miércoles, 25 de septiembre de 2019

domingo, 1 de septiembre de 2019

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS, NÚMERO ONCE

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EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS. ONCE CUENTOS ESCOGIDOS.

La revista El Callejón de las Once Esquinas ha tenido la feliz idea de sacar un suplemento especial con motivo de su undécimo número con once relatos seleccionados, entre ellos mi texto "El club de los 27"

 
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PERIODO ESPECIAL

Mi relato "Periodo especial" ha resultado ganador del XIV Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2019

Se extinguió la endeble espuma de luz y la noche se desbordó sobre el Malecón con la violencia de un machetazo. ¡Ñó… el apagón! Un coro de improperios retumbó maldiciendo la oscuridad, como si las quejas y las malas palabras tuviesen el poder de derogar las sombras. Aquel era un pueblo naif -pensó una vez más el turista-, espontáneo, bullanguero, salvaje e inocente, impregnado por el encanto infantil de un mundo aún en desarrollo. No era la primera vez que se sorprendía ante aquella gente amable y violenta, educada y machista, pícara e ingenua. Al turista le fascinaba escuchar como en las salas de cine el público comentaba las películas en voz alta; como se enzarzaban a discutir en las guaguas pasajeros que no se conocían de nada; percibir que las mujeres agradecían el ser repasadas por la mirada de un hombre, verlas que no salían a la calle sin llevar las uñas pintadas con una coquetería deliciosa e innata; descubrir que habían cubanos blancos con abuelos españoles que adoraban fanáticamente a dioses africanos; anotar que las jóvenes se hipnotizaban ante el televisor y que la vida se paralizaba cuando emitían la tele-novela. El turista se había pasado todo el viaje teorizando sobre el país que caminaba comparándolo con el suyo propio, contemplándolo con benévola condescendencia desde la altura de su renta en un juego de antropología aficionada. Explorador a tiempo parcial que cada noche regresaba con puntualidad al confort del hotel, a la cena pagada en origen, al dinero tranquilo guardado en la caja de seguridad. El turista se consideraba a sí mismo un viajero, un matiz que no parecía existir para los buscavidas que trataban de embaucarle. Uno se podía enamorar de todo esto, pensaba a cada instante: los escolares uniformados, los coches de época circulando, los horizontes tapizados de azucaradas cañas, la traicionera embriaguez del ron, los cartelones con ajadas consignas revolucionarias, las negras con rulos en el pelo, los televisores soviéticos emitiendo en un raído blanco y negro su programación surrealista, la omnipresente santería, la decadencia febril de La Habana e incluso el estomagante kistch que decoraba los hogares. Sin olvidar que todo aquello transcurría en el marco de un socialismo real, tropical, sincrético, tercermundista y kafkiano, en el que parte del tiempo histórico se había detenido con sus artefactos de museo. Y reinando sobre todo el pandemónium: la sexualidad explícita de las mujeres. Las chicas hacían el amor como bailaban: con desenvoltura, sin prejuicios, carentes de hipocresía, sin disimular cuando no disfrutaban o disfrutando del momento, como no podía ser de otra forma en aquel país del eterno carpe diem. Estuvo con dos negras de un color de piel tan denso que parecían azules, con una mulata manca de ojos verdes y con una aguerrida pelirroja. Todo podía ser tan sorprendente que resultaba extraño que los nativos hablasen español. El turista sentía vivir en quince días lo que no había vivido en los quince años anteriores (nadie se creería en su oficina que había comido cocodrilo o que había viajado apretujado de gentes en la caja de un camión). Andaba intoxicado de experiencias. La exuberante sensualidad de aquel pueblo le estaba penetrando bajo la piel como la picadura de un mosquito.
Era de noche y el Malecón estaba repleto y glorioso. El turista se adentró solo en la avenida caminando morosamente. El apagón ayudaba a disimular con escasa levedad su condición de extranjero. Se alternaban por tramos en fronteras confusas los grupos de gente que pescaban, las parejas que se besaban frente al mar, los que jugaban al dominó o aquellos que bailaban al son de la música que dictaba alguna estridente grabadora. Atrapadas en la penumbra las muchachas negritas apenas se distinguían. Todo parecía irreal: coches de hacía cuarenta años circulando, las fachadas de edificios bombardeados por el salitre y la desidia, el pegajoso calor que como un baño de vapor perenne descompensaba los sentidos, la promiscua y vibrante mezcolanza de gentes; incluso el olor a mar que empuja la brisa parecía distinto. El turista, blanco, europeo, clase media, palidez invernal, se sumergió en el desconcertante magma de cuerpos que habitaban las aceras, admirando las muchedumbres que danzaban, vacilaban, gesticulaban, sudaban, se acariciaban, se besaban con deseo, compartían botella, se llamaban por el nombre a gritos y juraban en un dialecto remotamente parecido al español. Le avisaron que era peligroso andar por el Malecón de noche, pero no le dominaba el temor, sino el asombro. Aquel mundo no se parecía en nada al suyo, y era demasiado atractivo y mágico como para que le asustaran las miradas de soslayo o el blanco de los ojos de los negros rimando con sus dentaduras. En voz baja los transeúntes le recordaban su condición de intruso en aquella fiesta con insistentes ofrecimientos clandestinos que se repetían en una salmodia con vocación de eternidad: chicas-tabaco-ron, chicas-tabaco-ron, chicas-tabaco-ron… El turista se sentía tentado como un místico en su desierto. En un punto inconcreto, la música que huía de un Chevrolet amarillo orillado a la acera salpicó la estampa de merengue. Siguió caminando y un inesperado tango le hizo detenerse en algún lugar más allá de La Rampa; no supo averiguar de dónde provenía, revoloteó con autoridad durante poco más de un minuto y se esfumó. Fue entonces que la noche parió una muchacha negrita:
-¿Quieres haser el amor antes de que llegue el ciclón?
-¿Qué ciclón?
-Mañana entra, va para la Florida, es de los fuertes.
Una súbita e inédita emoción enervó al turista, ¡un huracán! Es cierto, en su epopeya tropical faltaba un ciclón. El turista atrajo a la chica hasta el haz de luz que proyectaban los faros de un Buick azul del 57. No era negrita, era mulata, joven, bonita, delgada, los cabellos servidos en trencitas, demasiado flaca para su gusto; su corta falda rosa le bailaba un poco, baratas zapatillas de deporte blancas. Hacer el amor a la espera de un huracán, al turista le pareció un argumento encantador. Acordaron el precio. La muchacha le aseguró que tenía un sitio al que ir, el turista le dijo que antes tendrían que pasar por su hotel a coger dinero y un neceser con productos de aseo, la muchacha asintió, las jineteras no trabajaban sujetas a un horario.
El taxi se detuvo en la dirección indicada por la chica. El apagón continuaba y el turista que no sabía en qué zona de la ciudad se hallaba, comenzó a considerar si no se arriesgaba demasiado, si aquellos besos juveniles y algo torpes de la muchacha (le había mordido en el labio inferior) no les saldrían demasiado caros, pagados en la moneda de una mala experiencia. Y, sin embargo, se apeó del taxi con ella. Un largo y estrecho pasadizo entre viviendas y luego dos tramos de escalera exterior metálica conducían a una infravivienda construida sobre la azotea de un edificio chato. La chica le pidió que guardara silencio, “por las chismosas”, puntualizó. Antes de dejarle entrar, oyó que ella conversaba en voz baja con otras personas que estaban en el interior de la casa.
-¿Quiénes son? -preguntó el turista.
-Familia. Ahorita se van.
Una linterna de tubos fluorescentes iluminó mezquinamente la casa, es decir, un cuartucho bien aprovechado: una sala de estar con cocina y cuarto de baño delimitado por tabiques que no llegaban al techo, todo ello en la misma pieza. Una pequeña y empinada escalera de madera conducía a una segunda planta; las personas a las que había oído cuchichear debían estar allí arriba, probablemente la mulata las habría despertado. En la casa de la última jinetera con la que había estado, la escalera del inmueble era de mármol, aunque fracturada, incompleta y decadente. Permanecían restos de vitrales multicolores en algunas ventanas y los techos mostraban artesonadas vigas de maderas nobles. Había sido el palacio de un aristócrata en la época de la colonia. El turista miró a su alrededor y desde luego aquello no era un palacete, contemplaba una estancia pequeña y atiborrada. La muchacha extendió una frazada sobre el suelo y aderezando con poesía el asunto, declaró: “Haremos el amor en el suelo, como los japoneses”. El turista pidió asearse, dejó el neceser sobre una mesa de centro, llevándose únicamente el gel, un jabón de manos y el desodorante. No había agua corriente y hubo de ducharse echándose el agua con una jarra que extraía de un cubo colocado a tal fin. La desfelpada toalla le produjo aprensión. Al salir del cuarto de baño descubrió que la chica había abierto su neceser y se comía sin reparo la pasta dentífrica de sabor a menta: “¡Qué rico”, exclamaba. Al percatarse que su cliente la contemplaba, la muchacha se detuvo y, un tanto avergonzada, improvisó una disculpa sonriendo infantilmente: “Perdona, pero es que pasta de dientes así de rica sólo la encuentras en la shopping”. El turista constató dolorosamente, con tristeza, que tan sólo era una muchacha, apenas una chiquilla recién despegada de la adolescencia, tierna, joven y solemnemente pobre. Todo se vino abajo en su ánimo: la erección, la emoción de la aventura, el exotismo. Aunque estaba seguro que ya no quedaba inocencia por mancillar, no se creía con derecho a envilecerla un poco más. Tendría que ser con otra mujer, adulta, experta y directa, con quien se comiese su último trozo de pastel de sexo, el souvenir que faltaba, la hazaña que contar a los amigos en la taberna en una tarde de otoño; pero con aquella mulatilla flaca no, con ella no. Desvió la mirada y vio como una cucaracha enorme y marrón se paseaba con insolencia sobre un policromado San Lázaro de yeso. La chica comenzó a acariciar al hombre. Al turista le parecía estar despertando de una borrachera y toda la sordidez de la escena le golpeaba. Entonces ocurrió algo inesperado, se desplegó en su conciencia un recuerdo reprimido, sepultado por los años y la prosperidad. Era niño y veraneaba en un camping de la costa española, los turistas extranjeros se alojaban en modernas autocaravanas mientras que su familia pernoctaba en una promiscua tienda de campaña. Y recordó cómo le maravillaba el observar aquellos niños rubios que parecían tener de todo, ahítos de juguetes, helados, bicicletas y caprichos. Y recordaba verse a sí mismo colocándose de puntillas con la nariz pegada a las ventanas fisgoneando las cocinas de los extranjeros repletas de aparatos desconocidos y olores a mantequilla frita. Su padre le explicó que tenían más cosas porque su moneda era más fuerte; pero costaba entender que el ser más o menos rico dependiera de haber nacido en un lugar u otro, más al norte o más al sur y, por primera vez en su vida experimentó lo que era ser pobre; y ahora, de nuevo, décadas después, violenta e inoportunamente volvía a paladear el sabor de aquella injusticia. El turista dejó sobre una repisa -junto al dentífrico- el puñado de arrugados dólares que pensaba abonar por pasar la noche con la muchacha y tras vestirse se dirigió hacia la puerta.
-Papi, ¿qué pasó? ¿No te gusto? -le interrogó la chica con inesperada decisión. Después de todo, había herido la vanidad de la joven mulata.
-No es eso. Soy yo quién no se gusta.

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