martes, 17 de noviembre de 2020

LA VENGANZA ES UN PLATO QUE SE SIRVE CALIENTE

 

LA VENGANZA ES UN PLATO QUE SE SIRVE CALIENTE

 

-¿Cómo hay tan poca gente?
-No sé, tendría pocos amigos.
-Yo no era su amiga.
-Y usted señora, ¿es...?
-Me llamo Rosario, pero mis amigos me llaman Charitín. Fui la  mujer de Faustino. Él no tenía amigos, mucha gente veo yo aquí.

-Pero, si sólo somos cinco.

-No obstante, es un detallazo que se haya acordado de los amigos en un momento así.
-¿Todos han recibido la tarjeta de invitación al evento?
-Sí, claro,  y el billete de quinientos euros que se adjuntaba.
-En la tarjeta ponía que si aguantábamos el acto hasta el final se nos entregaría otros quinientos euros y una caja de puros Partagás a cada uno.

-Una servidora no fuma.

-Ningún problema, su caja de habanos me la puede dar a mí. Cuando trabajaba en el banco me aficioné a fumar puros.

-Muy rumboso me parece a mí el difunto.
-Yo me lo creo, hay un mensajero esperando a que terminemos.

-Yo ni siquiera lo conocía. Pensé que se trataba de algún tipo de broma y llevé a que averiguaran si el billete era falso. Cuando me confirmaron que los quinientos euracos eran auténticos, casi no me lo podía creer. El muerto –Faustino, se llamaba, ¿no?- debía ser uno de esos locos simpáticos que van por el mundo regalando dinero.

-No estaba loco, era un cabrón y un hijo de la gran puta y siempre fue un tacaño. Cuando yo me casé con él era más pobre que una rata, no sé de donde ha sacado el dinero para montar esta mascarada, pero si tenía dinero me lo debía de haber entregado a mí, que para eso soy su viuda, en compensación por lo mucho que me hizo sufrir ese cerdo.

-Señora…

-¿Qué coño le pasa a usted?

-Es que hablar así de un muerto…

-Un cabrón es un cabrón vivo o muerto.

-¡Qué extraño! ¿Es verdad que no le conocía, señor…?

-Roberto.
-Lo que no entiendo es lo de la barbacoa en noviembre. Las barbacoas son para el verano.
-La gagne está ejquijita.
-Vaya, Padre, ya le está atacando.
-Padre, no hable con la boca llena que no se le entiende nada.
-Habrá que probar esa carne, si no, el cura no nos va a dejar ni los huesos.
-No sé de qué os extrañáis, esto es muy común en otros países.
-¿Que un muerto organice una barbacoa?
-Yo he estado en las  islas Tonga y allí es frecuente que el finado deje una cantidad de dinero para que los deudos hagan una fiesta de homenaje al difunto.

-¡Qué curioso!

-Para curioso el funeral celeste del Tibet. Llevan el cuerpo del muerto a una buitrera, lo despedazan y se los dan de comer a los buitres.

-¡Qué asco!

-Usted quiere que se nos quite el hambre.

-Con el cura no lo conseguirá.

-¿Y cómo sabe todo eso, señor…?

-Calixto. Verá, yo fui director de una sucursal bancaria y todos los años me ganaba el premio del viaje con el que mi banco gratificaba a los que más productos financieros vendíamos en cada provincia. Además, luego, por mi cuenta, he viajado mucho. Mi pasión ha sido viajar y así que me prejubilé, con apenas cincuenta años, mi indemnización y una buena paga, pues a hacer turismo como un loco.

-No sé para que ig a la ijlas del Tongo con lo bonita que ej Egpaña, burrppppp.

-No eructe, Padre.

-Tiene razón el mosén, para ritos funerarios raros no hace falta irse lejos. El otro día leí que una empresa funeraria española tiene un producto que consiste en meter las cenizas del muerto en una carcasa pirotécnica y hacerla estallar en el castillo de fuegos artificiales de las fiestas del pueblo.

-No me parece serio.

-Mejor no preguntarle al Padre, que ellos creen en la resurrección de la carne y todo eso.

-Como a la carne de las costillas que acaba de zamparse le dé por resucitar, lo lleva crudo.

-Otra cosa que no entiendo es que hace una pantalla gigante aquí. ¿Alguien sabe algo?

-El mensajero no suelta prenda y cuando yo llegué los del catering ya se habían largado.

-¡Qué extraño es todo! Bien, así que aquí estamos, un servidor que se llama Roberto, ¿me he presentado ya?

-Sí.

-Bien, hagamos las presentaciones como corresponde: Yo soy Calixto, aquí Roberto, Charitín y el padre…

-Damián Romasanta.

-Con ese apellido estaba usted predestinado.

-Eja e mi cruz, higo mío.

- Y usted se llama…

-Adolfo.

-¿Conocía al difunto?

-Como que fui su jefe durante más de veinte años. Y coincido con Charitín, era un inútil. Todo lo que sabía del oficio fue porque yo se lo enseñé.

-Y si mientras averiguamos lo que pasa, ¿Qué les parece si comemos algo? O el cura acabará con todo.

-Padre haga sitio y modérese que a su edad el colesterol no perdona.

-¡Váyase a la miegda!

-¡Jope! Qué buena está esta carne. ¿Qué es?

-Vacuno.

-No, la textura es diferente.

-Cerdo.

-No señora, esto no es cerdo, está clarísimo.

-No, que digo que Faustino era un cerdo.

-Es ñu.

-¿Usted cree señor Calixto?

-Ñu, seguro, en un safari que hice por Tanzania me sirvieron una carne con un sabor idéntico a éste y me dijeron que era ñu.

-No sé si será ñu o será ño, pero ¡coño, qué buena está!

-Bocatto di cardinale.

 

-¡Mirad! La pantalla se ha iluminado.

-Es Faustino.

-Que viejo y desmejorado está.

 

-Buenas tardes, mis queridos amigos. Muchas gracias por estar aquí, en este acto social dedicado a mi memoria. Si me estáis viendo eso quiere decir que estoy muerto. (“Gracias Faustino. Esto va por ti, en tu honor”. “Todos te queremos, Faustino”. “No hace falta ser hipócrita, no nos oye, es una grabación”).  Creo que la sociedad actual trata de ocultar la muerte como si de un tabú se tratase, cuando es consustancial a la vida, siendo el fin último de ésta, estamos en este mundo para marcharnos y dejar sitio a los que vienen. Por eso, en vez de luto y llanto, pensé en organizar una barbacoa, ya saben; cervezas frías, camisas floreadas y ambiente distendido (“Pues macho, la has cagao, que ayer fue halloween y hace un frío que pela”. “Chissst. Deja escuchar lo que dice”.) ¿No es mucho mejor así? Supongo que os preguntaréis, especialmente tú, mi querida Charitín, de dónde he sacado el dinero para costear este memorial. Bien, aunque tenía mis dudas, lo cierto es que Dios existe y cuenta chistes, aunque su humor es retorcido y macabro. Yo fui un desgraciado toda mi vida y cuando ya me habían diagnosticado la enfermedad fatal que me ha llevado a la tumba, va y me toca una burrada de millones en el sorteo del euromillón. ¡Hay que joderse! Dejarle la millonada a los desapegados y crápulas de mis sobrinos no me pareció una opción y tampoco me entusiasmaba legarte el dinero a ti, Charitín, por las razones que expondré a continuación (“¡Cerdo, cerdo, cerdo!”. “Señora, ahora no es el momento. Señora no me pegue”). He dejado el dinero a mi único amigo, a mi albacea y organizador de este evento. (“¡Hijo de puta!”). Supongo que os preguntaréis porqué he preparado una barbacoa para invitar a quienes me odian o a lo sumo guardan de mí un recuerdo vago y anecdótico. Para aclarar la cuestión dejad que cite el Evangelio –gracias padre Damián por haberme inculcado la noción de la caridad cristiana (“De ngda, higo mío). -Y deje de comer que con la boca atiborrada de carne que no se le entiende-: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más?”. Es por eso que estáis aquí reunidos: Padre Damián, Roberto, Adolfo, Charitín y Calixto. Sois mis queridos enemigos con los que voy a recordar los momentos vividos juntos. Primero usted, Padre Damián, cerrando los ojos aún puedo recordar el gusto de las pastillas Juanola que usted me daba para quitarme el mal sabor de boca tras obligarme a practicarle felaciones (“¡Mentira, incubo!” “No agite tanto la garrota que a ver si le va a dar a alguien”. “Sujetad al cura que se cae”. “¡Joder con el pater!”). Luego debía confesarme con usted y recuerdo que me ponía penitencias por lascivo y por haberle provocado, según decía. Yo tenía por entonces nueve años y la negligencia de mis padres me había arrojado a ese internado siniestro dejándome a merced de cuervos como usted. Por aquel entonces, por compañero tenía a mi querido matón Roberto (“Yo no me acuerdo de este tío. De usted, sí, Padre”) que me utilizaba a modo de saco de boxeo ante la indiferencia de alumnos y maestros. Sobreviví al colegio, pero no acabaron los abusos, me puse a trabajar y hube de soportar la tiranía de Adolfo, el encargado de la fábrica de mierda en la que dieron a parar mis huesos (“¡Desagradecido, capullo!”). Creí rehacer mi vida de la mano de Charitín, pero nuestro matrimonio no colmó sus expectativas y ella decidió vengarse por ello, y lo hizo apartándome de mi hijo Felipe, al que crio en el rencor y la difamación hacia su padre. (“¡Canalla, embustero”!). No puede disfrutar de mi hijo, quedé relegado a simple burro divorciado que paga facturas y aguanta injurias y denuncias en los juzgados. Felipe se empantanó en las drogas y murió por sobredosis, de lo cual me culpa Charo, ¡por supuesto! (“¡Pues claro que fue culpa tuya, hijo de puta!”). No obstante, no os puedo echar la culpa de todas mis desgracias a vosotros, lo cierto es que yo era un tipo un poco lelo, alguien que al ser  buena persona solía dar por sentado que todo el mundo debía serlo hasta que demostrasen lo contrario. Así me fue en la vida, cuando estás hecho de merengue hasta las hormigas te comen. Sólo con estas características se explica que yo creyera tener un amigo en el director de una sucursal bancaria, mi querido Calixto, que tras veinte años de trato amable, entregándome calendarios de la entidad todos los eneros, me convenció para que depositara todos mis ahorros en un depósito que decía ser sólido y que resultó ser líquido y gaseoso. Gracias a ti, Calixto, aprendí lo que son las preferentes (“Yo no tengo la culpa de que careciera de cultura financiera. Nadie le obligó a firmar”). En resumen, habéis sido tan importantes en mi vida que, asimismo, yo quiero serlo en la vuestra. No deseo que tengáis de mí un recuerdo fugaz y amortizable. Deseo dejar una huella indeleble, pasar a ser parte de vosotros, fusionarme con vosotros a través de la cadena trófica. Ahora estoy dentro de vosotros, rodeado de jugos gástricos, fluyendo en forma de nutrientes por vuestro riego sanguíneo. Yo estoy en vuestro organismo con mis células tumorales, mi quimioterapia, mi infección hospitalaria, mis anticuerpos y la sobredosis de antibióticos. La carne que acabáis de digerir es mi carne. (“¿Qué coño dice?”.  “Qué la carne de la barbacoa es la del tío fiambre”. ¡Imposible!”. “Se le ha ido la pinza”. “Es ñu, os lo aseguro”.).  “Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él”. ¿Recuerda el versículo, Padre? (“¡Blasfemia!”. “Como broma no tiene ninguna gracia”. “Yo ya dije que era un cabrón”. “Está de coña”.). Como imagino que no me creéis, a continuación os pasaré imágenes rodadas del despiece y fileteado de mi cuerpo. (“¡Dios, qué asco!”. “No puede ser”. “No hagáis caso, es un montaje”. “Aghhhhh”. “Señora me acaba de vomitar encima”.). Pues sí, algo así se puede hacer; pagando San Pedro canta, mi albacea se encargó de buscar a los profesionales adecuados y supervisar que mis últimas voluntades se llevaran a cabo siguiendo mis detalladas instrucciones. Si tenéis alguna duda, os he reservado  unos tupers con muestras de carne y así podáis hacer las pruebas pertinentes que confirmarán lo que os digo. Bueno, queridísimos amigos míos, me despido de vosotros con la satisfacción de saber que de esta barbacoa y de mi persona guardaréis un recuerdo imborrable. ¡Bon appétit! Por cierto, una última cosa, a partir de hoy nada de Faustino, se acabaron los diminutivos, quiero ser recordado como Fausto.

 

 

Relato publicado en la revista Nación Alien, nº 13.

sábado, 14 de noviembre de 2020

LA CURVA

 


Sé que fue una imprudencia, pero recogí a aquella chica que hacía auto-stop; ¡la vi tan desamparada deambulando por la cuneta en mitad de la noche!

 

El aspecto de la mujer era inquietante, por no decir siniestro: Cabellos largos y enredados, rostro demacrado de palidez cadavérica, ojos nebulosos hundidos en sus cuencas, labios agrietados y dientes amarillos. Por lo demás, se adivinaba una complexión huesuda bajo el vestido de una sola pieza, blanco, sucio y desgarrado. Me pidió que la llevara al pueblo al que hacía “mucho tiempo que no regresaba”.

 

No habló durante el trayecto, arrellenada en el asiento del copiloto parecía una muerta en vida. Poco antes de llegar al pueblo una violenta agitación pareció poseerla.

 

-¡Aminora! –exclamó presa del pánico- ¡Reduce! Esa curva es peligrosa. En esa curva…, en esa curva… -sus dedos flacos y huesudos temblaron en el aire señalando la curva cerrada que apenas se insinuaba en la noche sin luna.
-¡Ya! Ahora me dirás que en esa curva te mataste en un accidente –le respondí escéptico.
-No, tras esa curva suele agazaparse un coche camuflado de la policía de tráfico.

 

La multa que me cascaron a mí también me mató del susto.


(Relato publicado en la revista colombiana de Arte y Literatura "Crisopeya" en su número 5)



https://drive.google.com/.../1dpSAjJk25OS2ZqJOZiL.../view...

 

 

DESTINO ESCRITO

El cinco de julio de 1884, naufragó el buque Mignonette, un velero mercante inglés que navegaba al sur del Cabo de Buena Esperanza. Cuatro tripulantes lograron sobrevivir al desastre: el capitán Tom Dudley, los marineros Edwin Stephens y Edmund Brooks y el grumete Richard Parker de diecisiete años, que había mentido sobre su edad para poder enrolarse en el barco. Tras varios días a la deriva los supervivientes se quedaron sin comida ni agua y tomaron la desesperada decisión de echar a suertes quién serviría de alimento a los demás. Le tocó a Edmund Brooks, pero éste pidió un último deseo antes de morir. Y como la realidad se presenta muchas veces ataviada con el vestido de lo inverosímil, para sorpresa de los presentes, Brooks extrajo de su macuto el único libro que llevaba consigo, la novela "La narración de Arthur Gordon Pym" de Edgar Allan Poe. Y mostró, más que leyó -su boca llagada por la sed y el salitre le dificultaba el habla-, a los que iban a ser sus verdugos circunstanciales, algunos pasajes seleccionados. Concretamente los referidos al naufragio del barco ballenero Grampus y cómo, tras varios días a la deriva, cuatro supervivientes, desesperados por no tener comida, deciden asesinar y comer la carne de uno de ellos para asegurar la supervivencia del resto. Después de echarlo a suertes la desafortunada elección recae en el más joven de todos, un grumete llamado Richard Parker, que es apuñalado y devorado por partes durante cuatro días.

 

La revelación literaria causó una conmoción entre los náufragos que, de inmediato, decidieron invalidar el sorteo macabro -pese a las airadas protestas del grumete-. El destino del chico estaba escrito hacía más de cuarenta años antes y debía cumplirse sin demora ni piedad alguna.

 

Tras saciarse de carne y sangre humana, el marinero Edmund Brooks, sonrió satisfecho al imaginarse que diría su esposa, inculta y tacaña, que le criticaba por gastar dinero en novelas. ¿Quién dijo que la literatura no servía para nada?

  https://www.lasprovincias.es/culturas/cuentos-minimos/destino-escrito-20201113200640-nt.html

sábado, 7 de noviembre de 2020

RETRIBUCIÓN

 He quedado finalista en el Certamen de Relatos Breves "Sobre enfermeras" con mi relato

RETRIBUCIÓN
Natalia regresó a su hogar tras una agotadora y desmoralizante jornada de trabajo en el hospital –una más, como lo estaban siendo todas desde que estalló la epidemia- y al disponerse a tomar el ascensor de su edificio, reparó que en la puerta había un folio de papel sujeto con celo que exhibía un texto dirigido a ella. Al, leerlo, se le heló la sangre.
No, no era el primer incidente que sufría. Al inicio de la declaración del Estado de Alarma, de camino a su trabajo, escuchó desde una ventana que alguien le gritaba: “¡Vuelve a casa, que no tienes vergüenza!”, seguido por una segunda voz que la calificaba de “¡Puta!”. ¿Qué pasa, tenía que ir en bata blanca a su hospital? Enfurecida, Natalia iba a replicarles, pero una mano anónima la lapidó con un huevo que se le estampó encima.
Muy pronto supo de aquella gente que dedicaba parte de su tiempo y energías a vigilar a quienes veían transitar por las calles, para acosarlos; ya fuesen padres que acompañaban a hijos con autismo, cajeras de supermercado, personal de limpieza u otros trabajadores de servicios esenciales. Vecinos confinados y airados. Vecinos adictos al insulto para los que habían acuñado un neologismo para definirlos: “balconazis”.
Natalia volvió a leer la nota, como si no quisiera creer lo que su vista le informaba:
Querida vecina:
Sabemos el trabajo que realiza como enfermera en el hospital y se lo agradecemos. Pero usted también debe de ser consciente que en este edificio viven muchos otros vecinos y, entre ellos, personas vulnerables como abuelos y niños, a los que usted pone en riesgo cada vez que regresa a su piso trayendo quién sabe qué cantidad de virus de sus pacientes.
Idealmente, le pedimos encarecidamente que se mude lo más rápido y lo más lejos posible para no poner en peligro nuestras vidas. Seguro que comprenderá nuestra preocupación y se marchará sin preguntar nada y sin quejarse.
En caso de persistir en su inconsciencia, le rogamos que, como mínimo, no estacione su vehículo al lado del de los demás, no use el ascensor, no baje a su perro a la calle y no toque nada de las zonas comunes sin guantes y sin haberse desinfectado las manos.
Firmado: Los vecinos.
Natalia se recluyó furiosa en su apartamento, su perrita Nana acudió a recibirla, alegre, moviendo la cola y haciendo cabriolas. La enfermera solía bromear afirmando que los perros eran mejores que las personas, y se repitió para sí misma la sentencia, pero diciéndoselo en serio. “Pongo en peligro mi vida para ayudar a los demás y me tratan como a una apestada -exclamó en voz alta, todavía sin reponerse de todo de la incredulidad que le provocó el aviso-. ¿Cuestionan que no tomo precauciones? Pero si tengo las manos destrozadas de tanto lavármelas”. La enfermera sabía que el miedo es libre y... cruel. Aquella noche a las veinte horas, con hipócrita puntualidad, los vecinos de su edificio salieron de nuevo a aplaudir con entusiasmo. A ella le sorprendió la algarabía en el cuarto de baño, el espejo le devolvió su reflejo con las marcas enrojecidas dejadas en su rostro por la mascarilla y las gafas protectoras tras una guardia de veinticuatro horas y no pudo evitar reprimir el llanto.
A la semana siguiente apareció en el turno de la enfermera, en la Unidad de Críticos, el presidente de la comunidad de propietarios del edificio en el que residía Natalia. El paciente la reconoció así que ella le atendió para valorar su estado. El hombre le dirigió una mirada suplicante y casi temerosa.
-Neumonía bilateral –dictaminó la doctora dirigiéndose a la enfermera-, hay que entubarlo y conectarlo a un ventilador.
-El registro de oxígeno está por debajo de noventa –informó Natalia.
El hombre hizo un gesto de querer decir algo. Natalia le retiró durante un segundo la máscara con el respirador.
-Gracias –musitó el paciente haciendo un esfuerzo sobrehumano, pues hasta el acto de respirar se le hacía doloroso.
-Vecino –dijo la enfermera acariciándole la frente-, vas a salir adelante, estás en buenas manos, confía en nosotros. Prométeme que vas a luchar.
El paciente sobrevivió.
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Jasmin Campos Díaz, Teresa Figuera y 60 personas más
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LLUEVE MANSAMENTE SOBRE EL CAMPOSANTO

 La Revista Digital Miseria ha publicado mi relato

LLUEVE MANSAMENTE SOBRE EL CAMPOSANTO
Llueve mansamente, sin parar; llueve sin ganas, pero con una infinita paciencia, como ha sido siempre: lluvia y sol, vida y muerte…; toda existencia forma parte de un ciclo.
“Era tan buena que hasta los ángeles lloran de pena”, suelta una amiga de la vieja. No sé si la finada era buena o no, tan sólo era mi vecina del octavo. Yo estoy aquí por Iris, mi amor, mi criatura dorada, la sobrina nieta de la muerta; no entiendo como no ha aparecido aún. Sé que ha de venir, no pasaba un mes sin que Iris no visitase a su anciana y solitaria tía. Una chica joven, bonita y con corazón; eso fue lo que me enamoró de ella.
Sí, ya llega, la tristeza aún la vuelve más bella. Mírame, te estoy sonriendo. No hagas eso, ver cómo que no me conoces, siete veces hemos coincidido en el ascensor; aún recuerdo tu perfume tenuemente dulce y nuestra última charla, cuando, tras hablar del tiempo que hacía, una cosa fue a la otra y, al final, me confesaste que tu tía adoraba escuchar mazurcas.
A ver si acaba este rollo y puedo abordarte, esta vez no me voy sin tu número de teléfono. No es cuestión de seguir asesinando a tu familia para conseguir que nos veamos. Mírame, no me ignores, no seas como las otras Iris, como la última, psicóloga de la cárcel, que dijo que yo daba en sus test un perfil de psicópata. En cuanto pude le hice una visita. Ahora yace en un nicho, feliz, eso creo; es lo que tienen las calaveras, que siempre están risueñas. Mírame Iris, te estoy sonriendo.

EN MIL PALABRAS

 La revista Marginalees en su número ocho ha publicado mi relatillo de terror

EN MIL PALABRAS
La carretera, acribillada de baches, serpenteaba el secarral inabarcable, árido y marrón, de geografía ondulada, semejante a un trozo de cartón mojado que se hubiese secado y deformado bajo el sol inclemente. Yo conducía mi ranchera sobre el desigual asfalto mientras renegaba, ¡maldita la hora en que se me ocurrió visitar el hospital de tuberculosos! Además, se había estropeado el aire acondicionado del vehículo y estaba sudando como ganado bajo un techo de uralita Y, de repente, tres un cambio de rasante, apareció la cafetería desvencijada y polvorienta a pie de carretera que, contra todo pronóstico, parecía abierta al público.
Tras la barra una señora de edad madura, bajita, cabezona, de rostro avinagrado, rictus de desprecio y cabellos largos y sucios. No había ningún cliente en aquel establecimiento de aspecto decadente. Si hubiesen sido otras las circunstancias, tal y cómo hubiese entrado en el local me habría marchado sin dilación. Eran las tres de la tarde, pero un reloj de pared con telarañas señalaba las doce en punto.
-Buenas tardes -dije acercándome a la barra, la mujer no contestó-. ¿Sería posible tomarme un café con hielo?
-Por supuesto.
Disolví el contenido del sobre de azúcar en el café y agregué el hielo.
-¡Hummm! ¡Qué bueno! Su café es delicioso -exclamé, gratamente sorprendido.
-Somos una cafetería, para nosotros el café es capital, una cuestión de vida o muerte –“Anda que no es exagerada”, pensé-. El que toma es colombiano -declaró.
-Se nota, muy rico.
-¿Y qué? ¿Ha venido para ver el hospital de tuberculosos? -me interrogó.
-Así es. ¡Menuda decepción! Un lugar vandalizado y del todo vulgar.
-¿Qué esperaba, fantasmas?
-No, esperaba encontrar inspiración y lo que hallé fue suciedad, desorden, destrucción, excrementos, grafitis y jeringuilla por el suelo.
-Les ocurre a todos.
-¿A todos?
-La decepción. Desde que ese tipo triunfó con su libro lleno de embustes acerca del hospital, con todas esas leyendas de voces y actividad paranormal, con esa enfermera de la muerte que se inventó, que recorría las sales de convalecencia, jeringuilla en mano para enviar a los pacientes a la muerte; todos los sonados vienen aquí a hacer turismo. Si no fuera por ellos, no tendría clientes. -“No me extraña”, pensé, preguntándome cómo diablos conseguía mantener el negocio abierto. La cafetería, de semblanza fantasmagórica, producía más inquietud que el destartalado edificio que acababa de visitar. Comencé a tomar mentalmente notas.
-Leí el libro -dije, tras una larga pausa-. Yo también creo que es un camelo.
-Sin embargo, es cierto que en el hospital ocurrían sucesos extraños.
-¿Cómo qué?
-Enfermos que se volvían locos y se suicidaban arrojándose desde la novena planta al jardín que denominaban “la jungla”.
-¡No me diga! -sonreí con escepticismo
-Usted es diferente -dijo, la camarera con un tono de hostilidad.
-¿En qué sentido?
-No cree nada acerca de las historias que se cuentan. No es el enésimo morboso que ha venido a curiosear.
-No creo en esas paparruchadas. Soy escritor y si decidí visitar el hospital fue, como ya le he dicho, para inspirarme; he de escribir un relato de terror para un concurso en mil palabras exactas incluido el título ¿Cómo se puede retratar el terror en mil palabras?
-A veces una sola palabra es suficiente.
-¡Ah!¿sí? Además de camarera, veo que imparte talleres literarios -lancé la frase con el tono de mayor sarcasmo que fui capaz. “¡Vaya personaje!”, pensé. Una camarera palurda enseñando como se escribe a un escritor consagrado.
-Espere, le pondré otro café. Va por cuenta de la casa –“¡Qué mujer tan idiota!”, la acabo de ofender y no se ha percatado.
La camarera me sirvió una segunda taza, fue entonces cuando leí su nombre grabado en letras negras en el broche lila que llevaba prendido en la blusa: “Jezabel” –“¡Hay que joderse! -me dije- Si hasta el nombre lo tiene de arpía”. Y supe, entonces, que debería inventar una historia acerca de aquella cafetería y su estrafalaria dueña.
-Gracias.
-En esta comarca siempre han ocurrido cosas misteriosas.
-Dígame. -Pensé que a todos los tontos e ignorantes les gusta fantasear con lo mistérico.
-Cuando cae la noche, en la siguiente curva, en dirección a la capital, aparece una chica que hace autostop.
-¡No me joda! -Aquello era ya demasiado, la puta leyenda urbana de la chica de la curva. -¿Y qué más?
-Yo, por ejemplo, tengo poderes. -“Lo que me faltaba”, me dije. Miré hacia la puerta, me acabaría el café y me iría; la camarera, pese a sus posibilidades narrativas, ya se estaba poniendo cargante. -Soy mentalista, puedo adivinar el pensamiento de las personas.
-¿Y en qué estoy pensando? -la reté.
-Usted me desprecia y desprecia a sus lectores. - Sonreí. Las dos afirmaciones eran ciertas. Escribía historias de terror, un subgénero que aborrecía con toda mi alma, tras haber incursionado infructuosamente en la novela psicológica. Consideraba que el terror en la literatura era, en un lector adolescente algo parecido al acné o a la masturbación compulsiva; una costumbre fea e irritante, pero disculpable debido a la edad del sujeto. En cambio, sostenía que en un lector adulto el consumo de esa misma literatura reflejaba su inmadurez, mal gusto, carácter crédulo y adicción a las emociones baratas. Escribía cuentos de miedo porque por algún oscuro motivo se me daba bien y porque era muy fácil componerlos. Desde que murió Edgar Allan Poe la literatura de terror no era otra cosa que el manosear una y mil veces los tópicos y los clichés que el genio de Baltimore, primero, e Hijo Puta Lovecraft, después, habían dejado fijados como cánones incombustibles; aderezados, posteriormente, con vampiros, psicópatas y zombis.
-Se equivoca, no la desprecio -mentí hipócritamente mientras me preguntaba por qué seguía charlando con aquella cretina paranoica.
-Le dije que una sola palabra basta para describir el horror y no me creyó. La palabra que busca es… arsénico.
-¿Arsénico?
-He envenado con arsénico el café que se está tomando.
-Se trata de una broma, ¿verdad?
Jezabel sonrió de manera enigmática y dijo:
-Querido, muy pronto lo sabrá.

Marginalees Edición N°8
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