DANDY
Federico
se levantó aquella mañana de domingo, malhumorado, como era habitual en él. Al
buscar su ropa interior se percató que la asistenta había mezclado otra vez los
calzoncillos con los calcetines en la misma gaveta, lo que le puso furioso. Federico
no soportaba la incompetencia, en el diario en el que fungía de columnista de
opinión había escrito numerosas diatribas al respecto. Federico se veía a sí
mismo como un perfeccionista, pero los que le conocían lo tenían por una mala
persona que esperaba que los demás cometiesen cualquier fallo, por insignificante
que fuese, para abalanzarse sobre ellos y refregarles con saña el error.
Una
vez vestido, el hombre tomó el ascensor con el objeto de desayunar en la
cafetería de la acera de enfrente. El elevador se detuvo en la sexta planta y
en la cabina entró Julieta, una señora mayor que vivía en aquel rellano. Por lo
poco que Federico sabía de la mujer -él detestaba a todos los vecinos y apenas
se relacionaba con ellos-, era viuda desde hacía una década. La vecina siempre
iba acompañada de una pequeña perrita blanca y lanuda, mestiza, mezcla de bichón
maltés con otra raza indeterminada. Al hombre le sorprendió que no le diera los
buenos días como solía hacer, aunque le compensaba aquella leve descortesía el
hecho de verla sin su mascota. La mujer estaba cabizbaja y comenzó a sollozar,
algo que a Federico le molestó en grado sumo.
-¿Se
puede saber que le pasa? -le preguntó el hombre con brusquedad.
-Anteayer
tuve que sacrificar a mi Cuqui, estaba muy enfermita.
-¿La
mataron anteayer y todavía está llorando?
-Es
que era muy buena, muy leal. Se les quiere mucho, te dejan huella. Son fieles
como ninguna persona lo es, te aman sin juzgarte y…
-Sí,
ya sé, ya me conozco todos esos tópicos estúpidos.
-Usted
no lo entiende porque no ha tenido ningún perro.
-¡Ni
pienso tenerlo!
-Un
día lo necesitará y me entenderá, no pierda la esperanza -respondió dolida, la
mujer.
-Sí,
claro, el día en que esquiando en los Alpes me cubra una avalancha de nieve y
venga un perro de raza San Bernardo con el barrilito de coñac colgando de su
correa, ¡no te jode!
-No
sé cómo no comprende que estoy de duelo. Le aseguro que se les quiere casi como
a un hijo.
-No,
eso no se lo acepto. Se pasan de castaño oscuro humanizando a sus mascotas.
Pero, vamos a ver, señora, ¿acaso no le da vergüenza? Con tantos niños
muriéndose de hambre en el mundo y usted gimoteando por un animal -Julieta
rompió a llorar abiertamente y Federico esbozó una sonrisita de triunfo.
Disfrutaba viéndola sufrir, que le dieran por saco a ella y a su perra muerta.
El ascensor llegó al vestíbulo del edificio.
“¡Qué
pesados los dueños con sus bicharracos!”. Si había algo que Federico odiaba más
que a las personas, era a los perros. Pidió el café con leche y se dispuso a
leer la prensa, pero no conseguía concentrarse. Siempre que se mostraba cruel
le ocurría lo mismo. La crueldad tenía en Federico los mismos efectos que una
droga: un subidón al constatar que la persona sufría y después un bajón, un
desasosiego, un reguero de malestar difuso. Para combatir aquella resaca que le
dejaba su crueldad, necesitaba emplearse con saña en una maldad mayor. No
obstante, su vecina le acababa de dar el tema para su columna semanal: Un
alegato contra los perros y sus dueños.
Esa misma tarde se
colocó frente a su ordenador, junto a una botella de bourbon al alcance de la mano, que vacío a lo largo de mil palabras
escritas. Federico se desfogó al redactar su artículo anticanino. Cargó contra
el ayuntamiento de la capital y su reciente nueva ordenanza de tenencia de
animales domésticos. Afirmaba que “Los perros urbanos no son más que una fuente
insalubre y perniciosa de molestias”. Y arremetía contra “las deyecciones” de
orines de los canes en la vía pública; “No creo que en toda la ciudad quede ni
una esquina libre de esas repugnantes, malolientes y omnipresentes manchas
negras” y, por supuesto, subió el tono al perorar contra las “cacas perrunas” y
el “incivismo” de los dueños. “El
problema -argumentaba- es que hemos humanizado a los perros. Todos conocemos a
alguien que considera a su can más sensible que Botticelli y más inteligente
que Sócrates. Tendríamos que aprender de otras culturas que se los comen sin
ningún tipo de remilgo o empacho”. Volcada la bilis, la conclusión de la
columna la teñía con un tono falsamente pesimista: “Los perros urbanos plantean
un problema tan previsible como irresoluble, y en vez de intentar solucionarlo
nos limitamos a gestionar su mierda. Y mal. Y mientras tanto, miles de perros
continuarán haciéndonos la vida imposible, aullando cuando oyen la sirena de
una ambulancia o el sonido de los petardos en fiestas señaladas, despertándonos
con sus ladridos durante las madrugadas y ensuciando nuestras calles.
Tendríamos que ubicar a los animales donde les corresponde, es decir, en la
naturaleza. Y no entre nosotros, reduciéndolos a la triste condición de
electrodomésticos vivos que defecan, ladran y babean, servidumbres que
soportamos a cambio de que ejerzan como depósitos de un amor triste, sí, muy
triste, porque somos incapaces de dirigirlo hacia quien realmente lo merece y
necesita: nuestros conciudadanos menos favorecidos”.
Al día siguiente a la
publicación del artículo, el director del diario telefoneó a Federico para
felicitarle, “Eres trending topic”, le anunció. Sí, en efecto, la
columna había causado el revuelo previsto por su autor, los comentarios bullían
en el formato de prensa digital y muchos lectores habían hecho llegar cartas de
protesta a la Redacción. Pero lo importante, es que se hablara, Federico era
garantía de polémica y audiencia. Charlando eufórico con el director de su
medio, distraído con la llamada a su móvil, Federico no se percató de la
furgoneta de reparto que se había saltado el semáforo en rojo.
-¿Cómo se encuentra
hoy, señor Federico? -preguntó Julieta con la amabilidad que le caracterizaba
-Y Dandy, ¿cómo se encuentra Dandy? -la vecina acarició la cabeza del animal y
éste respondió con alborozo a sus carantoñas.
-Ya ve.
-Deje que le tome del brazo.
-No
es necesario.
-Insisto.
-Me
va a disculpar, todavía soy muy malo para aceptar ayudas, esa es otra de las
muchas cosas que he tenido que aprender. Era una persona demasiado orgullosa,
con mucha suficiencia, pero en un minuto te cambia la vida.
-¡Y
tanto! Si ahora hasta le gustan los perros.
-No
sé qué haría sin Dandy.
-¿Ahora
comprende lo que sentía por Cuqui?
-Claro.
Yo siempre creí que nos pasábamos humanizando a los perros y ahora él ha sido
el que me ha humanizado a mí. Su fidelidad, su entrega, su ausencia de maldad,
me conmueve. Me he vuelto más tolerante, ¿sabe?
Ha tenido que pasarme una desgracia mayúscula para darme cuenta que me
había amargado la vida con miserias y pequeñeces. Si no fuera un pecado de
soberbia, hasta le diría que me he convertido en mejor persona.
-Vecino,
yo le admiro. Usted ha demostrado tener mucho coraje, yo no sé qué habría hecho
en su situación.
-Ya
me puede dejar solo, Dandy me guía -dijo Federico desplegando su bastón blanco.
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