jueves, 29 de diciembre de 2022

RESEÑA DE LA POETA AMELIA DE QUEROL OROZCO A MI NOVELA "EL EQUÍVOCO. EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET".

 Muy recomendable...

EL EQUÍVOCO (EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET)”
“El equívoco”, de Héctor Daniel Olivera Campos, es una original novela corta inspirada en la vida de Jesús, en la “Sagrada Familia” y en las circunstancias que envolvieron la muerte del Mesías. Está narrada en primera persona por Judas de Nazaret, hermano gemelo de Jesús. La acción se desarrolla desde la infancia de los gemelos hasta poco después de la crucifixión de Cristo, y termina con la huida de Palestina de Judas, quien salva la vida para poder así narrarnos de forma “verídica” una versión alternativa a la descrita en los Evangelios canónicos sobre los que se sustentan las confesiones cristianas.
Una decisión tomada por Judas, el gemelo, movido por un impulso, justo después de la muerte de Jesús, generará “el equívoco” (lo que da título a la novela), acto del que derivarán unas consecuencias imprevisibles que, de manera palpable, cambiarán el mundo. El autor hace gravitar el acontecimiento fundador de nuestra civilización sobre la fuerza generatriz de un efecto mariposa: un encuentro azaroso, o quizás providencial, entre Judas de Nazaret y María de Magdala, y toda una suerte de acontecimientos que supondrán un recurso de la trama para bañar de originalidad el desarrollo de la obra.
Nos encontramos, pues, con una novela que tiene la virtud de contarnos la historia más repetida de todos los tiempos, la de Jesús de Nazaret, pero como si nos encontráramos con ella por primera vez. Y algo muy meritorio que hay que agradecer al autor es que no cae en tópicos ni el “manoseo” facilón de otras incursiones literarias en el tema, cargadas de hechos sensacionalistas o intenciones provocadoras. La novela ofrece, como hemos dicho ya, una versión decididamente original y alternativa a la historia “oficial”, a la historia neotestamentaria, pero en la que el autor va más allá de la transgresión más o menos fácil y aspira a hacer alta literatura: es la historia, en realidad, de un fracaso, del drama de un hombre condenado a ser perfecto y a vivir en soledad su carga.
En la tarea de poner en pie su artefacto literario, Héctor Olivera se sirve de una ingente labor de documentación, abrevando la fábula de “El equivoco” tanto en los Evangelios canónicos, como en los apócrifos, así como en otras fuentes históricas del judaísmo de la época y en ensayos diversos que sobre el tema se han escrito a lo largo de los tiempos, para incorporar luego los datos necesarios en el texto, sin menoscabo de su ritmo. Así, pues, nos asomamos a un escrito equilibrado donde rigor y agilidad narrativa se despliegan en un argumento bien trabajado. El lector se va a encontrar con un relato rico, fluido, de lectura rápida, intenso y fresco, a la vez, con un estilo claro y una prosa exquisita que, sin duda, le atrapará fácilmente, y en el que, incluso aquello que resulta más chocante, como el hecho de la existencia de un gemelo de Jesús, responde a una cierta tradición del cristianismo primitivo y hay fuentes documentales que ya apuntan esta posibilidad. Creo que esta sabia utilización de los datos entresacados de las fuentes consultadas constituye el barniz que otorga la pátina de verosimilitud que rezuma el texto, reforzada, eso sí, por la ausencia tenaz de eventos sobrenaturales. El equívoco es una novela humana, ferozmente humana.
Hay que remarcar (e insistir sobre ello) que nos hallemos ante una obra literaria, sin pretensiones históricas o aspiraciones teológicas.
Es tal la intensidad del relato que, el lector, terminada la obra, se queda con las ganas de saber qué más nos puede contar ese Judas de Nazaret, narrador-testigo de tan original e interesante “evangelio” tras su forzada marcha de Palestina. Algo hace intuir que puede haber esa segunda parte que se antoja necesaria…
Por último, he de añadir algo acerca del autor: Héctor Daniel Olivera Campos se nos presenta como un apasionado de la literatura y de la historia, con un gran bagaje cultural y años de oficio narrativo sobre sus hombros. Ha ganado trece premios literarios y ha quedado finalista en otros muchos certámenes. Ha publicado relatos en diversas antologías y en revistas literarias de España, Israel, Latinoamérica, Estados Unidos y Eslovenia...
Puede ser una imagen de 1 persona, libro y texto que dice "EL EQUÍVOCO El Evangelio según Judas de Nazaret Héctor Daniel Olivera Campos"

lunes, 26 de diciembre de 2022

TITÍVULUS

 La revista chilena Filopóiesis ha publicado en su blog mi relato

TITIVILUS
Había llegado el día glorioso de la Apocalipsis. En el gran salón ajedrezado, la jauría de demonios aullaba y se agitaba como una ola maligna. A Satanás le costó hacerse oír y respetar ¡había tanta soberbia junta! Raudo, el Príncipe de los Infiernos despachó cargos, jerarquías y funciones. Recibieron los diplomas acreditativos, entre otros:
Abigor, demonio superior, Duque de los infiernos, hermoso caballero que lleva lanza de estandarte y cabalga sobre un monstruo alado. Manda sobre sesenta legiones infernales. Conocedor del porvenir y los secretos de la guerra.
Abraxas, demonio coronado al que se le invoca con la fórmula de Abracadabra.
Agares, Gran Duque de las regiones del este del infierno. Comandante de treinta y una legiones infernales. Otorga propiedades, poder, títulos, incita al baile y enseña todos los lenguajes. Monta un cocodrilo y lleva un halcón en su puño.
Agramon, demonio del miedo.
Aini, Duque infernal con tres cabezas; la primera de serpiente, la segunda de hombre, con dos estrellas en la frente, y la tercera de gato. Monta una serpiente y carga un atizador flameante con el que causa destrucción.
Alocer, Gran Duque de los infiernos, caballero cornudo con cabeza de león. Mando sobre treinta y seis legiones. Su caballo con patas de dragón es enorme. Enseña los secretos del cielo.
Alouqua, demonio femenino, súcubo y vampiro, que conduce a los hombres al suicidio.
Y así, hasta setenta y dos demonios. Satanás estaba agotado. Al fondo de la sala quedaba un demonio, diríase que tímido, pues bajaba la cabeza y no se atrevía a acercarse a la tribuna infernal desde la que el Príncipe de las Tinieblas había otorgado poder y maldad a sus subalternos.
-¡Usted, venga aquí! –ordenó El Maligno-. ¿Cómo se llama?
-Ti…, ti… vilus –balbuceó el demonio en un susurro, sin levantar la vista del suelo.
-No le oigo. ¡Coño!
-Titivilus para servirle a usted –se presentó el demonio con modestia.
Satanás no estaba seguro que fuera un demonio auténtico, no era la primera vez que se les colaba un intruso. Cuando San Mamés, que iba siempre borracho, sustituía a San Pedro en las funciones de portero celestial solían producirse aquellas asignaciones falsas.
El Maligno levantó el flequillo de crines de la frente y comprobó que no aparecía la cifra reglamentaria del 666 que certificaba su denominación de origen infernal. ¡Demonios, un gazapo!
-No llevas inscrito el número de la Bestia –se encaró Satanás con Titivilus.
-Sí lo llevo, pero no en la frente.
-¿Dónde? No lo veo.
-En el pompis –se sonrojó Titivilus.
¡¿Qué?! ¿Qué clase de demonio trapero era aquél que no podía pronunciar la palabra culo? Y antes de que Satanás pudiera replicar nada, estupefacto ante semejante gazmoñería, Titivilus, rojo de vergüenza, se bajó los leotardos de estampado felino y le mostró la cifra apocalíptica grabada a fuego en la nalga izquierda.
“Pues sí, es un demonio”, se dijo a sí mismo, El Maligno. Nadie lo diría: el rabo entre las piernas, las alas caídas, los cuernos desconchados; y aquella actitud apocada. El tipo daba realmente pena. “¡Pobre diablo! Qué desplazado que se debe sentir entre tanto insolente”, pensó Satanás, que comenzó a sentir compasión por Titivilus.
-Alteza, yo también quiero hacer el mal…, si puede ser –solicitó con humildad el demoniete.
Satanás consultó en su cartapacio. A cada demonio se le había atribuido el causar un mal concreto a la humanidad. No quedaba cargo ni función alguna para aquel rezagado.
El Maligno se compadeció de su actitud timorata y a la vez suplicante. Le rompía el corazón a cualquiera. ¿Qué flagelo podía poner en las manos de aquel desgraciado?
-Tú, Titivilus, tendrás el poder de…, el poder de….
-¿De qué? Satánica Majestad.
-De provocar erratas y faltas de ortografía. –se le ocurrió de pronto a Satanás.
-Gracias, gracias, Gran Cabrón. –Se iluminó de alegría el rostro de TitivIlus que no paraba de besar las pezuñas de Satanás.
-¡Basta! No me gusta que me babeen –simuló severidad el Maligno- ¡Lárgate!
Con qué poca cosa había hecho feliz a aquel demoniete, pensó el Príncipe de los Infiernos, congratulándose con sus propios actos, mientras recordaba con nostalgia su época de ángel caído. ¡Hay que joderse! En el día de la Apocalipsis, había hecho la buena acción del día y, además, le acababan de hacer un calvo a él, ¡a Satanás!

viernes, 16 de diciembre de 2022

RECORDANDO EL IX CONCURSO DE MICRORRELATOS DE PARADA DE SIL

Buceando por internet he encontrado esta noticia referida al IX concurso de relatos que gané el año pasado en Parada de Sil. No conocía este reporte y si lo reprodujo aquí es porque la fotografía que acompaña de los cañones del Sil me gusta, aunque es apenas un pálido reflejo de la belleza agreste e indómita de aquellos parajes.

Héctor Daniel Olivera, Catarina Cortizas y Luis Gispert Macián premiados en el XI CONCURSO DE MICRORRELATOS PARADA DE SIL

LAREGION.ES / El Concello de Parada de Sil celebró recientemente  el acto solemne de entrega de premios de la novena edición del concurso de microrrelatos Parada de Sil Ribeira Sacra, resultando ganador el escrito catalán Héctor Daniel Olivera Campos por su obra “Metales pesados”. El segundo premio para “Os ollos do pasado”, de Catarina Cortizas (Chantada), y el tercero para “Amo a mi Sil”, de Luis Gispert Macián (Segorbe, Castellón).

“Cuando uno llega a Parada de Sil, se da cuenta de la cantidad de patrimonio monumental, arquitectónico, paisajístico y cultural que el Concello está gestionado a pesar de su pequeño tamaño”, destacó Héctor Daniel Olivera tras recoger el galardón de manos del alcalde de Parada de Sil, Aquilino Domínguez, que subrayó la apuesta del municipio por la cultura, “xa que todos os fondos adicados non os consideramos un gasto, senón un investimento de futuro”.

El jurado estuvo presidido, como es habitual en este premio, por el profesor Antonio Carreño; el exdirector del instituto Otero Pedrayo Arturo Fernández; y el escritor Delfín Caseiro. El concejal de Cultura, Francisco Magide avanzó que la apuesta por el certamen “permítenos mirar o futuro con optimismo”, destacando el retorno que la iniciativa deja en Parada de Sil.

LAS PRIMERAS CINCO PÁGINAS DE MI NOVELA "EL EQUÍVOCO (EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET)".

 

Mi nombre es Judas. También soy conocido como Tomás o Dídimo, que en arameo y griego significan, respectivamente, “el gemelo”. Soy el hermano gemelo de Jesús de Nazaret. Y en estas escrituras narro la historia verídica del que es conocido como “el Cristo”.

Un equívoco se propaga por todas las naciones. Y en el nombre de este equívoco hay quien es perseguido, sufre tormento y es conducido a la muerte. Es vital que la verdad irrumpa y se afiance en los corazones de los hombres, sobre todo ahora que se cuentan tantas historias falsas acerca de mi hermano.

Por citar tan solo una de las mentiras que se han vertido, basta mencionar el relato que el apóstol Juan hace de las andanzas de su Maestro. Juan afirma que había un discípulo a quién Jesús amaba –al que no nombra, aunque parece referirse a sí mismo–, insinuando que entre el Maestro y el discípulo pudiera haber existido una relación que fue más allá de lo fraterno, similar a la que practican muchos griegos.

Desenmascarar, pues, el fraude en todas sus facetas es el propósito que persigo con mi testimonio. Sé que mi cobardía durante estos años pasados no tiene disculpa, pero no me ha sido posible alzar la voz hasta que he traspasado las fronteras del mundo conocido; de haberlo hecho antes hubiese acabado como mi hermano –aunque también admito, para mi vergüenza, que he tardado demasiado, que he dudado en exceso antes de tomar el cálamo–. Sin más dilación, comience aquí mi Evangelio:

Es difícil describir lo que supone tener un hermano gemelo, piensen por un momento que esa pálida imagen que contemplan ante el bruñido espejo no fuese tan solo un reflejo mudo y plano, sino que hubiese otra persona con ese rostro, los mismos ojos, idéntico color de pelo, la misma curva de la boca, que incluso bostezara igual que uno. Otra persona que hubiese estado a su lado desde siempre y en todo momento, que anduviese, vistiese y se moviese de una manera pareja a la suya. Si hubiesen vivido esa experiencia comprenderían que un gemelo no es un hermano ordinario y, entonces, sabrían, con rotundidad, que la relación con ese hermano sería el vínculo más especial que hubieran podido establecer jamás con persona alguna. 

El Señor me había bendecido con la existencia de mi hermano Jesús –cuyo nombre significa “Dios salva”–, aunque aquella fue una vivencia malograda, pues ya en mi más remota infancia se fue abriendo entre ambos un foso que nos separó de una manera casi violenta. En cuanto tuve uso de razón me percaté de que mi hermano no era como yo, en muchos aspectos, ni era como otros niños; mi hermano era diferente. El que crea dirá que, siendo el Hijo de Dios, no podía ser igual que el resto de mortales; pero no es eso a lo que me refiero. Jamás advertí en mi hermano nada maravilloso ni sobrenatural pues comía, bebía, dormía y le afligían las necesidades del cuerpo igual que a cualquier semejante. Nadie lo investigó tanto como yo y no encontré en él nada milagroso. Mi hermano era especial porque era distinto, era mucho más sensible que lo que suele ser el común de los humanos. Así, desde niños fueron divergiendo nuestros caracteres. Jesús: reservado, generoso, compasivo, reflexivo, inteligente, pacífico, dispuesto siempre a contemplar la luz en los demás. En cambio, yo: jactancioso, egoísta, cruel, desconfiado, impulsivo, astuto, violento, duro.

Fueron mis padres, y en particular mi madre, los primeros en descubrir que mi hermano era diferente. Se hace difícil comprender que, en ocasiones, los padres no traten a los hijos por igual pese a sus deseos más sinceros en ese sentido. El hijo tullido, el enfermizo, el descarriado, aquel con más dificultades para valerse en la vida, recibirá una mayor porción de atención, cariño y disculpa que los demás. Por aparecer, mi hermano, en primer lugar, a la luz del mundo desde el útero materno, él era el primogénito; pero las obligaciones, responsabilidades y asperezas de la primogenitura recayeron sobre mis hombros, mientras que Jesús era protegido y mimado hasta el ridículo por nuestra madre. Yo me moría de celos, pero nuestra madre, lejos de negar que le amaba más que a mí, me contaba que un ángel se le había presentado siendo ella virgen para anunciarle que Jesús sería llamado Hijo de Dios y reinaría sobre la casa de Jacob. Revelación a la que mi progenitora añadía otras señales que corroboraban la excepcionalidad y santidad de mi hermano, como aquella que nos explicaba que Jesús nació con abundancia de cabello y yo casi calvo. Todo esto me fue dicho a una edad en que uno se cree cualquier cosa que le digan los padres. Es lógico que yo sufriera pues no entendía por qué el ángel había encumbrado a mi hermano, mientras a mí se me relegaba, siendo ambos tan idénticos (nadie ajeno a la familia nos distinguía, aunque quizás los ángeles sí pudieran hacerlo). Y soñaba con un tropel de seres celestiales que, en mis sueños, corregían la primigenia injusticia, y yo tomaba la posición de mi hermano mientras que él se desvanecía y era mío, entonces, el trono de David. Durante el día, cuando mis padres miraban para otra parte, aprovechaba para atizar a mi hermano cuanto podía; él lloraba, y mi padre, que sabía lo que yo había hecho, me propinaba, sin tan siquiera preguntarme por mi maldad, un correctivo con una vara de olivo que tenía preparada para tal fin. Desde que tuve uso de razón supe que mi madre era una mujer herida y que detrás de aquella historia increíble que nos narraba, latía un oscuro y vergonzante secreto de familia.

Mis lamentaciones no se agotaban en el seno de mi familia. Mi hermano era diferente y la diferencia se paga. Y si esa diferencia consiste en una mayor sensibilidad y bondad, entonces se paga doblemente. Los niños, con su crueldad inocente e implacable, tienen un olfato finísimo para identificar y dañar al que es distinto. Mi hermano Jesús sufrió el acoso por parte de los críos de mi aldea apenas supo caminar; se burlaban de él y le maltrataban, le apodaron “el niño loco”. Además, para agravar la situación, Nazaret al completo sabía que mi madre se había casado con mi padre estando embarazada de otro hombre –del que nunca se conoció su identidad porque mi madre jamás la reveló–; y era por ello que nuestros vecinos añadían a nuestro nombre el apelativo de “hijo de María”, mientras que mis otros hermanos fueron conocidos como “hijos de José”. Sin embargo, a mi madre la acabaron tolerando pese a su condición de pecadora, por pura conveniencia, por ser ella la única mujer de la localidad que peinaba, cortaba y arreglaba los cabellos con ocasión de las bodas y otras ceremonias solemnes y por ser su esposo el único carpintero y albañil de la aldea; y eso, a pesar de que Anás, el escriba,  jamás cejó de soliviantar al pueblo exigiendo nuestra expulsión del vecindario, acusando a nuestra familia de ser un mal ejemplo, “la vergüenza de Nazaret”. Bien es sabido que el interés y la conveniencia –y también el dinero, aunque no fuera este el caso, – vuelven respetables a aquellos que no deberían serlo conforme a sus faltas. En cambio, a nosotros dos, a sus hijos, los niños de Nazaret –que no se sentían concernidos a mostrarse hipócritas o condescendientes– nos recordaban nuestra bastardía con una cotidianidad de insultos y golpes, agravadas las ofensas por el silencio cómplice de mis padres que nunca levantaron un dedo para defendernos, ya que mi madre, en tanto que adúltera, vivía como una judía entre gentiles, al resguardo de una tolerancia frágil que podía decaer en cualquier momento. Para hacer más hiriente la situación de Jesús y la mía, he de añadir que nuestros hermanos Santiago, José, Simón, Salomé y Susana, que nunca fueron molestados por nadie, –ya que eran hijos legítimos–, rara vez se preocuparon en acudir en nuestro auxilio, demostrando su escasa lealtad fraternal. 

En lo que a mí se refiere, deciros que yo no daba abasto rescatando a Jesús, una y otra vez, de algún altercado en el que era golpeado por los niños de la vecindad; no por amor a él, sino por salvaguardar el maltrecho orgullo de la familia. Y era habitual que, tras el incidente, fuera yo el que golpeaba a mi hermano por su indignidad al no defenderse ante quienes le acometían. No diré que Jesús fuera cobarde, pues no huía y se enfrentaba con palabras firmes a sus agresores, pero no recurría a la violencia. Una vez que le reproché su actitud, me respondió que él, las bofetadas, las daba sin manos. Yo, que por defenderlo andaba sangrando profusamente por la nariz y por la ceja izquierda, me exasperé con un deseo, a duras penas reprimido, de herirle:

–¿Qué quieres decir?  No te entiendo –le interpelé.

Cuando ellos sean mayores y recuerden sus actos, se avergonzarán tanto, que el dolor que sientan será mucho mayor que el que pudiera causarles respondiendo a sus golpes.

–¿Esa es tu venganza?

No es venganza; simplemente, en esta vida se recoge lo que se siembra.

Atrapé sus cabellos e iba a estirarlos hasta que le saltaran las lágrimas, pero, no sé por qué, me detuve y, en cambio, mojé mis dedos con mi sangre y los froté contra su rostro. Fue tan aguda la expresión de dolor que cubrió su semblante que me sobrecogí y desde entonces no volví a ponerle la mano encima. Contábamos diez años de edad.

Durante su infancia, mi hermano mantuvo una relación intensa con nuestro vecino Baraquia, rabino de la sinagoga de Nazaret, con el que pasó conversando muchas horas acerca de las cosas santas. El rabino era un buen hombre y sentía por nosotros una misericordia sincera. Jesús y yo teníamos prohibida la entrada a la sinagoga, en tanto que bastardos. Era algo que nos dolía, sobre todo durante la celebración de la fiesta del Purim, en la que se procede a la lectura del Libro de Ester y los niños hacen sonar sus matracas, con alegría desbordada, a lo largo de la plegaria cada vez que se nombra al malvado Amán. Baraquia se apiadaba de nosotros y nos guardaba dulces hechos con motivo de la celebración y nos los entregaba a escondidas. Por aquel entonces yo confundía la bondad con la debilidad y despreciaba al rabino por parecerme blandengue, de la misma forma que despreciaba a mi hermano por la misma razón; la vida era dura y despiadada –bien temprano que lo estaba aprendiendo–, la vida era lucha y no había lugar para los débiles, la bondad era un perfume demasiado caro para ser derrochado.

Baraquia, que se había encariñado con mi hermano, con motivo de un viaje que hubo de realizar a Jerusalén, se hizo acompañar por Jesús, con permiso de nuestro padre. Pasaron una semana hospedados en la casa Hilel el Sabio, el más grande rabino de Israel. Aquellas jornadas dejarían una huella indeleble en Jesús.

A Hilel se le consideraba el hombre más docto de Israel. Sedientos de su magisterio, varones judíos acudían a visitarlo desde de todos los rincones del mundo. En sus enseñanzas, el rabino enfatizaba el cumplimiento de los preceptos éticos, la piedad personal, la humildad y la preocupación por el prójimo. Cuando mi hermano, según nos contó más tarde, le preguntó, en un alarde de audacia, si era posible resumir todo el contenido de la Toráh en una única sentencia, Hilel respondió: “No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti; todo lo demás es comentario”. Jesús quedó deslumbrado por tal concisión e hizo suya la máxima.

 

Al regreso a nuestra aldea, mi hermano no dejaba de elogiar al rabino Hilel, al que tenía por un santo. En más de una ocasión manifestó su intención de ser como él. ¿Por qué no? Hilel, la máxima autoridad en la Ley judía, tenía unos orígenes humildes, comenzó siendo un zapatero de Babilonia que estudiaba la Toráh en sus ratos libres. Mi madre se encargó de quitarle de la cabeza la idea de emular al gran rabino: “Jesús, olvídate de eso, tú estás llamado para un destino mucho más grande”, sentenció. Muchos años después, ya de adulto, cuando llevaba mis alforjas cargadas de experiencias y había pagado la contribución de sufrimientos que nos exige la vida, me pregunté, con misericordia, si aquellas ensoñaciones de grandeza que arrebataban a mi madre, y en las que confiaba ciega y sinceramente, no fueron, sino, la forma que encontró de evadirse de sus penurias cotidianas, una manera de conllevar su simultánea condición de mujer, pobre, ignorante y adúltera.

 

Al año de su visita a Jerusalén, Baraquia murió. Pese a todo lo que renegaba de él, cuando supe de su fallecimiento lo lloré en la intimidad como se le llora a un padre. Tras su muerte, mi hermano solía ponerlo de ejemplo para ilustrar la idea que acabó dominando su paso por la Tierra: que la fe puede mejorar a las personas. Por mi parte, yo contradecía su argumento y le señalaba que las buenas personas lo serían de todas formas, sin el apoyo de creencia alguna, porque tal cualidad era atributo del carácter personal de cada cual, añadiendo que, a la mayoría, la religión tan solo los convierte en hipócritas, obligándolos a ocultar sus vicios y a alardear de sus virtudes, ya sean estas ciertas o falsas, y que, a no pocos, el culto los volvía aún peores de lo que eran, algo que había constatado durante las lapidaciones prescritas por la Ley al contemplar la saña, la crueldad y el odio inexplicable de los que apedreaban a los infelices condenados a muerte. Verdugos que, con las manos manchadas de sangre, se creían, con absoluta sinceridad, buenos, justos e incluso santos por haber llevado a cabo aquello que estaba escrito.

Al cumplir los doce años ocurrió un incidente desagradable. Habíamos acudido en peregrinación a celebrar la Pascua a Jerusalén y, cuando nos disponíamos a regresar a Nazaret, mi hermano no aparecía. Tras buscarlo durante tres días, lo hallamos en el Templo, disputando sobre asuntos doctrinales con los sacerdotes y hasta con el propio Hilel, que estaba presente y que no salía de su asombro al ver que un mocoso le instruía acerca de la verdadera interpretación de la Ley. Cuando mis padres le riñeron por su ausencia, mi hermanito contestó: “¿Por qué tuvieron que buscarme? ¿No sabían, acaso, que tengo que estar en la casa de mi Padre?”. Cuando pudimos estar a solas, yo, a su vez, le reprendí:

–¿Qué está pasando? ¿Ahora juegas a ser rabino?

Hermano, tú serás el primero en saberlo, pero te pido que guardes secreto hasta que sea el día. Yo soy el que esperan, soy el Mesías.

Tienen razón aquellos que te llaman loco.

Mi hermano, a partir del incidente del Templo, se transformó en un iluminado. Hablaba                                                                                                                                 a las gente como si fuera un rabino erudito, reconviniendo a todo el mundo en cuestiones de moral. En Nazaret se ganó una fama pésima; nuestros vecinos murmuraban: “¿No es este uno de los chicos de la carpintería, hijo de María? ¿De dónde le viene esta sabiduría?”. Tan solo nuestro primo Juan, en las escasas ocasiones en que vino a visitarnos, parecía estar a gusto en su compañía. A partir de los catorce años, Jesús se obsesionó con las especulaciones sobre las cosas últimas, tales como nuestro destino después de la muerte, la existencia o no de un Juicio Final, la venida del Reino de Dios, la posibilidad de un Cielo para los justos, o bien, del Gehena donde los malvados purgarán para siempre... Yo me burlaba de él y, en privado, tildaba de “excrementos” sus preocupaciones piadosas, con el propósito de ofenderle, buscando provocar una ira que nunca conseguí arrancarle. A lo largo de nuestra juventud, mi hermano se dedicó a sermonearme de forma tenaz, siendo el resultado de sus prédicas el contrario al buscado, pues solo consiguió despertar en mí un deseo salvaje de pecar. Creo que si me abracé a todos los excesos fue por el gusto que encontraba en escandalizar a mis padres y en consternar a mi hermano. Las energías que empleó Jesús en fortalecer mi fe hicieron de mí el muchacho más incrédulo de Palestina. Además, ¿dónde estaba ese Dios en los momentos en que le había pedido ayuda? Un Dios que enviaba profetas que clamaban en el desierto y ángeles de luz, pero que era incapaz de corregir hasta la más pueril de las injusticias. Un Dios extraño, silencioso e inútil, al que no entendía ni me convencía. Llegué al privado convencimiento de que Dios no existía y que las Sagradas Escrituras no eran más que una profana y vulgar reunión de rollos escritos por hombres carentes de inspiración divina.

El punto culminante de estas discusiones se produjo cuando teníamos quince años de edad y asistimos, en Séforis –a donde habíamos acompañado a nuestro padre para ayudarle en unos trabajos de carpintería que se hacían con motivo de la reconstrucción de la ciudad–, a la lapidación de una adúltera. Yo aproveché aquel hecho para tratar de erosionar la fe de mi hermano:

Jesús, esta es tu religión, la que mata a esa pobre mujer ante la puerta de la casa de sus padres. Una mujer que, no lo olvides, podría ser nuestra madre.

El Señor no lo aprueba.

–¡Blasfemas! ¿Acaso no está escrito en la ley de Moisés que los reos de adulterio deben morir? ¿Quién eres tú para enmendar la Ley? ¿O es que, como eres el Mesías, ya pretendes fundar un culto distinto al que Yahvéh otorgó al pueblo de Israel?

Nada de eso.

–¿Entonces? –Lo había cazado en una contradicción y disfrutaba con ello.

Dios es amor y misericordia. Ama a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas. –Mi hermano, en las cosas referidas a su fe, hablaba con sentencias, para mi irritación.

Le escuché perplejo, había resumido los numerosos y prolijos preceptos que constreñían la vida de los creyentes, normas que habían sido compiladas con paciencia meticulosa por los doctores de la Ley, en tan solo dos mandatos.

–¿Ya está?, ¿así de simple?

Tú lo has dicho, así de simple.

Tal y como podéis observar, la intimidad de una familia puede resultar tan insólita como sorprendente puede llegar a ser la vida.

Por una parte, estaba mi padre, quien había aceptado, en un acto de amor, lo inaceptable: el embarazo de su desposada por parte de un desconocido. Él no solo la perdonó –ignorando lo que le recomendaron personas sensatas: que la repudiara en secreto para no exponerla a la ignominia pública–, sino que hasta emigró al país de las pirámides en un intento fallido de ocultar la preñez de su mujer a las miradas indiscretas. Un padre al que yo no le perdonaba que hubiese regresado a Nazaret desde Egipto, impelido por la nostalgia de la patria, cuando yo todavía era niño, exponiéndonos a mi hermano y a mí al oprobio que conllevaba el conocimiento público de nuestra bastarda concepción.

Por otro parte, mi madre. Una mujer visitada por ángeles que le transmitían mensajes, a veces tan prosaicos como aquel que nos obligaba a comer humus la víspera del Sábbath.

Sin olvidarme, por supuesto, de un hermano gemelo santurrón que nombraba a su Padre Celestial a cada momento; ni de otros hermanos, incrédulos como yo, de la condición profética de Jesús, pero que se alineaban siempre con la matriarca cuando se desataban las demasiado frecuentes discusiones familiares.

Comprenderéis que tuve que marcharme, alejarme de mi extravagante familia. 

Al poco de cumplir los dieseis años, un día, cansado ya de las admoniciones que me dirigía mi hermano, me planté y le exigí, con gritos y malos modos, que me dejara en paz, que estaba harto de él, que no me censurara más, que no se atreviese ya a realizar la más mínima observación acerca de mi vida y conducta. Jesús me replicó:

Examínate a ti mismo y aprende quién eres, de qué manera existes y cómo es que serás. Puesto que tú serás llamado mi hermano, no es adecuado que seas ignorante de ti mismo.

Recuerdo haberlo mirado con odio, con un desprecio infinito. “Es un loco”, pensé –eso creía entonces; en alguna ocasión había visto a Jesús hablando solo, ¿se supone que conversaba con su Padre Celestial?–. He de confesaros que también me recorrió un viejo y familiar escalofrío: el terror profundo a heredar la locura de mi madre, tal y cómo pensaba que le había ocurrido a mi hermano. Aquel mismo día pedí mi parte de la herencia y anuncié que me iba de casa. Mi madre trató de impedir mi marcha y, con una lucidez hasta el momento inédita en ella, me rogó que me quedará para proteger a Jesús:

Tú eres el fuerte, él es el espiritual. Ama a tu hermano como a tu alma, cuida de él como a la pupila de tus ojos –me rogó.

–¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? –le respondí, con sarcasmo.

No me convenció. Muchas veces me he preguntado qué hubiera pasado de haberme quedado a protegerlo, tal y como me solicitó mi madre. De haber estado a su lado, ¿habría podido evitar que lo crucificaran?

En el reparto de la heredad no me tocó mucho, sin embargo, y pese al escaso peculio obtenido, mi decisión de abandonar el hogar paterno era firme.

El día de mi marcha no permití que ninguno de mis familiares me acompañara en la despedida. Al poco de abandonar la población por el camino que conducía hacia Judea, recuerdo haberme detenido y haberme dado la vuelta para divisar por última vez Nazaret; apenas un miserable y exiguo apiñamiento de viviendas de piedra blanca al resguardo de tres colinas. Agucé la vista hasta distinguir el hogar que dejaba atrás: la casa que mi padre José había construido tras regresar de Egipto, una casa-cueva que aprovechaba una hendidura natural en uno de los promontorios, situada en la periferia de la aldea. Suspiré y apreté el paso. Jamás regresé a Nazaret.

 

martes, 13 de diciembre de 2022

DÓNDE CONSEGUIR LA NOVELA "EL EQUÍVOCO"

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"El equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret" está disponible en más de cuarenta mil librerías de todo el mundo asociadas a Ingram Content Group (en España, la distribución a librerías es
realizada por Podibooks), así como en Amazon, CasadelLibro.com, Agapea, FNAC, Barnes & Noble, Walmart y el resto de plataformas digitales más relevantes.

LA CASA DEL LIBRO https://www.casadellibro.com/libro-el-equivoco/9788409450985/13358940

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EL EQUÍVOCO

 Tras un largo proceso de reflexión, he decidido sacar a la luz mi novela "El equívoco (El Evangelio según Judas de Nazaret)". Se trata, sin duda, del proyecto literario más ambicioso que ha nacido de mi quehacer literario y del que estoy más orgulloso, es lo mejor que he escrito y que probablemente escribiré. Esperando que mi novela tenga el recorrido que se merece, aquí os la brindo.

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¿TUVO JESÚS UN HERMANO GEMELO? NOTA DE PRENSA DE "EL EQUÍVOCO (EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET)" PUBLICADA POR IBERIAN PRESS


"El equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret "es una novela corta de Héctor Daniel Olivera Campos, obra que rescata al personaje de Judas, hermano gemelo Jesús, documentado en textos apócrifos, quien narra al lector la historia de su familia y de las circunstancias que rodearon la muerte del Mesías.

Tras el trágico acontecimiento de la crucifixión, Judas, movido por un impulso, tomará una decisión que tendrá consecuencias imprevisibles y cambiará el mundo para siempre.

El autor, Héctor Daniel Olivera Campos, es un escritor apasionado de la literatura y de la historia, que cultiva la narrativa de forma regular desde hace más de una década. Ha obtenido el primer premio en trece certámenes literarios y ha sido finalista en otros muchos. A su vez ha publicado relatos en diversas antologías y en revistas literarias de España, Latinoamérica, Israel, Estados Unidos y Eslovenia.

El equívoco: El Evangelio según Judas de Nazaret está disponible en más de cuarenta mil librerías de todo el mundo asociadas a Ingram Content Group (en España, la distribución a librerías es realizada por Podibooks), así como en Amazon, CasadelLibro.com, Agapea, FNAC, Barnes & Noble, Walmart y en las de plataformas digitales más relevantes.

 https://www.iberianpress.es/noticia/tenia-jesucristo-un-hermano-gemelo-el-equivoco/43921




sábado, 3 de diciembre de 2022

XVI EDICIÓN PREMIOS OROLA

 

El pasado 28 de noviembre se efectuó el acto de entrega de los XVI premios Orola de Vivencias, en los que fui galardonado con el segundo premio. Instantánea del momento.
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miércoles, 23 de noviembre de 2022

ALMAS SUICIDAS

 Mi relato "Almas suicidas" en la Revista Iguales (número 2).




ALMAS SUICIDAS

 

Se conocieron en un grupo de autoayuda para suicidas frustrados. Pequeños detalles los delataron el uno al otro: el brillo equívoco de la mirada de él, el pasarse la lengua descuidadamente por los labios de ella, la mueca en fase de evolución a sonrisa perversa del hombre, la frivolidad del cruce de piernas de la mujer, (piernas apetitosamente torneadas, embutidas en unas medias negras, caladas e infinitas que brotaban de su minifalda). Ellos no eran como el resto de los presentes: depresivos ramplones en lucha contra su baja autoestima y su vulnerabilidad. Ellos habían sido convocados ahí por otros demonios. Se estaban preparando para el hecho, entrenándose, tomando apuntes, por así decirlo.

 

Tras la sesión del grupo de ayuda y durante el refrigerio, se pelearon, entre risas, por devorar la última croqueta que permanecía indemne del lote donado por la abuela de una de las anoréxicas presentes. Ellos eran los únicos que se reían a carcajadas entre aquel grupo de gente triste. Compartieron la croqueta a medias. Aquella noche compartieron, también, un cigarrillo tras haber estado follando como fieras, como si gastaran sus últimos instantes de vida.

 

Los días que siguieron fueron de mutuo reconocimiento. Ambos confesaron sus respectivas juventudes góticas construidas a base de sesiones, a todas horas, de Marylin Manson, drogas y mucho rímel. Los dos habían leído la obra de Nietzsche al completo en la misma edición de tapas duras mientras escuchaban música de Kurt Cobain. Y, también, los dos, habían obtenido las máximas puntuaciones en el test de la “Escala de ideación suicida”, cuando sus progenitores los arrastraron a las consultas de sendos psiquiatras.

 

Sus gustos se habían refinado y desde su categoría de fans de grupos musicales siniestros habían derivado a letraheridos decadentes y morbosos. Sostenían con Camus que no existía ningún otro problema filosófico verdaderamente serio que no fuera el suicidio y consideraban, como Balzac, que cada suicidio constituía un sublime poema de melancolía.  Sólo leían a escritores que se hubiesen suicidado, eran los únicos que les merecían respeto y despertaban su interés, lo que daba lugar a un cúmulo ecléctico de autores: Paul Celan, Drieu La Rochelle, Ángel Ganivet, Ernest Hemingway, Kennedy Toole, Larra, Malcom Lowry, Leopoldo Lugones, José Mallorquí, Sándor Márai, Mayakovsi, Pavese, Petronio, Séneca, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Horacio Quiroga, Jack London, Salgari, Alfonsina Storni, Virginia Woolf… Pero, sobre todo, admiraban a Mishima por encima de todas las cosas, el kamikaze frustrado, el autor que se pasó toda la vida preparándose para su suicidio ritual. Era tanto el amor que profesaban por la cultura necrófila japonesa, que hasta eran capaces de recitar de memoria las traducciones de ciertos haikus que habían pronunciado algunos generales nipones a modo de epitafio antes de hacerse el sepukku en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Incluso, siguiendo la estela del espíritu mortuorio del país del sol naciente, se agregaron, a través de internet, a uno de esos hatos de jóvenes nipones que pactaban suicidarse grupalmente. Ya tenían fecha para ahorcarse en el bosque de los suicidas en las faldas del monte Fuji, cuando se echaron atrás al considerar que un suicidio colectivo era un acto gregario y, por lo tanto, plebeyo. Para ellos, la única selva de los suicidas en la que esperaban ingresar era la descrita por Dante en su infierno de La Divina Comedia. El suicidio, definitivo acto de autodeterminación humana y paradigma del individualismo, no debía ser mancillado en su simbolismo por comportamientos de manada.

 

A medida que fueron profundizando en su amor, la idea de suicidarse juntos fue arraigando en sus conciencias a modo de emulación de los míticos Romeo y Julieta. Bromeaban diciéndose que, como su idilio había sido lo que llaman un flechazo, debían matarse con un dardo de ballesta. En su mitomanía literaria comenzaron a elevar a Arthur Koestler, autor que se suicidó junto con su mujer y, sobre todo, a Stefan Zweig, que hizo lo propio. En la nota de suicidio que Zweig dejó, pedía disculpas por las molestias que le iba a ocasionar a la dueña de la casa que tenía alquilada y daba instrucciones sobre qué hacer con su perro. Lo encontraron impecablemente vestido, con la corbata anudada, en una habitación en perfecto orden. Él y su mujer, Lotte Altmann, yacían abrazados sobre la cama de matrimonio. Sus amigos, repartidos por el mundo, recibieron cartas de despedida. Pero si algo superaba aquella elegancia en el adiós por propia mano, aquel gusto por el detalle, fue el veneno elegido para el tránsito: “Veronal”, un somnífero bautizado así en honor a Verona, la ciudad italiana donde transcurría el drama de Romeo y Julieta. Si la vida imita al arte, la salida voluntaria de la vida bien podía ser el supremo acto artístico.

 

Decidió la pareja, por fin, salir de la escena del teatro del mundo, arrojándose cogidos de la mano por un precipicio. Aquel sería un acto de exquisito e incomprendido romanticismo, un homenaje críptico al lienzo “El caminante sobre el mar de nubes” de Friedrich, imagen que dejaron como testamento silente de sus respectivos perfiles de Instagram. Juraron hacerlo. Eligieron un acantilado emblemático de gran altura y soberbia verticalidad. A un par de pasos de la muerte, ella soltó la mano y reculó, mientras que el hombre se hundía en el vacío durante unos pocos segundos, los precisos para activar el paracaídas que llevaba escondido. ¿Quién traicionó a quién? Sobrevivieron, pero la pareja se desvaneció en aquel instante. Lo peor no fue que se destapasen sus respectivos apegos a la vida o la falsedad de sus poses teatrales; lo peor fue enterarse que ambos habían contratados sendas pólizas de seguros por las que se embolsaban suculentas cantidades en caso de fallecimiento del otro miembro de la pareja.