a acabarse, o la revolución anhelada por ambos estuviese a punto
de estallar en cualquier momento. Flora opinaba que los obreros debían
emanciparse por ellos mismos como clase social, sin esperar nada de los
socialistas utópicos burgueses; que los trabajadores no tenían patria y el
chovinismo nacionalista era una trampa y que sólo una gran unión internacional
de los proletarios de todo el mundo tendría la fuerza necesaria para poner fin
al sistema presente e inaugurar una nueva era de justicia e igualdad sobre la
tierra; que no podía haber una
liberación verdadera de los oprimidos si no se rompían, a la vez, las cadenas
que sujetaban a la mujer en el hogar.
Flora también le
explicó a su amante cosas más personales de su vida: como que a los veintidós
años tuvo que huir de la casa de Chazal, su marido impresor, llevándose a sus
dos hijos Ernest y Aline, tras descubrir que el padre había violado a su hija.
“Dad a todos y a todas
el derecho al trabajo, la posibilidad de comer, el derecho a la instrucción, la
posibilidad de vivir por el espíritu, el derecho al pan, la posibilidad de
vivir del todo independiente, y la humanidad hoy tan vil, tan repugnante, tan
hipócritamente viciosa, se transformará en el acto y se volverá noble,
orgullosa, independiente, ¡libre!, ¡bella! y ¡feliz!” -subrayó Marx el párrafo
en uno de los libros que aquella mujer, de educación autodidacta, había
escrito.
La muerte puso fin al
romance. El catorce de noviembre de 1844 moría Flora Tristán a consecuencia de
las secuelas que el intento de asesinato de su ex marido había dejado en su
cuerpo.
Cuatro años después
Karl Marx publicaba El Manifiesto
comunista en el que se apropiaba de las ideas de Flora, sin nombrarla.
Nunca reconocería su legado. Años después, en Inglaterra, sí lo haría en
privado, en una charla con Engels, en la que admitió haber saqueado las ideas
de Flora: “En cierto modo, Friedrich, me comporté como un proxeneta” declaró,
en una inusual muestra de autocrítica, el genial y arrogante filósofo Karl
Marx.
(Relato publicado en el número 28 de la revista mexicana "Los Heraldos Negros")
http://heraldosnegros.org/