Adel tiene siete
años, viajar desde el campamento a la ciudad-refugio española ha sido para él
como desplazarse a otro planeta. Todo es excitante y desconcertantemente nuevo.
A él y a su familia los han instalado en un apartamento soleado y limpio dónde
los muebles sin estrenar huelen a nuevo. Lo que más le ha gustado a Adel de la
nueva casa ha sido que el retrete cuente con una cisterna que funciona. El
edificio en el que malvivieron atrapados, durante el asedio de Alepo, siempre
apestaba a excrementos y orina. El niño también se regocija con el milagro que
supone abrir el grifo y que brote agua limpia; él y su madre debían acarrearla,
noche tras noche, en bidones desde un sucio socavón.
Un señor muy amable les enseña el apartamento.
Adel dispone de una habitación para él sólo. El señor pregunta al niño -con la
ayuda de un intérprete-, cuál es su equipo de fútbol preferido. Adel no sabe
que es el fútbol. Él no salía a la calle a jugar, era muy peligroso hacerlo
durante el día y exponerse al fuego de los francotiradores. Para entretenerse,
Adel y su hermana Fátima, contaban las detonaciones de los bombardeos de las
que sabían distinguir si eran producidas por un obús o por un barril de
dinamita.
Durante aquella
primera noche en la casa nueva Adel sufre pesadillas, sueña con el cuerpo
desmembrado de Ibrahim, su amiguito, que no consiguió refugiarse a tiempo en el
sótano durante uno de los muchos raids
aéreos con que la ciudad fue castigada. El niño se despierta y ve una sombra
junto a la ventana. Sobre el alfeizar deambula un gato negro, su silueta
contrasta con la luna llena y blanca. Toma al animal con cuidado, el minino es
dócil. El chaval despierta a su madre y le muestra su captura:
-¡Mátalo! -le
ordena. En Alepo, acuciados por el hambre, se comían a los gatos.
-No, habibi, déjalo en el suelo -responde la madre. Y el niño obedece-.
Espera te daré algo de comer.
La madre se levanta de la cama y se dirige a la
cocina, saca del armario unas galletas y toma un cuenco que llena de leche. Su
hijo moja las galletas en la leche y comienza a comerlas con parsimonia. No, no
tenía mucho apetito, ha actuado guiado por un acto reflejo. El niño está
pendiente del gato que les ha seguido hasta la cocina y maulla reclamando
comida. La madre toma una galleta reblandecida por el líquido lácteo y se le da
al animal que la come con ganas
-Ahora hazlo tú -le ordena la madre a Adel, quien le
da tres galletas seguidas al minino.
Todavía Adel no se ha terminado el tazón cuando el
felino comienza a restregarse por sus perneras, agradecido, para asombro del
chaval que no sabe muy bien cómo reaccionar ante aquellas demostraciones de
cariño. El gato ronronea.
Él es ahora tu amigo –declara
la madre. Aún desconcertado, Adel contempla al gato y sonríe.
(Este relato ha recibido una Mención internacional especial en el I Concurso
literario de relatos breves Biblioteca Pública de Netanya (Israel).
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