Soy marchante de arte, obsesionado con
hallar gangas. Cada día, mientras desayuno, me dedicó a leer la lista de
decesos, apunto los nombres y busco sus direcciones en internet. Después de
buscar información complementaria en la red, hago una primera criba, los que
pasan el filtro, los archivo en la carpeta de “muertos interesantes”. Al tercer
día del óbito me presento en el domicilio del finado haciéndome pasar por un
conocido del interfecto que viene a trasmitirle las condolencias a la familia
o, por el marchante que soy, interesándome por una pieza que el difunto pensaba
venderme. Husmeo en las casas y sondeo a los deudos acerca de lo que pudieran
tener de valor. En más de un noventa por ciento de los casos mis indagaciones
son infructuosas y me voy con las manos vacías; en un nueve por ciento adquiero
quincalla -cuberterías de plata, máquinas de coser antiguas, colecciones
numismáticas y filatélicas, libros descatalogados, etc-; en casi el uno por
ciento encuentro algo interesante y verdaderamente rentable y, en contadas
excepciones, como si de una aparición mariana se tratase, me topo con la gran
ganga.
En una de mis pesquisas acudí a un
edificio de pisos con solera del centro de la ciudad. La decoración modernista
del vestíbulo y su ascensor de los años veinte, estilo art-decó, ya me pusieron
de buen humor, mi olfato de sabueso intuía que iba a hallar una pieza
interesante. En el zaguán me franqueó el
paso la portera, mocho en mano, cual cancerbero chismoso. Le dije que tenía una
cita con la muerta para comprarle unas antigüedades que poseía. La portera me
miró con desconfianza, era obvio que no me creía. La anciana era una vieja alemana que no tenía
familia ni amistades conocidas, ya que “era muy rancia, no se relacionaba con
nadie y no salía de casa”, dictaminó la portera, así que le extrañaba que yo la
conociese. Le dije que hablé con ella por teléfono, que me contó que estaba
pasando apuros económicos y que tenía algunas cosas para ofrecerme. Todavía
escamada, la buena señora tomó unas llaves de un casillero y me dijo “venga”,
la seguí.
Entré en el apartamento de la muerta. No
hacía falta ser Sherlock Holmes para deducir que estaba ocurriendo. La portera,
sola o en compañía de otros, le estaba “limpiando” el piso. Cajones abiertos,
en los que sin duda alguien había hurgado en busca de joyas y dinero y cuadros
descolgados y apilados contra una de las paredes del salón. “La difunta, que
Dios la tenga en su gloria, era una guarra.
Todo esto estaba hecho un asco. Yo le estoy limpiando la vivienda para
que cuando vengan los herederos, si es que aparecen, no se lo encuentren todo
hecho una porquería. Yo no gano nada con esto, es por mantener el prestigio de
la escalera. Usted ya me entiende”, se justificó la matrona. “Claro, por
supuesto”, asentí con hipocresía.
Reconozco que estaba decepcionado -¿mi
olfato me fallaba?-, a simple vista no había nada de interés: muebles viejos,
que no antiguos; menaje de los años setenta sin valor alguno; souvenirs
horteras… Con desdén, casi con fastidio, revisé los cuadros: arlequines
llorando y escenas de caza de un kistch infecto. Escondida tras un puzle
encolado y enmarcado de la Puerta de Brandeburgo, encontré una acuarela que
llamó mi atención: Era un paisaje que representaba el Castillo del Rey loco de
Baviera ejecutado por un pintor mediocre en un estilo académico muy
trasnochado. A simple vista me pareció una obra de principios del siglo XX. Al
leer la firma, casi me tiemblan las piernas: “A. Hitler. 1910”. Reprimí mi
sorpresa y mi entusiasmo y declaré en tono lacónico y poniendo mi mejor cara de
poker:
-¡Qué desilusión, aquí no hay nada que
valga la pena! La señora debía ser una vieja loca que se creía que tenía el
tesoro de Sierra Madre.
- ¿La alemana no le habló de lo que
quería venderme?
-No, sólo me dijo que tenía unos
cuadros, pero todo esto no es más que basura. Por no irme con las manos vacías
me llevaría esta acuarela, pero no sé si vale la pena. Le doy veinte euros
-añadí porque sabía que la portera vendería todo lo que pudiese en algún rastro
y yo, en aquel momento, era el rastro que la visitaba, ahorrándose el viaje. No
tenía sentido seguir con el paripé.
-¡Veinte euros! Pero si es…, es…, es un
castillo muy bonito -dijo tomando el dibujo con brusquedad con sus pezuñas de
marujona. No obstante me alegró saber que no tenía ni idea de lo que tenía
entre manos.
-Treinta.
-Cincuenta.
-Cuarenta, mi última oferta.
-¡Hecho!
La señora pensaba que había hecho una
buena venta porque hasta me invitó a café con leche y madalenas caseras. Tuve
que aguantar por espacio de media hora como me contaba su vida de viuda
menesterosa, lo que no era más que una manera sibilina de justificar sus
rapiñas.
La siguiente alegría al hallazgo de la
acuarela fue autentificar que era obra del mismísimo Führer. Pasé un par de
semanas concentrado en discutir con galerías y marchantes. Los entendidos me
aconsejaron que esperase para sacarla al mercado, pues su autor era muy
controvertido por razones ajenas al arte y que me aconsejaban a que la
subastase en una sesión en la que se ofertaran más objetos relacionados con el
dictador alemán. La última vez que se había vendido un lote de catorce
acuarelas y dibujos de Hitler las pujas superaron los cuatrocientos mil euros.
Había encontrado la gran ganga.
Como más temprano que tarde iba a
ingresar un pastizal de dinero, decidí no posponer la compra de un coche nuevo,
por lo que me deshice de mi Peugeot y me compré un Audi. Reconozco que fue un
capricho, el primero de una serie, porque a partir de ese momento comenzaron a
asaltarme oscuros deseos y extravagantes antojos.
Tras el Audi me empeñé en tener un perro
-y eso que siempre los había detestado-. En contra de la opinión de mi esposa
me compré una perra de la raza Pastor alemán a la que llamé Blonda y
adiestré con palabras germanas: Sitz, revier, ruhig, hier, laufen, springt…,
y mi preferida: Pfote (dame la patita). Llevado por una súbita
germanofilia comencé a coleccionar soldaditos de plomo nazis y a estudiar
alemán por correspondencia. También experimenté cambios en mis hábitos
alimentarios; dejé de frecuentar los kebab y me aficioné al chucrut, las
salchichas, el codillo y la cerveza bávara. Le siguieron otras excentricidades
a las que sucumbí, como escuchar a Wagner a todas horas y a toda hostia y salir
a la calle vestido de tirolés. Por último, comencé a odiar a moros, gitanos,
negros, judíos, Testigos de Jehová, homosexuales y rojos.
A la par que aumentaba mi locura aria,
la convivencia con mi mujer se fue degradando. En un postrero intento de
llevarse bien conmigo, una tarde me propuso que viéramos una de las viejas
películas de mi videoteca, mi cinta preferida: “El violinista en el tejado”. No
pasé de los créditos de inicio. Me mareé y vomité sin querer encima de mi santa
esposa. Se aseó, hizo las maletas y se marchó a casa de su madre.
El quedarme sólo empeoró mi deriva. Me
obsesioné con la peor de mis fobias: la cuestión judía. De repente veía judíos
por todas partes, aunque nada los identificara como tales, porque “no es la
religión, es la sangre la que hace al judío”, no paraba de repetirme con
maligna insidia. Como no podía pedirle a
los hombres que se bajaran los pantalones y me enseñaran la chorra, para ver si
estaban circuncidados; me bastaba con atisbar una nariz prominente, unas orejas
grandes o cabellos rizados, para certificar la raza hebraica del sujeto. En
España miles de judíos se habían convertido al catolicismo a lo largo de los
siglos, los llamados marranos, ¿cómo saber si a alguien le corría sangre judía
por sus venas? Como no podía ir por el mundo haciendo tests genéticos,
decidí recluirme en mi casa y no relacionarme con nadie. Por último, comencé a
sospechar que yo también podría tener ascendencia judía. Contacté por internet
con un genealogista para que buscara en mi linaje ancestros semitas. Si
encontraba una sola gota de sangre judía corriendo por mis venas, por ínfima
que fuese, estaba decidido a suicidarme y hasta había comprado una dosis de
cianuro a tal objeto.
Una tarde, mientras esperaba, y temía,
el veredicto del genetista, me puse a ver la película “El diario de Dorian
Gray”, para tratar de distraerme. Fue entonces cuando comprendí lo que me
ocurría, ¡era por culpa de la puta acuarela de Adolf Hitler! Tomé el cuadro,
bajé corriendo las escaleras y lo tiré al contenedor de basura. A la mañana
siguiente me levanté liviano y con un sentimiento de asco hacia mis
germanofilias. A fin de comprobar mi total sanación, tras desayunar, visioné en
el ordenador la película “Éxodo” protagonizada por Paul Newman, la cinta más
sionista jamás filmada. Me encantó la cinta, ¡estaba curado!
Gracias a Dios he rehecho mi vida al
lado de mi esposa, vuelvo a ser la persona normal y tolerante que era antes de
que la pintura maldita me hubiese envenenado con sus emanaciones. Aunque he de
reconocer que he cambiado unas manías por otras; me he dejado un bigote largo y
fino que rizo en sus puntas con unas tenacillas. Mi mujer ha comenzado a
protestar porque dice abuso del adjetivo “surrealista” y no entiende que lleve
una barretina catalana en la cabeza todo el día, siendo yo de Parla. Está tan
arisca que no sé cómo explicarle que deseo que hagamos un cambio en nuestros
hábitos amatorios. Ardo en deseos de contemplar a mi mujer acostándose con todo
tipo de desconocidos mientras yo la observo y me masturbo tras un biombo.
P.D. Se me olvidaba, hace tres meses adquirí en un mercadillo otra superganga, un lienzo de Salvador Dalí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario