viernes, 30 de abril de 2021

miércoles, 28 de abril de 2021

NO PASA NADA

 La revista universitaria de divulgación cultural "Enchiridión" ha publicado en su número 14 mi relato

NO PASA NADA
Sólo caben dos explicaciones a lo que acaba de ocurrir y ambas son sendas pesadillas: La cucaracha se ha comido al chico o Gregorio Samsa se ha convertido en un escarabajo. La intuición materna dictamina que ha pasado lo segundo, así que la madre hace jurar a la familia Samsa, reunida en cónclave, que ayudarán y protegerán al bicharraco. “Es sangre de nuestra sangre, carne de nuestra carne. Somos una familia”, sentencia la matriarca. Aunque, claro, el mundo no está preparado para asimilar aquella metamorfosis. En Praga apenas toleran a los judíos, mucho menos aceptarán en sociedad a un insecto de metro setenta de longitud. Gregorio ha de permanecer oculto y encerrado en su habitación. Le darán de comer lonchas de embutido, que es lo único que pasa por debajo de la puerta. Greta, su hermana, promete que le tocará el violín para que no se deprima.
A miles de kilómetros y cien años de distancia, el grupo de científicos contemplan estupefactos el resultado de su experimento. “¿Qué es ese ser?” y “¿A dónde cojones ha ido a parar la cucaracha?”, se preguntan.
“¡No pasa nada! Así avanza la ciencia, por ensayo y error”, proclama el doctor Sanchezstein, director del laboratorio, sujeto amoral del que se rumorea que plagió su tesis.
¿No pasa nada? Precisamente por eso escogieron un bicho asqueroso, por si pasaba algo que no debía pasar. Nadie lloraría a una cucaracha.
“La cucaracha, la cucaracha / ya no puede caminar / porque no tiene / porque le faltan / las dos patitas de atrás…”, canturrea por lo bajo el doctor Sanchezstein mientras observa a través de la lupa al ser subliliputiense que gesticula, agita los brazos y pega saltitos. Un pie de rey revela la altura de la miniatura viviente: dos centímetros.
Por fin el becario ha traído un micrófono hipersensible del laboratorio de electrónica y pueden escuchar lo que grita aquel duendecillo: “Me llamo Gregorio Samsa, soy viajante de comercio, vecino de Praga…”
“¡No pasa nada! -vuelve a proclamar el doctor Sanchezstein con tono radiante- La máquina está en fase de pruebas. Unos pocos ajustes en las coordenadas espacio-temporales y haremos realidad el sueño de la teletransportación”
“No pasa nada, dice. ¿Y cómo van a explicar la aparición del hombrecillo?”, se preguntan el resto del equipo. El gnomo, o lo que sea, asegura que estaba tan tranquilo durmiendo en su casa -va descalzo y viste lo que parece un pijama-. Además, ya es la segunda vez que la cagan. El anterior director del laboratorio, el doctor Seth Brundle, se saltó temerariamente la fase de experimentación con animales y se hizo teletransportar sin percatarse de que le acompañaba una mosca que se coló en la cabina transmisora. Se mezclaron las moléculas del científico y las del insecto y…, ¡en fin!…, ¡Menudo desastre! Después de aquello casi cancelan el proyecto. Pero no hay mal que por bien no venga y Hollywood compró los derechos de la pifia para rodar una película que titularon “La mosca”, lo que proporcionó una buena financiación al laboratorio. Pero bueno…, esa ya es otra historia.

miércoles, 21 de abril de 2021

ATAVIA

ATAVIA

 

Atavia es una comarca desolada, remota e inhóspita, de una orografía endiablada y agreste, serpenteada por caminos polvorientos y solitarios. Arrastra la sedienta comarca una pertinaz y secular sequía de la que es heraldo un implacable sol de justicia y plomo que requema las pieles agrietadas de sus habitantes. El paisaje es yermo, un eterno páramo, apenas tachonado por una pelusilla de vegetación rala, una antipática retahíla de malas hierbas. Como si de una condena mitológica se tratase, los lugareños golpean obstinados con su azada los suelos ingratos tratando de hacer brotar de ellos algo que llevarse a las bocas, a la vera de pozos y cauces de ríos, secos desde tiempos inmemoriales.

 

Escasea la fauna en Atavia, quitando algún perro vagabundo y sarnoso y diversos lagartos roqueros. Sin embargo, abundan las aves que silban con su vuelo suspendidas en el aire recalentado. Zopilotes que avizoran carroña o estorninos que devoran las semillas que esparcen los labriegos en sus terruños. También se avistan los tordos y algún que otro cuervo extraviado que imita, tétricamente, desconocidas voces humanas.

 

En Atavia se respira la ausencia de Dios y apenas la pueblan exiguos puñados de hombres sin otra ley para regirse que la del Talión. Los escasos caseríos son aldeas paupérrimas, miserables apiñamientos de casuchas ocres de paredes terrosas, aplastadas entre el paisaje y un cielo de un azul hondo y despiadado. Una iglesia desvencijada que llora un cementerio anexo, la polvorienta plaza con su fuente seca y algunas casas fantasmales, concretan la aldehuela. Todo es decadencia, abandono y sombras. A veces, de manera extraña, en noches sin estrellas, un inquietante horizonte de perros ladra sin causa.

 

Los atávicos acostumbran a ser silentes, hablan poco y con frases cortas y sentenciosas, en sus dialectos vernáculos, más que nada para confirmar el paisaje por el que deambulan y expresar su fatalidad y su fatalismo. Suelen maldecir el cielo con imprecaciones y léxico de arrieros.

 

Los hombres son extremadamente machos y libérrimos, sin más amos que sus instintos a los que obedecen ciegamente, ni más blasón que su orgullo, al que se aferran con fiereza. Los atávicos son telúricos, una emanación de la tierra misma, un complemento del paisaje, fauna autóctona, víctimas de un determinismo ciego.

Las mujeres, hierberas, cofres de supersticiones ancestrales, son fantasmas vestidas de negro y se les puede vislumbrar rezando el rosario en la iglesia al abrigo de la penumbra tibia o son meretrices que ejercen en sucios y abandonados galpones, dispuestas a recibir en sus entrañas la vesania que ellos derraman.

 

Metafóricamente los hombres de Atavia nacen huérfanos, pero conforman sagas, estirpes malditas, linajes enfrentados durante generaciones, macerando odios que son como sudores viejos adheridos a la piel y que terminan ineluctablemente en estallidos de sangre y furia, en muertes anunciadas y masacres catárticas. Las familias acumulan siglos de soledad, de secretos, de incestos e hijos bastardos.

 

Desconocen el amor y sus cortejos se cuentan en raptos y violaciones. Como mucho, se sienten abrasados por ocasionales pasiones enloquecedoras que los abocan inevitablemente al asesinato y al suicidio.

 

El hombre atávico es violento por naturaleza y es propenso a la riña y a la jactancia pendenciera avivada por el alcohol. Siempre aparece un destello de metal de algún arma que aflora en la contienda, ya sea una carabina mexicana o una navaja albaceteña. La vida del atávico es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.

 

No busquéis Atavia en los mapas, no la encontraréis; su territorio está en la imaginación exuberante y calenturienta de los escritores, en la tinta de los libros, en la codicia de los editores, en el boom de la mercadotecnia, en la adulación de los críticos y en la molicie y pereza intelectual de los lectores esnobs de clase media. Atavia es un tópico literario que seduce a los que confunden el exceso de adjetivación tremebunda con la literatura con mayúsculas.

  Mi relato "Atavia" me está proporcionando diversas alegrías. Primero quedó finalista en el VIII Concurso Relato Breve Projecte LOC/ Ayuntamiento de Cornellá (2020) y en este mismo mes de abril de 2021   ha quedado segundo premio en IV concurso de relato breve y ha sido publicado en la revista "Raíces", publicación del Centro cultural mexicano de Santa Ana, California, Estados Unidos.


https://www.revistaraices.com/post/atavia-h%C3%A9ctor-daniel-olivera-campos?fbclid=IwAR3dBbjV_jFQ_0kt6NSL-oOpp2EUC5NzZ7yIx1Y_eDJA_C0fbMRYdQwA6CY

martes, 20 de abril de 2021

TITIVILUS

 La revista "Letras y demonios" en su decimoprimer número ha publicado mi relato.

TITIVILUS
Había llegado el día glorioso de la Apocalipsis. En el gran salón ajedrezado, la jauría de demonios aullaba y se agitaba como una ola maligna. A Satanás le costó hacerse oír y respetar ¡había tanta soberbia junta! Raudo, el Príncipe de los Infiernos despachó cargos, jerarquías y funciones. Recibieron los diplomas acreditativos, entre otros:
Abigor, demonio superior, Duque de los infiernos, hermoso caballero que lleva lanza de estandarte y cabalga sobre un monstruo alado. Manda sobre sesenta legiones infernales. Conocedor del porvenir y los secretos de la guerra.
Abraxas, demonio coronado al que se le invoca con la fórmula de Abracadabra.
Agares, Gran Duque de las regiones del este del infierno. Comandante de treinta y una legiones infernales. Otorga propiedades, poder, títulos, incita al baile y enseña todos los lenguajes. Monta un cocodrilo y lleva un halcón en su puño.
Agramon, demonio del miedo.
Aini, Duque infernal con tres cabezas; la primera de serpiente, la segunda de hombre, con dos estrellas en la frente, y la tercera de gato. Monta una serpiente y carga un atizador flameante con el que causa destrucción.
Alocer, Gran Duque de los infiernos, caballero cornudo con cabeza de león. Mando sobre treinta y seis legiones. Su caballo con patas de dragón es enorme. Enseña los secretos del cielo.
Alouqua, demonio femenino, súcubo y vampiro, que conduce a los hombres al suicidio.
Y así, hasta setenta y dos demonios. Satanás estaba agotado. Al fondo de la sala quedaba un demonio, diríase que tímido, pues bajaba la cabeza y no se atrevía a acercarse a la tribuna infernal desde la que el Príncipe de las Tinieblas había otorgado poder y maldad a sus subalternos.
-¡Usted, venga aquí! –ordenó El Maligno-. ¿Cómo se llama?
-Ti…, ti… vilus –balbuceó el demonio en un susurro, sin levantar la vista del suelo.
-No le oigo. ¡Coño!
-Titivilus para servirle a usted –se presentó el demonio con modestia.
Satanás no estaba seguro que fuera un demonio auténtico, no era la primera vez que se les colaba un intruso. Cuando San Mamés, que iba siempre borracho, sustituía a San Pedro en las funciones de portero celestial solían producirse aquellas asignaciones falsas.
El Maligno levantó el flequillo de crines de la frente y comprobó que no aparecía la cifra reglamentaria del 666 que certificaba su denominación de origen infernal. ¡Demonios, un gazapo!
-No llevas inscrito el número de la Bestia –se encaró Satanás con Titivilus.
-Sí lo llevo, pero no en la frente.
-¿Dónde? No lo veo.
-En el pompis –se sonrojó TitivIlus.
¡¿Qué?! ¿Qué clase de demonio trapero era aquél que no podía pronunciar la palabra culo? Y antes de que Satanás pudiera replicar nada, estupefacto ante semejante gazmoñería, Titivilus, rojo de vergüenza, se bajó los leotardos de estampado felino y le mostró la cifra apocalíptica grabada a fuego en la nalga izquierda.
“Pues sí, es un demonio”, se dijo a sí mismo, El Maligno. Nadie lo diría: el rabo entre las piernas, las alas caídas, los cuernos desconchados; y aquella actitud apocada. El tipo daba realmente pena. “¡Pobre diablo! Qué desplazado que se debe sentir entre tanto insolente”, pensó Satanás, que comenzó a sentir compasión por TitivIlus.
-Alteza, yo también quiero hacer el mal…, si puede ser –solicitó con humildad el demoniete.
Satanás consultó en su cartapacio. A cada demonio se le había atribuido el causar un mal concreto a la humanidad. No quedaba cargo ni función alguna para aquel rezagado.
El Maligno se compadeció de su actitud timorata y a la vez suplicante. Le rompía el corazón a cualquiera. ¿Qué flagelo podía poner en las manos de aquel desgraciado?
-Tú, Titivilus, tendrás el poder de…, el poder de….
-¿De qué? Satánica Majestad.
-De provocar erratas y faltas de ortografía. –se le ocurrió de pronto a Satanás.
-Gracias, gracias, Gran Cabrón. –Se iluminó de alegría el rostro de TitivIlus que no paraba de besar las pezuñas de Satanás.
-¡Basta! No me gusta que me babeen –simuló severidad el Maligno- ¡Lárgate!
Con qué poca cosa había hecho feliz a aquel demoniete, pensó el Príncipe de los Infiernos, congratulándose con sus propios actos, mientras recordaba con nostalgia su época de ángel caído. ¡Hay que joderse! En el día de la Apocalipsis, había hecho la buena acción del día y, además, le acababan de hacer un calvo a él, ¡a Satanás!

viernes, 16 de abril de 2021

ALAS DE MARIPOSA



ALAS DE MARIPOSA

 

Residían a miles de kilómetros en el uno del otro. Tras un año de coqueteos y mensajes a través del chat privado de Facebook se encontraron en persona en Ciudad Rodrigo, donde ella residía. El chico se había enamorado de la muchacha, creía que era mágica. Pasaron juntos un fin de semana. No era una ciudad romántica, albergaba un museo del orinal.

 

Su amada le resultó esnob, superficial, vehemente y pretenciosa, sus ideas eran prestadas y gregarias. Por no comentar que su foto de perfil contaba con, al menos, diez años de antigüedad. Todo había sido apariencia. Un vendaval de desilusión abatió al hombre.  El retrato que el amor había pintado sobre un invisible lienzo de esperanzas no se correspondía con la modelo.

 

En el tren, de regreso a su domicilio, el hombre reflexionó acerca del deseo, ese sentimiento tortuoso que tiende hábilmente sus trampas, férula que domina y nubla el entendimiento. También recordó que, siendo niño, una vez, tocó las alas de una mariposa que perdieron su polvo mágico y el insecto dejó de volar para siempre.


Publicado en la revista mexicana "Alas de mariposa".


https://fb.watch/4VuBdGfN6D/

miércoles, 14 de abril de 2021

DESILUSIÓN

 La revista Rito ha publicado mi relato

DESILUSIÓN
Graciela atesoraba una belleza serena, hermosa en su armonía, simple como su cabello largo y castaño. No era una mujer despampanante, pero atraía las miradas masculinas como el papel blanco a la tinta. Reservada, mantenía privado su perfil en las redes sociales, oficiando una discreción inédita en la era del espectáculo y el exhibicionismo. Tampoco solía publicar fotografías de sí misma, en parte porque los hombres, azorados por su hermosura, se lanzaban en picado sobre su perfil con el ímpetu de stukas sobre ciudades indefensas. Quien deseara conquistarla debería alabar su inteligencia, no su belleza.
Bibliófilo era el nombre de guerra tras el que se escondía el hombre en su trinchera de una conocida red social. Y ella, que prefería pasar una tarde en una librería a invertirla en un centro comercial, se sintió levemente interesada por el icono sin rostro. Un intercambio de opiniones y comentarios. Un repaso a su historial digital, una amistad virtual aceptada; todo se dio para que ella valorara la cultura, la inteligencia, la ironía y la lucidez del hombre. No, no se le podía llamar todavía amor, pero una curiosidad adictiva colocaba alfileres de interés en la seda de sus sentimientos femeninos.
Se intercambiaron mensajes en el chat privado y sus senderos fueron convergiendo; una similitud de pareceres, referentes, gustos, aficiones e, incluso, temperamentos análogos, parecían hondar en la mutua amistad. Quizás no fueran almas gemelas, pero, desde luego, eran espíritus que se reconocen.
Ella le envió una foto. Él se sorprendió de que fuera tan joven y hermosa. Al parecer, tenía sus prejuicios machistas, aunque de bajo octanaje; se le antojaba difícil que una mujer bonita fuera intelectual.
Él se resistió a revelar su imagen. Graciela ya le había puesto rostro en su imaginación y lo pintaba joven; el cabello negro, despeinado y rebelde; quizás con una perilla decimonónica de poeta romántico fugado de un daguerrotipo; la mirada avizorando ensueños. La rebeldía, la vehemencia, el inconformismo y el humor cáustico del hombre que desvelaba en su perfil encajaba -pensaba Graciela- con aquel modelo idealizado.
Bibliófilo le mandó su foto al fin, tras innumerables ruegos por parte de la joven. Era una cara ancha como una hogaza de pan con gafas de miope y, en el rictus, la pose y la curvatura de los labios, en los que se mostraba esculpido todo el cansancio y las derrotas de los años vividos por un hombre de mediana edad. Era el rostro de la mediocridad rampante que desmentía sus poses marchitas de juventud, su patético aferramiento a lo que una vez se creyó. Y lo peor no fue para la chica la decepción que le causó su aspecto, sino verse desmentida en sus creencias, admitir que el físico importa y que el espíritu no lo puede todo y no enamora siempre. Gabriela lo eliminó de su lista de amigos.

INYECCIÓN DE LIQUIDEZ

 Mi relato "Inyección de líquidez" forma parte de la compilación que ha realizado la Revista mexicana Aion. 


https://aion.mx/ebooks/ebook-cuento-microrrelato-y-poesia

TERAPIA

 

-Voy a terapia -le confesó el lobo a Caperucita cuando ambos se encontraron en el supermercado. -Perdóname por devorar a tu abuelita. Es que yo antes era feroz por culpa de la educación heteropatriarcal que había recibido.  Ahora me dedico a visitar a abuelitas que viven solas para hacerles compañía, es parte fundamental de mi terapia.

-¿Y no tienes la tentación de comértelas? -le preguntó la niña.

-No, jamás, me he rehabilitado.

 

Caperucita se inquietó cuando el lobo ex feroz compró un bote de bicarbonato de tamaño familiar.


https://www.periferia-rvst.com/post/terapia

domingo, 11 de abril de 2021

CUARENTENA, DÍA SESENTA.

 Obra colectiva editada por la revista argentina "Esperanta" en la que participó con mi microrrelato "Cuarentena, día sesenta".

Puede ser una imagen de texto que dice "Mientras tanto la Pandemia Relatos de Cuarentena OBRA COLECTIVA Compiladora Luciana Lucero DOWGANE4 DONDANIEL Mientras tanto la pandemia ESPERANTA Revis"
𝐌𝐈𝐄𝐍𝐓𝐑𝐀𝐒 𝐓𝐀𝐍𝐓𝐎 𝐋𝐀 𝐏𝐀𝐍𝐃𝐄𝐌𝐈𝐀 Relatos de Cuarentena Obra Colectiva,
Luciana Lucero
(Compiladora): La propuesta surgió como una “inquietud”, “dejar un registro escri…
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SOY UNA VOZ EMERGENTE DE LA LITERATURA

 


Antología "Voces emergentes de la literatura"

Relato Breve

 



lunes, 5 de abril de 2021

APESTA

 La revista mexicana "El cuarto del muerto" ha publicado en su número siete mi relato

APESTA
En el mundillo de la poesía, en el que las ventas son siempre magras y el público minoritario, un premio literario generosamente dotado no pasa desapercibido. Cuando se falló el Premio Espesa de poesía, miles de pares de ojos se volcaron a escrutar el veredicto. Fue una sorpresa que el premio se le concediera a un tal Leonardo Cagaliere, poetrasto de ínfima categoría y absolutamente desconocido, incluso en los cenáculos más avezados en autores emergentes. Enseguida comenzaron las disquisiciones y las suspicacias.
Para empezar, “Cazando moscas”, el poemario galardonado con veinte mil euros, era un inarticulado amontonamiento de versos deslavazados sin atisbo de métrica ni cláusula rítmica alguna, de léxico paupérrimo y que, ni tan siquiera, alcanzaban el nivel despreciable de frase de carpeta de instituto de secundaria en la que se habían hecho famosos la caterva de fotogénicos poetuchos regurgitados por Instagram, autores de versos sensiblones de tecla intro y barra espaciadora. Basura textual que constituía un insulto a la poesía llamarla poesía, a la que había que sumar que ni Dios conocía al autor; nadie del mundo editorial, ni lectores de poesía en Internet, ni los adolescentes adictos a los bardos virales. Contaba, eso sí, con un puñado fotos de estudio en una cuenta de Instagram, abierta dos semanas antes de la concesión del premio, en las que posaba como un modelo de colonia barata y que, sorprendentemente, contaba con seiscientos sesenta y seis mil seguidores.
Las circunstancias aludidas dieron pábulo a las sospechas: ¿Quién o qué se escondía tras el nombre de Leonardo Cagaliere? ¿Un pseudónimo, un escritor fantasma, una invención editorial, un hombre de paja, un oportunista que se había hecho visible en las redes comprando miles de seguidores y que se le había colado a un jurado que tan sólo había atendido a la cantidad de followers? ¿Podía tratarse de un robot? Esta última pregunta, en apariencia disparatada, no lo era tanto: ya que existían programas informáticos que combinaban aleatoriamente palabras hasta producir un fraseo vagamente lírico, resultado compatible con los versos exhibidos en “Cazando moscas”. El que el noventa y cinco por ciento de sus seguidores procedieran de la autoproclamada república rusa de Transdniéster y de Corea del Norte, más otro cuatro por ciento de Laos, contribuía a cimentar los recelos.
Ante el revuelo desatado, la editorial convocante del premio literario se vio obligada a emitir un comunicado en el que aseguraba que Leonardo Cagaliere no era un robot y existía en su condición humana. A lo que añadían que el autor galardonado se hallaba retenido por causas no aclaradas en una dictadura populista tropical, lo que le impedía ir a recoger personalmente el premio. El comunicado editorial lejos de aplacar las suspicacias, las enervó. Corrió con fuerza el rumor que se hallaba escondido en España, retenido contra su voluntad en un piso franco propiedad de la firma editorial.
Y cuando más bullía la polémica llegó el vídeo, emitido por la editorial; en él, un chico que sostenía ser Leonardo Cagaliere, con un leve parecido al que aparecía fotografiado en su perfil de Instagram, aunque mucho menos guapo, afirmaba, con voz monótona y acento empalagoso, en un breve mensaje de menos de cuarenta segundos, que soñó con que ganaba el premio y eso le animó a presentarse y que su galardón era una prueba de que los sueños se cumplían.
El vídeo, lejos de convencer, encendió aún más el debate. Apareció una segunda grabación, esta vez en el perfil de Instagram del autor, en la que confesaba que sufría un trastorno social por evitación que había degenerado en una fobia social y en una depresión crónica, etiología que le impedía ir a recoger el premio en persona. Desorden mental que se estaba agravando por culpa del ciber-bullyng al que se estaba viendo sometido con las acusaciones de ser un robot. También aseguraba que él había ganado el premio en buena lid y que los que criticaban su “magna obra” eran unos “envidiosos de mierda”. Al final de la grabación acercaba el rostro a la cámara y, de forma perturbadora, gritaba: “¡No soy un robot, soy un ser humano!”, en un tono tan patético y desgarrado que a muchos le recordó una escena cumbre de la película El hombre elefante.
La controversia en las redes no cesó. Al mes Cagaliere irrumpió con un tercer vídeo, en él aparecía con la cabeza rapada al cero y vestido con una camiseta imperio llena de manchas y se limitaba a repetir, blandiendo una pistola con la que encañonaba a la cámara y a su sien, alternativamente: “¿Me estás hablando a mí, me estás hablando a mí? ¿Me estás llamando robot, me estás llamando robot?”. Después, nada más se supo.
Al cabo de tres meses de la última señal de vida de Cagaliere, los efluvios a podredumbre que se enseñoreaban de un edificio de apartamentos de Madrid hicieron reaccionar a los habitantes del mismo, quienes llamaron a policía, bomberos y servicios sociales. Las miasmas brotaban de un apartamento de la cuarta planta, que los vecinos creían deshabitado. Forzada la puerta, la policía halló un cadáver apestoso al lado a una pistola. Un vídeo a modo de nota de suicidio, junto a su pasaporte, atestiguaban que el difunto era Leonardo Cagaliere, poeta en avanzado estado de descomposición, muerto por su propia mano por un disparo a quemarropa en la sien, incapaz de soportar que le tildasen continuamente de robot en las redes sociales. Un revoltijo de gusanos daba cuenta del cuerpo y constituían sus orgánicos y verdaderos seguidores. El pestazo del muerto tardó un mes en disiparse, el hedor nauseabundo a corrupción del premio literario se quedó retestinado para siempre.