Al tranviario no le gustó saber por su
mujer que el nuevo inquilino de uno de los apartamentos de la quinta planta era
español. No le caían bien los españoles, hasta hacía poco pensaba –por las
películas que había visto en su niñez- que todos eran gitanos; pero ya por
aquellas fechas, principios de 1967, habían llegado numerosos inmigrantes
procedentes de España a trabajar a Frankfurt, así que más de uno ya se había
subido a su tranvía. Lo que más le molestaba de los españoles era que hablasen
a gritos, algo que también ocurría con los italianos, estos últimos incluso
gesticulaban más. El Gobierno decía que eran necesarios para el desarrollo del
país, que se necesitaba mano de obra. El tranviario había visto con
consternación como desde mediados de la década de los cincuenta del siglo XX su
país se iba llenando de extranjeros en lo que entendía como una oscura,
silenciosa y amenazante colonización. Los miserables de todas las naciones
llamaban a las puertas de la gran nación germana que resucitaba del marasmo de
la postguerra. Piadosamente a aquellas hordas se les denominaba gastarbeiter (“trabajadores invitados”).
En 1964 el gastarbeiter un millón
recibió un ciclomotor como premio al traspasar las fronteras alemanas. Ahora
los españoles llegaban a su comunidad de vecinos, pronto los tendría en el
salón de su hogar tomando café.
El tranviario no pudo evitar mostrar una
reacción de sorpresa en su rostro, al encontrarse, tras su vuelta del trabajo,
a un hombre joven de cabellos negros sentado en el salón de su casa tomando té
con su esposa.
-Cariño, es Daniel, el nuevo vecino
español del que te hablé.
El tranviario, lo primero que pensó es que
el nuevo vecino tenía nombre de judío y vaciló en estrecharle la mano que el
joven se la ofrecía con entusiasmo. Además, ¿aquel tipo no tenía apellido? En
los quince años que el tranviario llevaba trabajando bajo las órdenes de Herr
Müller, todavía no se le había ocurrido dirigirse a él llamándole Hans y ¿ahora
a aquel judío extranjero al que le acababan de presentar debía llamarle por el
nombre de pila?
-¿Daniel?
-Sí, Daniel.
“¡Vaya! El judío extranjero sabe hablar
alemán”, se dijo a sí mismo el tranviario, nuevamente sorprendido. Hasta
entonces los españoles que recogía en la parada de la estación de tren, los gastarbeiter que vestían trajes de pana
o americanas baratas y acarreaban maletas de cartón, no sabían ni decir guten morgen.
-Cariño, Daniel es estudiante
universitario, ha venido a Alemania a acabar sus estudios de…, ¿cómo dijo que
se llama eso que estudia?
-Filología germánica.
-Me ha confesado que hace días que quería
conocerte. Fíjate que pensaba que el rótulo que figura en el buzón era una
broma de mal gusto –apuntó la esposa.
-Y usted es el famoso…
-No, yo no soy famoso, es una mera
coincidencia –interrumpió el tranviario al español con una indisimulada
incomodidad-. Me he visto obligado a poner el nombre, si no, las cartas no me
llegan.
-No quería importunarle, disculpe si yo…
-No hay de qué.
-¿Puedo hacerle otra pregunta, aún a
riesgo de molestarle? Ya me imagino que le fastidie que los extraños hurguen en
el tema.
-Diga.
-¿Acaso es usted familiar de…?
-¡En absoluto! Es más, le contaré algo que
poca gente sabe. El padre de la persona con la que comparto nombre y apellido fue
inscrito al nacer como Alois Schicklgruber, que era el apellido de su madre,
porque él era hijo bastardo, y se llamó así hasta los treinta y nueve años de
edad cuando acudió al notario del distrito y declaró ser hijo biológico de su
padrastro ya muerto. El notario procedió a sustituir el apellido de la madre
por el del padrastro y al hacerlo cometió una errata, suprimió una e y una d sustituyéndolas por una t.
Como ve, es imposible que fuéramos
familia, ni siquiera tendría que llamarse como yo.
-¡Caramba, que interesante! No lo sabía. Usted debe
odiar a ese notario. Su tocayo fue un gran fraude, sólo hay que ver cómo les
embaucó, hasta su apellido era fraudulento. –el tranviario asintió
con un movimiento de cabeza-. Perdone que haya insistido, siempre me ha fascinado
el fenómeno de la homonimia. –“¿homonimia? Me está llamando homosexual”, pensó
el tranviario que no replicó al no estar seguro de haberle entendido
correctamente-. ¿Sabía que hay personas inocentes que han acabado en prisión sin
haber cometido más crimen que el de llamarse igual que el delincuente verdadero
al que buscaban? Mi interés comenzó cuando supe que había una persona en mi
país con mi mismo nombre y apellidos con el que no guardo ninguna relación de
parentesco: Daniel Galván Viña. Siendo adolescente recibí por error una carta
dirigida a mi tocayo con el siguiente texto: “Huye. Te han descubierto”. El
tipo vivía en la otra punta del país a cientos de kilómetros de mi domicilio,
el cómo había llegado aquella misiva a mis manos es un misterio que sólo conoce
la empresa de correos. Saber que alguien se llama igual que tú, pese a que tus
apellidos son poco frecuentes, causa extrañeza; algo que tú creías que era tu
marca de identificación, tu patrimonio personal e intransferible y resulta que
es usado por otra persona en algún otro lugar; sientes como si te usurparán
parte de tu identidad. Me entiende, ¿verdad? –el tranviario asintió con un
movimiento seco y rápido de cabeza-. Desde que recibí aquella carta tan
sugerente especulé con ese otro yo. Aparte de nombre y apellidos, ¿habría otras
concordancias? ¿Tendríamos un aspecto similar o divergente? ¿Compartiríamos
gustos, aficiones, lecturas…? También fantaseé con sus andanzas y con que
quizás estaba viviendo la vida que a mí me tocaba vivir en una especie de
destino paralelo o quizás al realizar sus propios actos me complementaba. Me
decía que él era un criminal que huía –le habían descubierto- para que yo fuese
una persona respetuosa con las leyes. El haz y el envés, el yin y el yang, no sé si me sigue.
El tranviario pensaba que el español tenía
demasiado tiempo libre, si tuviera que conducir ocho horas diarias un tranvía acosado
por el tráfico rodado, no se devanaría los sesos pensando en estupideces. No
obstante, no quería ser maleducado, a pesar de haberlo catalogado ya como un cretino:
-Dicen que todos tenemos un doble
–respondió el conductor de tranvías con condescendencia.
-Eso no está científicamente demostrado,
aunque hay personas con parecidos asombrosos. Pero lo que puedo asegurarle es
que hay quienes comparten entre sí nombres y apellidos cuyas coincidencias son
tan improbables como pasmosas. ¿Se ha percatado que no hay ningún gran
personaje histórico –salvo los reyes, claro- que repita su nombre? La Historia
es sabia en singularizarlos. Tengo una teoría al respecto: Cuando aparece un
gran hombre, los que se llaman como él mueren en el anonimato, el hombre
ilustre los eclipsa.
-Así, que yo no haré nada en la vida, ¿es
eso lo que quiere decir?
-Por favor, no se ofenda. Su mujer me ha
dicho que es usted tranviario, que conduce el tranvía número ochenta y ocho.
Mejor que nadie sepa de usted, un modesto tranviario, que pasar a la historia
como su tocayo, la encarnación del mal. –el tranviario desvió su mirada hacia
el reloj de pulsera, cada vez le disgustaba más mantener aquella conversación
absurda. El invitado pareció darse cuenta de la impaciencia del
anfitrión.-Bueno, ya les he entretenido demasiado con mi verborrea, ha sido
todo un placer el conocerles. Señora, muchas gracias por el té. Adiós.
El tranviario, que no quería pasar por
descortés, se descolgó con un último comentario, cuando ya había abierto la
puerta del apartamento para que saliese el joven español:
-Espere.
-¿Sí?
-¿En su país hay gente que se llame igual
que ese dictador que tienen allí?
-¿Franco? Sí, claro, es un apellido común.
Pero si tienes la desgracia de llamarte Franco y le pones al niño de nombre Francisco,
es que eres muy… franquista. Conozco a varios Francisco Franco e incluso a un
Amado Franco.
El tranviario rió con aquello de Amado
Franco; “Desde luego –pensó- había gente aduladora y servil”.
-Un judío curioso –proclamó el tranviario
apenas salió por la puerta el vecino español.
-¿Y por qué tiene que ser judío? –preguntó
Herta, la esposa del tranviario.
-Llamándose Daniel.
-Esos que vienen a molestar los domingos
por la mañana también les ponen nombres judíos a sus hijos.
-Sí, esos…, los Testigos de Jehová.
Tampoco me gustan –dictaminó el marido.
-Además en España no hay judíos, allí lo
que hay son muchos gitanos.
-Me extraña que allí no los haya, judíos
hay en todas partes.
-Los reyes de España expulsaron a los
judíos pero se quedaron con los gitanos. Lo leí hace poco en una revista en la
consulta del dentista.
-Hicieron un extraño negocio.
- El joven me cae bien, habla nuestro
idioma.
-Con un acento espantoso.
-¿Y cómo hablarías tú español? Además, en
la nueva Alemania se supone que hemos superado esos prejuicios de la época del Tercer
Reich.
-Sí, claro. Pero desconfío de los
españoles, sólo hay que ver como torturan a los toros y como disfrutan con ello, ¡son tan bárbaros!
Dos días después de la visita del español,
Herta informó con alborozo a su marido que el vecino extranjero no sólo no era
judío, si no que era católico al igual que ellos dos, bávaros de nacimiento. El
vecino le había dicho que España era un país muy monótono en cuestión de
creencias religiosas, “Allí todo el mundo es católico, hasta los ateos son
católicos”.
El tranviario y su vecino español se
cruzaron repetidas veces subiendo o bajando las escaleras en los meses que
siguieron a aquella singular visita. Para alivio del chófer, el joven nunca
volvió hacer mención al nombre del tranviario y las breves conversaciones que
mantuvieron giraron en torno al tiempo que hacía y otras intranscendencias. No
obstante, en una ocasión el español le preguntó al tranviario la razón por la
que no singularizaban a los tranvías de la ciudad por un nombre relacionado con
la ruta que efectuaban, “como en Nueva Orleans que hay uno llamado Deseo y otro Cementerios”; en vez de seguir utilizando una cifra, algo que le
parecía aséptico, impersonal y difícil de memorizar. El tranviario le recordó
que aparte de identificarse cada ruta con un número –él conducía el ochenta y
ocho- todos los convoyes llevaban en su parte delantera un cartel indicando el
nombre de las dos paradas extremas entre las que circulaba la línea.
A principios de septiembre, Herr Müller,
el encargado del tranviario, amonestó al conductor por no llevar visible la
placa con su nombre grabado prendida en la chaqueta de su uniforme, tal como era
preceptivo. El tranviario se disculpó y prometió a su supervisor que en
adelante la llevaría.
A mediados de octubre, una matrona ancha y
esplendida subió al tranvía número ochenta y ocho que conducía el tranviario,
parapetado detrás de ella, y sin que le diera tiempo al chófer a reaccionar,
subió la figura delgada y encorvada –córvida- de Herr Müller que se percató de
inmediato con su mirada torva que el tranviario conducía nuevamente sin lucir
su placa identificativa pese a que le obligaba el reglamento de la empresa.
Müller no se anduvo con rodeos, no sólo le amonestó, si no que le dijo que le
abrirían un expediente por la infracción y que esperase como mínimo una sanción
equivalente a una semana de suspensión de empleo y sueldo.
Cuando Müller se apeó en la siguiente
parada, el tranviario sentía que le hervía la sangre. ¿Acaso aquel cerdo no
sabía de sobras como se llamaba? Entonces, ¿cómo podía exigirle que llevase la
chapa de mierda? La última vez que la llevó, un viajero de aspecto truculento
le enseñó un brazo tatuado con números y le escupió en el rostro. Se oyó
protestar a un pasajero, el incidente había desconcentrado al tranviario y éste
se había saltado una parada. Sin darse cuenta, el conductor pisaba el
acelerador más de la cuenta, el tranvía cabalgaba sobre el camino de hierro despidiendo
chispazos de furia en la catenaria. El tranviario siguió maldiciendo su suerte:
Claro que había estado en las juventudes hitlerianas, como todos los chicos de
su edad, era obligatorio; y por supuesto que había servido en el ejército
durante la guerra, como otros muchos millones de alemanes más, de no haberlo
hecho lo habrían fusilado por desertor. En cambio, Herr Müller había estado en
las SS y sólo el diablo sabría a cuantos judíos, gitanos y polacos había
exterminado su supervisor y nadie osaba molestarle, era alguien respetable al
que había que dirigirse con deferencia. El tranviario se sentía tan culpable
del pasado infame de su país como el más inocente de los alemanes; entonces,
¿por qué debía acarrear aquella cruz que nadie más llevaba? ¿por qué debía él
ofrecer unas explicaciones y esbozar unas disculpas que no exigían al resto de
sus compatriotas? Todos los alemanes supervivientes se afanaban en culpar a
Hitler de lo ocurrido, pero él solo no llevó a cabo la guerra y el Holocausto;
todos fueron culpables… o todos fueron inocentes. Significarle a él –un humilde
tranviario- por encima de los demás era
un acto hipócrita, un ejercicio de fariseísmo nominativo. Se oyó protestar a un
segundo viajero, y a un tercero y a un cuarto; el chófer se había saltado una
segunda parada y todo el pasaje le recriminaba su conducción en una tumultuosa
tertulia típicamente latina pese a que todos ellos eran genuinos alemanes.
El día acabo mal, hasta muy avanzada la
noche el tranviario no pudo regresar a su hogar. En el zaguán de su edificio se
tropezó con el vecino español que al ver su cara desencajada le preguntó si se
encontraba bien.
-Vengo de declarar en la comisaría de
policía. Acabo de matar a un hombre –respondió el tranviario.
-¿Qué?
-Disculpe, me he explicado mal, aún estoy
aturdido por lo ocurrido. Quiero decir que he atropellado a un peatón.
-Lo siento mucho.
-Creo que salió de un hotel. No lo vi,
cuando me di cuenta ya fue demasiado tarde. Ha sido un lamentable accidente.
Era español como usted.
Al día siguiente, el joven español detuvo
al tranviario que en aquel momento descendía por las escaleras.
-¿Sabe cómo se llamaba el hombre al que
atropelló ayer?
-Lo siento, me dijeron el nombre, pero
ahora mismo no lo recuerdo.
-Era Víctor Seix de la editorial Seix y
Barral.
-¿Acaso ese señor era famoso en su país?
-¡Ya lo creo! El mayor editor de España,
cada vez que se le recuerde y se aluda a su muerte, saldrá su nombre a relucir,
es un dato demasiado llamativo como para omitirse. Vecino, acaba usted de
entrar en la Historia…, bueno, más bien en la anécdota que es la fase
embrionaria del hecho histórico.
Apenas unos meses antes aquel españolito
había pronosticado al tranviario que sus actos y el recuerdo de su persona
terminarían sepultados bajo la densa corteza del olvido y ahora le aseguraba
que sería conocido con motivo de aquel atropello. El tranviario no pudo evitar
sonreír quedamente. Si era cierto lo aquel español contaba, Adolf Hitler –que
así se llamaba el tranviario- acababa de ingresar en la Historia y, al igual
que el Führer, lo había hecho matando.
Relato publicado en "El callejón de las once esquinas", número siete.
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