Muy recomendable...
jueves, 29 de diciembre de 2022
RESEÑA DE LA POETA AMELIA DE QUEROL OROZCO A MI NOVELA "EL EQUÍVOCO. EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET".
lunes, 26 de diciembre de 2022
TITÍVULUS
La revista chilena Filopóiesis ha publicado en su blog mi relato
viernes, 16 de diciembre de 2022
RECORDANDO EL IX CONCURSO DE MICRORRELATOS DE PARADA DE SIL
Buceando por internet he encontrado esta noticia referida al IX concurso de relatos que gané el año pasado en Parada de Sil. No conocía este reporte y si lo reprodujo aquí es porque la fotografía que acompaña de los cañones del Sil me gusta, aunque es apenas un pálido reflejo de la belleza agreste e indómita de aquellos parajes.
Héctor Daniel Olivera, Catarina Cortizas y Luis Gispert Macián premiados en el XI CONCURSO DE MICRORRELATOS PARADA DE SIL
LAREGION.ES / El Concello de Parada de Sil celebró recientemente el acto solemne de entrega de premios de la novena edición del concurso de microrrelatos Parada de Sil Ribeira Sacra, resultando ganador el escrito catalán Héctor Daniel Olivera Campos por su obra “Metales pesados”. El segundo premio para “Os ollos do pasado”, de Catarina Cortizas (Chantada), y el tercero para “Amo a mi Sil”, de Luis Gispert Macián (Segorbe, Castellón).
“Cuando uno llega a Parada de Sil, se da cuenta de la cantidad de patrimonio monumental, arquitectónico, paisajístico y cultural que el Concello está gestionado a pesar de su pequeño tamaño”, destacó Héctor Daniel Olivera tras recoger el galardón de manos del alcalde de Parada de Sil, Aquilino Domínguez, que subrayó la apuesta del municipio por la cultura, “xa que todos os fondos adicados non os consideramos un gasto, senón un investimento de futuro”.
El jurado estuvo presidido, como es habitual en este premio, por el profesor Antonio Carreño; el exdirector del instituto Otero Pedrayo Arturo Fernández; y el escritor Delfín Caseiro. El concejal de Cultura, Francisco Magide avanzó que la apuesta por el certamen “permítenos mirar o futuro con optimismo”, destacando el retorno que la iniciativa deja en Parada de Sil.
LAS PRIMERAS CINCO PÁGINAS DE MI NOVELA "EL EQUÍVOCO (EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET)".
Mi nombre es Judas. También soy conocido como Tomás o Dídimo, que en arameo y griego significan, respectivamente, “el gemelo”. Soy el hermano gemelo de Jesús de Nazaret. Y en estas escrituras narro la historia verídica del que es conocido como “el Cristo”.
Un equívoco se propaga por todas las naciones. Y en el nombre de este equívoco hay quien es perseguido, sufre tormento y es conducido a la muerte. Es vital que la verdad irrumpa y se afiance en los corazones de los hombres, sobre todo ahora que se cuentan tantas historias falsas acerca de mi hermano.
Por citar tan solo una de las mentiras que se han vertido, basta mencionar el relato que el apóstol Juan hace de las andanzas de su Maestro. Juan afirma que había un discípulo a quién Jesús amaba –al que no nombra, aunque parece referirse a sí mismo–, insinuando que entre el Maestro y el discípulo pudiera haber existido una relación que fue más allá de lo fraterno, similar a la que practican muchos griegos.
Desenmascarar, pues, el fraude en todas sus facetas es el propósito que persigo con mi testimonio. Sé que mi cobardía durante estos años pasados no tiene disculpa, pero no me ha sido posible alzar la voz hasta que he traspasado las fronteras del mundo conocido; de haberlo hecho antes hubiese acabado como mi hermano –aunque también admito, para mi vergüenza, que he tardado demasiado, que he dudado en exceso antes de tomar el cálamo–. Sin más dilación, comience aquí mi Evangelio:
Es difícil describir lo que supone tener un hermano gemelo, piensen por un momento que esa pálida imagen que contemplan ante el bruñido espejo no fuese tan solo un reflejo mudo y plano, sino que hubiese otra persona con ese rostro, los mismos ojos, idéntico color de pelo, la misma curva de la boca, que incluso bostezara igual que uno. Otra persona que hubiese estado a su lado desde siempre y en todo momento, que anduviese, vistiese y se moviese de una manera pareja a la suya. Si hubiesen vivido esa experiencia comprenderían que un gemelo no es un hermano ordinario y, entonces, sabrían, con rotundidad, que la relación con ese hermano sería el vínculo más especial que hubieran podido establecer jamás con persona alguna.
El Señor me había bendecido con la existencia de mi hermano Jesús –cuyo nombre significa “Dios salva”–, aunque aquella fue una vivencia malograda, pues ya en mi más remota infancia se fue abriendo entre ambos un foso que nos separó de una manera casi violenta. En cuanto tuve uso de razón me percaté de que mi hermano no era como yo, en muchos aspectos, ni era como otros niños; mi hermano era diferente. El que crea dirá que, siendo el Hijo de Dios, no podía ser igual que el resto de mortales; pero no es eso a lo que me refiero. Jamás advertí en mi hermano nada maravilloso ni sobrenatural pues comía, bebía, dormía y le afligían las necesidades del cuerpo igual que a cualquier semejante. Nadie lo investigó tanto como yo y no encontré en él nada milagroso. Mi hermano era especial porque era distinto, era mucho más sensible que lo que suele ser el común de los humanos. Así, desde niños fueron divergiendo nuestros caracteres. Jesús: reservado, generoso, compasivo, reflexivo, inteligente, pacífico, dispuesto siempre a contemplar la luz en los demás. En cambio, yo: jactancioso, egoísta, cruel, desconfiado, impulsivo, astuto, violento, duro.
Fueron mis padres, y en particular mi madre, los primeros en descubrir que mi hermano era diferente. Se hace difícil comprender que, en ocasiones, los padres no traten a los hijos por igual pese a sus deseos más sinceros en ese sentido. El hijo tullido, el enfermizo, el descarriado, aquel con más dificultades para valerse en la vida, recibirá una mayor porción de atención, cariño y disculpa que los demás. Por aparecer, mi hermano, en primer lugar, a la luz del mundo desde el útero materno, él era el primogénito; pero las obligaciones, responsabilidades y asperezas de la primogenitura recayeron sobre mis hombros, mientras que Jesús era protegido y mimado hasta el ridículo por nuestra madre. Yo me moría de celos, pero nuestra madre, lejos de negar que le amaba más que a mí, me contaba que un ángel se le había presentado siendo ella virgen para anunciarle que Jesús sería llamado Hijo de Dios y reinaría sobre la casa de Jacob. Revelación a la que mi progenitora añadía otras señales que corroboraban la excepcionalidad y santidad de mi hermano, como aquella que nos explicaba que Jesús nació con abundancia de cabello y yo casi calvo. Todo esto me fue dicho a una edad en que uno se cree cualquier cosa que le digan los padres. Es lógico que yo sufriera pues no entendía por qué el ángel había encumbrado a mi hermano, mientras a mí se me relegaba, siendo ambos tan idénticos (nadie ajeno a la familia nos distinguía, aunque quizás los ángeles sí pudieran hacerlo). Y soñaba con un tropel de seres celestiales que, en mis sueños, corregían la primigenia injusticia, y yo tomaba la posición de mi hermano mientras que él se desvanecía y era mío, entonces, el trono de David. Durante el día, cuando mis padres miraban para otra parte, aprovechaba para atizar a mi hermano cuanto podía; él lloraba, y mi padre, que sabía lo que yo había hecho, me propinaba, sin tan siquiera preguntarme por mi maldad, un correctivo con una vara de olivo que tenía preparada para tal fin. Desde que tuve uso de razón supe que mi madre era una mujer herida y que detrás de aquella historia increíble que nos narraba, latía un oscuro y vergonzante secreto de familia.
Mis lamentaciones no se agotaban en el seno de mi familia. Mi hermano era diferente y la diferencia se paga. Y si esa diferencia consiste en una mayor sensibilidad y bondad, entonces se paga doblemente. Los niños, con su crueldad inocente e implacable, tienen un olfato finísimo para identificar y dañar al que es distinto. Mi hermano Jesús sufrió el acoso por parte de los críos de mi aldea apenas supo caminar; se burlaban de él y le maltrataban, le apodaron “el niño loco”. Además, para agravar la situación, Nazaret al completo sabía que mi madre se había casado con mi padre estando embarazada de otro hombre –del que nunca se conoció su identidad porque mi madre jamás la reveló–; y era por ello que nuestros vecinos añadían a nuestro nombre el apelativo de “hijo de María”, mientras que mis otros hermanos fueron conocidos como “hijos de José”. Sin embargo, a mi madre la acabaron tolerando pese a su condición de pecadora, por pura conveniencia, por ser ella la única mujer de la localidad que peinaba, cortaba y arreglaba los cabellos con ocasión de las bodas y otras ceremonias solemnes y por ser su esposo el único carpintero y albañil de la aldea; y eso, a pesar de que Anás, el escriba, jamás cejó de soliviantar al pueblo exigiendo nuestra expulsión del vecindario, acusando a nuestra familia de ser un mal ejemplo, “la vergüenza de Nazaret”. Bien es sabido que el interés y la conveniencia –y también el dinero, aunque no fuera este el caso, – vuelven respetables a aquellos que no deberían serlo conforme a sus faltas. En cambio, a nosotros dos, a sus hijos, los niños de Nazaret –que no se sentían concernidos a mostrarse hipócritas o condescendientes– nos recordaban nuestra bastardía con una cotidianidad de insultos y golpes, agravadas las ofensas por el silencio cómplice de mis padres que nunca levantaron un dedo para defendernos, ya que mi madre, en tanto que adúltera, vivía como una judía entre gentiles, al resguardo de una tolerancia frágil que podía decaer en cualquier momento. Para hacer más hiriente la situación de Jesús y la mía, he de añadir que nuestros hermanos Santiago, José, Simón, Salomé y Susana, que nunca fueron molestados por nadie, –ya que eran hijos legítimos–, rara vez se preocuparon en acudir en nuestro auxilio, demostrando su escasa lealtad fraternal.
En lo que a mí se refiere, deciros que yo no daba abasto rescatando a Jesús, una y otra vez, de algún altercado en el que era golpeado por los niños de la vecindad; no por amor a él, sino por salvaguardar el maltrecho orgullo de la familia. Y era habitual que, tras el incidente, fuera yo el que golpeaba a mi hermano por su indignidad al no defenderse ante quienes le acometían. No diré que Jesús fuera cobarde, pues no huía y se enfrentaba con palabras firmes a sus agresores, pero no recurría a la violencia. Una vez que le reproché su actitud, me respondió que él, las bofetadas, las daba sin manos. Yo, que por defenderlo andaba sangrando profusamente por la nariz y por la ceja izquierda, me exasperé con un deseo, a duras penas reprimido, de herirle:
–¿Qué quieres decir? No te entiendo –le interpelé.
–Cuando ellos sean mayores y
recuerden sus actos, se avergonzarán tanto, que el dolor que sientan será mucho
mayor que el que pudiera causarles respondiendo a sus golpes.
–¿Esa es tu venganza?
–No es venganza; simplemente, en esta vida se recoge lo que se siembra.
Atrapé sus cabellos e iba a estirarlos hasta que le saltaran las lágrimas, pero, no sé por qué, me detuve y, en cambio, mojé mis dedos con mi sangre y los froté contra su rostro. Fue tan aguda la expresión de dolor que cubrió su semblante que me sobrecogí y desde entonces no volví a ponerle la mano encima. Contábamos diez años de edad.
Durante su infancia, mi hermano mantuvo una relación intensa con nuestro vecino Baraquia, rabino de la sinagoga de Nazaret, con el que pasó conversando muchas horas acerca de las cosas santas. El rabino era un buen hombre y sentía por nosotros una misericordia sincera. Jesús y yo teníamos prohibida la entrada a la sinagoga, en tanto que bastardos. Era algo que nos dolía, sobre todo durante la celebración de la fiesta del Purim, en la que se procede a la lectura del Libro de Ester y los niños hacen sonar sus matracas, con alegría desbordada, a lo largo de la plegaria cada vez que se nombra al malvado Amán. Baraquia se apiadaba de nosotros y nos guardaba dulces hechos con motivo de la celebración y nos los entregaba a escondidas. Por aquel entonces yo confundía la bondad con la debilidad y despreciaba al rabino por parecerme blandengue, de la misma forma que despreciaba a mi hermano por la misma razón; la vida era dura y despiadada –bien temprano que lo estaba aprendiendo–, la vida era lucha y no había lugar para los débiles, la bondad era un perfume demasiado caro para ser derrochado.
Baraquia, que se había encariñado con mi hermano, con motivo de un viaje que hubo de realizar a Jerusalén, se hizo acompañar por Jesús, con permiso de nuestro padre. Pasaron una semana hospedados en la casa Hilel el Sabio, el más grande rabino de Israel. Aquellas jornadas dejarían una huella indeleble en Jesús.
A Hilel se le
consideraba el hombre más docto de Israel. Sedientos de su magisterio, varones
judíos acudían a visitarlo desde de todos los rincones del mundo. En sus
enseñanzas, el rabino enfatizaba el cumplimiento de los preceptos éticos, la
piedad personal, la humildad y la preocupación por el prójimo. Cuando mi
hermano, según nos contó más tarde, le preguntó, en un alarde de audacia, si
era posible resumir todo el contenido de la Toráh
en una única sentencia, Hilel respondió: “No hagas a tu prójimo lo que no
quieres que te hagan a ti; todo lo demás es comentario”. Jesús quedó
deslumbrado por tal concisión e hizo suya la máxima.
Al regreso a nuestra
aldea, mi hermano no dejaba de elogiar al rabino Hilel, al que tenía por un
santo. En más de una ocasión manifestó su intención de ser como él. ¿Por qué
no? Hilel, la máxima autoridad en la Ley judía, tenía unos orígenes humildes,
comenzó siendo un zapatero de Babilonia que estudiaba la Toráh en sus ratos libres. Mi madre se encargó de quitarle de la
cabeza la idea de emular al gran rabino: “Jesús, olvídate de eso, tú estás
llamado para un destino mucho más grande”, sentenció. Muchos años después, ya
de adulto, cuando llevaba mis alforjas cargadas de experiencias y había pagado
la contribución de sufrimientos que nos exige la vida, me pregunté, con
misericordia, si aquellas ensoñaciones de grandeza que arrebataban a mi madre,
y en las que confiaba ciega y sinceramente, no fueron, sino, la forma que
encontró de evadirse de sus penurias cotidianas, una manera de conllevar su
simultánea condición de mujer, pobre, ignorante y adúltera.
Al año de su visita a Jerusalén, Baraquia murió. Pese a todo lo que renegaba de él, cuando supe de su fallecimiento lo lloré en la intimidad como se le llora a un padre. Tras su muerte, mi hermano solía ponerlo de ejemplo para ilustrar la idea que acabó dominando su paso por la Tierra: que la fe puede mejorar a las personas. Por mi parte, yo contradecía su argumento y le señalaba que las buenas personas lo serían de todas formas, sin el apoyo de creencia alguna, porque tal cualidad era atributo del carácter personal de cada cual, añadiendo que, a la mayoría, la religión tan solo los convierte en hipócritas, obligándolos a ocultar sus vicios y a alardear de sus virtudes, ya sean estas ciertas o falsas, y que, a no pocos, el culto los volvía aún peores de lo que eran, algo que había constatado durante las lapidaciones prescritas por la Ley al contemplar la saña, la crueldad y el odio inexplicable de los que apedreaban a los infelices condenados a muerte. Verdugos que, con las manos manchadas de sangre, se creían, con absoluta sinceridad, buenos, justos e incluso santos por haber llevado a cabo aquello que estaba escrito.
Al cumplir los doce años ocurrió un incidente desagradable. Habíamos acudido en peregrinación a celebrar la Pascua a Jerusalén y, cuando nos disponíamos a regresar a Nazaret, mi hermano no aparecía. Tras buscarlo durante tres días, lo hallamos en el Templo, disputando sobre asuntos doctrinales con los sacerdotes y hasta con el propio Hilel, que estaba presente y que no salía de su asombro al ver que un mocoso le instruía acerca de la verdadera interpretación de la Ley. Cuando mis padres le riñeron por su ausencia, mi hermanito contestó: “¿Por qué tuvieron que buscarme? ¿No sabían, acaso, que tengo que estar en la casa de mi Padre?”. Cuando pudimos estar a solas, yo, a su vez, le reprendí:
–¿Qué está pasando? ¿Ahora juegas a
ser rabino?
–Hermano, tú serás el primero en
saberlo, pero te pido que guardes secreto hasta que sea el día. Yo soy el que
esperan, soy el Mesías.
–Tienen razón aquellos que te llaman loco.
Mi hermano, a partir del incidente del Templo, se transformó en un iluminado. Hablaba a las gente como si fuera un rabino erudito, reconviniendo a todo el mundo en cuestiones de moral. En Nazaret se ganó una fama pésima; nuestros vecinos murmuraban: “¿No es este uno de los chicos de la carpintería, hijo de María? ¿De dónde le viene esta sabiduría?”. Tan solo nuestro primo Juan, en las escasas ocasiones en que vino a visitarnos, parecía estar a gusto en su compañía. A partir de los catorce años, Jesús se obsesionó con las especulaciones sobre las cosas últimas, tales como nuestro destino después de la muerte, la existencia o no de un Juicio Final, la venida del Reino de Dios, la posibilidad de un Cielo para los justos, o bien, del Gehena donde los malvados purgarán para siempre... Yo me burlaba de él y, en privado, tildaba de “excrementos” sus preocupaciones piadosas, con el propósito de ofenderle, buscando provocar una ira que nunca conseguí arrancarle. A lo largo de nuestra juventud, mi hermano se dedicó a sermonearme de forma tenaz, siendo el resultado de sus prédicas el contrario al buscado, pues solo consiguió despertar en mí un deseo salvaje de pecar. Creo que si me abracé a todos los excesos fue por el gusto que encontraba en escandalizar a mis padres y en consternar a mi hermano. Las energías que empleó Jesús en fortalecer mi fe hicieron de mí el muchacho más incrédulo de Palestina. Además, ¿dónde estaba ese Dios en los momentos en que le había pedido ayuda? Un Dios que enviaba profetas que clamaban en el desierto y ángeles de luz, pero que era incapaz de corregir hasta la más pueril de las injusticias. Un Dios extraño, silencioso e inútil, al que no entendía ni me convencía. Llegué al privado convencimiento de que Dios no existía y que las Sagradas Escrituras no eran más que una profana y vulgar reunión de rollos escritos por hombres carentes de inspiración divina.
El punto culminante de estas discusiones se produjo cuando teníamos quince años de edad y asistimos, en Séforis –a donde habíamos acompañado a nuestro padre para ayudarle en unos trabajos de carpintería que se hacían con motivo de la reconstrucción de la ciudad–, a la lapidación de una adúltera. Yo aproveché aquel hecho para tratar de erosionar la fe de mi hermano:
–Jesús, esta es tu religión, la que
mata a esa pobre mujer ante la puerta de la casa de sus padres. Una mujer que,
no lo olvides, podría ser nuestra madre.
–El Señor no lo aprueba.
–¡Blasfemas! ¿Acaso no está escrito
en la ley de Moisés que los reos de adulterio deben morir? ¿Quién eres tú para
enmendar la Ley? ¿O es que, como eres el Mesías, ya pretendes fundar un culto
distinto al que Yahvéh otorgó al
pueblo de Israel?
–Nada de eso.
–¿Entonces? –Lo había cazado en una
contradicción y disfrutaba con ello.
–Dios es amor y misericordia. Ama a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas. –Mi hermano, en las cosas referidas a su fe, hablaba con sentencias, para mi irritación.
Le escuché perplejo, había resumido los numerosos y prolijos preceptos que constreñían la vida de los creyentes, normas que habían sido compiladas con paciencia meticulosa por los doctores de la Ley, en tan solo dos mandatos.
–¿Ya está?, ¿así de simple?
–Tú lo has dicho, así de simple.
Tal y como podéis observar, la intimidad de una familia puede resultar tan insólita como sorprendente puede llegar a ser la vida.
Por una parte, estaba mi padre, quien había aceptado, en un acto de amor, lo inaceptable: el embarazo de su desposada por parte de un desconocido. Él no solo la perdonó –ignorando lo que le recomendaron personas sensatas: que la repudiara en secreto para no exponerla a la ignominia pública–, sino que hasta emigró al país de las pirámides en un intento fallido de ocultar la preñez de su mujer a las miradas indiscretas. Un padre al que yo no le perdonaba que hubiese regresado a Nazaret desde Egipto, impelido por la nostalgia de la patria, cuando yo todavía era niño, exponiéndonos a mi hermano y a mí al oprobio que conllevaba el conocimiento público de nuestra bastarda concepción.
Por otro parte, mi madre. Una mujer visitada por ángeles que le transmitían mensajes, a veces tan prosaicos como aquel que nos obligaba a comer humus la víspera del Sábbath.
Sin olvidarme, por supuesto, de un hermano gemelo santurrón que nombraba a su Padre Celestial a cada momento; ni de otros hermanos, incrédulos como yo, de la condición profética de Jesús, pero que se alineaban siempre con la matriarca cuando se desataban las demasiado frecuentes discusiones familiares.
Comprenderéis que tuve que marcharme, alejarme de mi extravagante familia.
Al poco de cumplir los dieseis años, un día, cansado ya de las admoniciones que me dirigía mi hermano, me planté y le exigí, con gritos y malos modos, que me dejara en paz, que estaba harto de él, que no me censurara más, que no se atreviese ya a realizar la más mínima observación acerca de mi vida y conducta. Jesús me replicó:
–Examínate a ti mismo y aprende quién eres, de qué manera existes y cómo es que serás. Puesto que tú serás llamado mi hermano, no es adecuado que seas ignorante de ti mismo.
Recuerdo haberlo mirado con odio, con un desprecio infinito. “Es un loco”, pensé –eso creía entonces; en alguna ocasión había visto a Jesús hablando solo, ¿se supone que conversaba con su Padre Celestial?–. He de confesaros que también me recorrió un viejo y familiar escalofrío: el terror profundo a heredar la locura de mi madre, tal y cómo pensaba que le había ocurrido a mi hermano. Aquel mismo día pedí mi parte de la herencia y anuncié que me iba de casa. Mi madre trató de impedir mi marcha y, con una lucidez hasta el momento inédita en ella, me rogó que me quedará para proteger a Jesús:
–Tú eres el fuerte, él es el
espiritual. Ama a tu hermano como a tu alma, cuida de él como a la pupila de
tus ojos –me rogó.
–¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? –le respondí, con sarcasmo.
No me convenció. Muchas veces me he preguntado qué hubiera pasado de haberme quedado a protegerlo, tal y como me solicitó mi madre. De haber estado a su lado, ¿habría podido evitar que lo crucificaran?
En el reparto de la heredad no me tocó mucho, sin embargo, y pese al escaso peculio obtenido, mi decisión de abandonar el hogar paterno era firme.
El día de mi marcha no permití que
ninguno de mis familiares me acompañara en la despedida. Al poco de abandonar
la población por el camino que conducía hacia Judea, recuerdo haberme detenido
y haberme dado la vuelta para divisar por última vez Nazaret; apenas un
miserable y exiguo apiñamiento de viviendas de piedra blanca al resguardo de
tres colinas. Agucé la vista hasta distinguir el hogar que dejaba atrás: la
casa que mi padre José había construido tras regresar de Egipto, una casa-cueva
que aprovechaba una hendidura natural en uno de los promontorios, situada en la
periferia de la aldea. Suspiré y apreté el paso. Jamás regresé a Nazaret.
martes, 13 de diciembre de 2022
DÓNDE CONSEGUIR LA NOVELA "EL EQUÍVOCO"
DÓNDE CONSEGUIR "EL EQUÍVOCO"
"El equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret" está disponible en más de cuarenta mil librerías de todo el mundo asociadas a Ingram Content Group (en España, la distribución a librerías es
realizada por Podibooks), así como en Amazon, CasadelLibro.com, Agapea, FNAC, Barnes & Noble, Walmart y el resto de plataformas digitales más relevantes.
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EL EQUÍVOCO
Tras un largo proceso de reflexión, he decidido sacar a la luz mi novela "El equívoco (El Evangelio según Judas de Nazaret)". Se trata, sin duda, del proyecto literario más ambicioso que ha nacido de mi quehacer literario y del que estoy más orgulloso, es lo mejor que he escrito y que probablemente escribiré. Esperando que mi novela tenga el recorrido que se merece, aquí os la brindo.
¿TUVO JESÚS UN HERMANO GEMELO? NOTA DE PRENSA DE "EL EQUÍVOCO (EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET)" PUBLICADA POR IBERIAN PRESS
"El equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret "es una novela corta de Héctor Daniel Olivera Campos, obra que rescata al personaje de Judas, hermano gemelo Jesús, documentado en textos apócrifos, quien narra al lector la historia de su familia y de las circunstancias que rodearon la muerte del Mesías.
Tras el trágico acontecimiento de la crucifixión, Judas, movido por un impulso, tomará una decisión que tendrá consecuencias imprevisibles y cambiará el mundo para siempre.
El autor, Héctor Daniel Olivera Campos, es un escritor apasionado de la literatura y de la historia, que cultiva la narrativa de forma regular desde hace más de una década. Ha obtenido el primer premio en trece certámenes literarios y ha sido finalista en otros muchos. A su vez ha publicado relatos en diversas antologías y en revistas literarias de España, Latinoamérica, Israel, Estados Unidos y Eslovenia.
El equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret está disponible en más de cuarenta mil librerías de todo el mundo asociadas a Ingram Content Group (en España, la distribución a librerías es realizada por Podibooks), así como en Amazon, CasadelLibro.com, Agapea, FNAC, Barnes & Noble, Walmart y en las de plataformas digitales más relevantes.
https://www.iberianpress.es/noticia/tenia-jesucristo-un-hermano-gemelo-el-equivoco/43921
sábado, 3 de diciembre de 2022
XVI EDICIÓN PREMIOS OROLA
miércoles, 23 de noviembre de 2022
ALMAS SUICIDAS
Mi relato "Almas suicidas" en la Revista Iguales (número 2).
ALMAS SUICIDAS
Se
conocieron en un grupo de autoayuda para suicidas frustrados. Pequeños detalles
los delataron el uno al otro: el brillo equívoco de la mirada de él, el pasarse
la lengua descuidadamente por los labios de ella, la mueca en fase de evolución
a sonrisa perversa del hombre, la frivolidad del cruce de piernas de la mujer, (piernas
apetitosamente torneadas, embutidas en unas medias negras, caladas e infinitas
que brotaban de su minifalda). Ellos no eran como el resto de los presentes:
depresivos ramplones en lucha contra su baja autoestima y su vulnerabilidad.
Ellos habían sido convocados ahí por otros demonios. Se estaban preparando para
el hecho, entrenándose, tomando apuntes, por así decirlo.
Tras
la sesión del grupo de ayuda y durante el refrigerio, se pelearon, entre risas,
por devorar la última croqueta que permanecía indemne del lote donado por la
abuela de una de las anoréxicas presentes. Ellos eran los únicos que se reían a
carcajadas entre aquel grupo de gente triste. Compartieron la croqueta a
medias. Aquella noche compartieron, también, un cigarrillo tras haber estado
follando como fieras, como si gastaran sus últimos instantes de vida.
Los
días que siguieron fueron de mutuo reconocimiento. Ambos confesaron sus
respectivas juventudes góticas construidas a base de sesiones, a todas horas, de
Marylin Manson, drogas y mucho rímel. Los dos habían leído la obra de Nietzsche
al completo en la misma edición de tapas duras mientras escuchaban música de
Kurt Cobain. Y, también, los dos, habían obtenido las máximas puntuaciones en
el test de la “Escala de ideación suicida”, cuando sus progenitores los
arrastraron a las consultas de sendos psiquiatras.
Sus
gustos se habían refinado y desde su categoría de fans de grupos musicales
siniestros habían derivado a letraheridos decadentes y morbosos. Sostenían con
Camus que no existía ningún otro problema filosófico verdaderamente serio que
no fuera el suicidio y consideraban, como Balzac, que cada suicidio constituía
un sublime poema de melancolía. Sólo
leían a escritores que se hubiesen suicidado, eran los únicos que les merecían
respeto y despertaban su interés, lo que daba lugar a un cúmulo ecléctico de
autores: Paul Celan, Drieu La Rochelle, Ángel Ganivet, Ernest Hemingway, Kennedy
Toole, Larra, Malcom Lowry, Leopoldo Lugones, José Mallorquí, Sándor Márai,
Mayakovsi, Pavese, Petronio, Séneca, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Horacio
Quiroga, Jack London, Salgari, Alfonsina Storni, Virginia Woolf… Pero, sobre
todo, admiraban a Mishima por encima de todas las cosas, el kamikaze frustrado,
el autor que se pasó toda la vida preparándose para su suicidio ritual. Era
tanto el amor que profesaban por la cultura necrófila japonesa, que hasta eran
capaces de recitar de memoria las traducciones de ciertos haikus que habían
pronunciado algunos generales nipones a modo de epitafio antes de hacerse el sepukku
en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Incluso, siguiendo la estela
del espíritu mortuorio del país del sol naciente, se agregaron, a través de
internet, a uno de esos hatos de jóvenes nipones que pactaban suicidarse grupalmente.
Ya tenían fecha para ahorcarse en el bosque de los suicidas en las faldas del
monte Fuji, cuando se echaron atrás al considerar que un suicidio colectivo era
un acto gregario y, por lo tanto, plebeyo. Para ellos, la única selva de los
suicidas en la que esperaban ingresar era la descrita por Dante en su infierno
de La Divina Comedia. El suicidio, definitivo acto de autodeterminación
humana y paradigma del individualismo, no debía ser mancillado en su simbolismo
por comportamientos de manada.
A
medida que fueron profundizando en su amor, la idea de suicidarse juntos fue
arraigando en sus conciencias a modo de emulación de los míticos Romeo y
Julieta. Bromeaban diciéndose que, como su idilio había sido lo que llaman un
flechazo, debían matarse con un dardo de ballesta. En su mitomanía literaria
comenzaron a elevar a Arthur Koestler, autor que se suicidó junto con su mujer
y, sobre todo, a Stefan Zweig, que hizo lo propio. En la nota de suicidio que
Zweig dejó, pedía disculpas por las molestias que le iba a ocasionar a la dueña
de la casa que tenía alquilada y daba instrucciones sobre qué hacer con su
perro. Lo encontraron impecablemente vestido, con la corbata anudada, en una
habitación en perfecto orden. Él y su mujer, Lotte Altmann, yacían abrazados
sobre la cama de matrimonio. Sus amigos, repartidos por el mundo, recibieron cartas
de despedida. Pero si algo superaba aquella elegancia en el adiós por propia
mano, aquel gusto por el detalle, fue el veneno elegido para el tránsito:
“Veronal”, un somnífero bautizado así en honor a Verona, la ciudad italiana
donde transcurría el drama de Romeo y Julieta. Si la vida imita al arte, la
salida voluntaria de la vida bien podía ser el supremo acto artístico.
Decidió
la pareja, por fin, salir de la escena del teatro del mundo, arrojándose
cogidos de la mano por un precipicio. Aquel sería un acto de exquisito e
incomprendido romanticismo, un homenaje críptico al lienzo “El caminante sobre
el mar de nubes” de Friedrich, imagen que dejaron como testamento silente de
sus respectivos perfiles de Instagram. Juraron hacerlo. Eligieron un acantilado
emblemático de gran altura y soberbia verticalidad. A un par de pasos de la
muerte, ella soltó la mano y reculó, mientras que el hombre se hundía en el
vacío durante unos pocos segundos, los precisos para activar el paracaídas que
llevaba escondido. ¿Quién traicionó a quién? Sobrevivieron, pero la pareja se desvaneció
en aquel instante. Lo peor no fue que se destapasen sus respectivos apegos a la
vida o la falsedad de sus poses teatrales; lo peor fue enterarse que ambos
habían contratados sendas pólizas de seguros por las que se embolsaban
suculentas cantidades en caso de fallecimiento del otro miembro de la pareja.