Lucas se afloja el
nudo de la corbata y se desabrocha los dos botones superiores de su camisa.
Permanece solo en su despacho, en soledad con sus demonios. Un brío húmedo chapotea
en el ánimo del hombre mientras su pensamiento se desagua en un agujero negro,
el corazón se le acelera y un festival de sangre y deseo hincha de regocijo el
sur de su cuerpo. La voz de Ángela reverbera todavía en su conciencia, sus
palabras gruesas y desmadejadas, su impudicia de hembra que se sabe poderosa,
su desvergüenza instrumental; sólo ella sabe cómo desquiciarle tanto. Ahora es
él quien llama a Elvira, su esposa, salta el contestador. “Debo quedarme en la
oficina hasta tarde. Hay mucho trabajo pendiente. No me esperes para cenar”, se
excusa Lucas.
-¡Puta!
-¡Cabrón!
Ángela y Lucas
siempre se insultan antes, durante y después del encuentro; se trata de un
ritual oscuro que les excita. Las sábanas de la cama del hotel son
insultantemente blancas, inapropiadas, albas como una bandera de rendición. La
blancura del tálamo contrasta con la penumbra del delta que se le ofrece al
hombre, con el objeto oscuro del deseo, abierto como una promesa o, quizás, como
una amenaza. Le sigue una esgrima de cuerpos hasta el mutuo vaciamiento.
Lucas titubea
antes de entrar en su casa, le toca esculpir mentiras, simular quejarse de la
empresa que lo esclaviza. Para sorpresa del hombre Elvira no está sola, una vez
más la acompaña Génesis, la guapa y nueva vecina venezolana que tan amiga se ha
hecho de su mujer en el último año.
“Cariño, Génesis
me está ayudando a doblar las sábanas de la casa”, declara Elvira. Lucas
sonríe. La venezolana no sólo es agradable de ver, es dulce de carácter y risueña.
Nunca había visto a su mujer tan feliz y entusiasmada con una amistad. “Qué
horas más raras tenéis para ordenar la ropa de cama”, simula enfadarse Lucas,
sincero en su leve perplejidad, al constatar que la vecina se demora en su
visita a una hora inapropiada de la noche.
Las sábanas danzan
en el salón y su blancura le recuerdan al hombre las sábanas del hotel. “Qué
amistad tan blanca, tan pura, tan ingenua. Lucas, eres un cabrón, un miserable.
Engañar a una mujer tan buena. Dejarte arrastrar por una fulana”, se reconcome
el hombre al compás de una sonrisa que se vuelve triste.
Elvira y Génesis
se ríen al unísono mientras recuerdan en silencio las sábanas que han sido
testigos de su secreto.
(Relato finalista en el Concurso de relatos eróticos Karma Sensual 15).
Por algo es que el refrán de que no hay peor ciego que el que no quiere ver, sigue teniendo parte de verdad.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Sí, dicen que el cornudo es el último en enterarse.
EliminarSaludos.