SIGLO XIX
Bajo una lluvia tenaz, los bueyes tiran
con parsimonia la carreta a través de la campiña gaucha, rumbo a
Uruguay. Giuseppe Garibaldi, taciturno y meditabundo, rumia en silencio
su derrota, el fracaso avinagra sus pensamientos. La República de Rio
Grande do Sul todavía existe, aún es un sueño, aunque amenazado por una
vigilia de grilletes, una figura trágica inscrita en la arena de una
playa que la marea imperial borrará. No, él no ha abandonado la
Revolución, es la Revolución la que le ha abandonado a él.
Aquella República del Nuevo Mundo fue un
sueño que enamoró al exiliado italiano. Una nación joven maltratada por
un centralismo remoto, despreciada por un trono imperial caduco y
esclavista que trata de harapientos y chusma a los que se le oponen. Y
sí, los opresores tenían razón, aquella fue la guerra de los farrapos,
de los harapientos, de los negros libertos, entre otros, los que se
alzaron reclamando derechos, justicia y libertad. Lejos quedan los días
tibios de julio y la efímera República de Santa Catarina. La derrota no
sólo hay que atribuírsela a los lanceros imperiales, también a los
politicastros sin grandeza ni escrúpulos que condujeron a la nación non nata
y que no supieron estar a la altura de lo que la Historia les
reclamaba. “El que sirve a una revolución ara en el mar”, murmura el
italiano, citando a Simón Bolivar.
Anita, su mujer, le responde con una
caricia y Giuseppe le recompensa con una sonrisa melancólica. Anita
siempre a su lado dónde quiera que él vaya, en primera línea de combate,
sable en mano, si es preciso. Anita colmada de belleza y de valor, sólo
por conocer a aquella bella criolla ya ha valido la pena participar en
la revolución austral. Netto, el hijo en común, duerme bajo la lona de
la carreta. Garibaldi se dice a si mismo que ahora que es padre de
familia, con esposa e hijo, quizás deba sentar la cabeza y renunciar a
su vida de aventurero. Y sabe Dios que tiene deseos de hacerlo, y lo
haría, ¡claro que sí!, pero queda una tarea pendiente. Antes de
sumergirse en la placidez hogareña hay que alumbrar a otra nación, a su
patria desmembrada: Italia.
SIGLO XX
-¡Che, dejás de desir pelotudeses. Garibaldi era italiano, i-ta-lia-no, ¿a qué carajo se supone que fue al Brasil? –Carlos, llamado Calica,
no soporta a Jorge Luis, estudiante de Historia y, posiblemente, el
joven más pedante de Argentina. Inevitablemente acaban discutiendo.
–Vos sos un ignorante –le replica Jorge Luis.
-Ernesto, viste a este pibe, pues no dise
que Garibalidi estuvo en Brasil formando quilombo –Ernesto asiente y
sonríe, le divierte contemplar como sus amigos de pandilla riñen.
Jorge Luis se marcha indignado -como en otras ocasiones-, y Ernesto aprovecha para recordarle a Calica que
nadie acumula tantos conocimientos inútiles como el estudiante de
Historia. A Ernesto le fascina la adoración con que Jorge Luis bucea en
los textos históricos; una veneración del todo incomprensible para
Ernesto, a quién la Historia siempre le ha parecido una materia inútil,
una relación de actos y hombres muertos. Ernesto es un muchacho de
ciencias que se prepara para estudiar medicina.
Pero, ¿había estado Garibaldi guerreando
en Brasil? Ernesto se hace la pregunta una semana después de la disputa,
frente a una estantería abarrotada de libros de Historia, en la más
grande y provista librería de la ciudad argentina de Córdoba. Interroga a
uno de los dependientes que le localiza una biografía del italiano que
Ernesto compra.
A Ernesto le parece una tontería afirmar
que la lectura de un libro pueda cambiar el destino de una persona, pero
los libros influyen, ¡por supuesto! y determinadas letras impresas
lamen las circunvoluciones de la conciencia y dejan allí su huella, como
un cieno fecundo. Acercarse a la vida del Garibalidi es toparse con un
héroe: marinero, corsario, patriota, revolucionario… Regresan de golpe
al Ernesto adolescente todas las ensoñaciones y estremecimientos épicos,
y el anhelo de aventuras, que había experimentado cuando, siendo niño,
devoraba los libros de Emilio Salgari. Pero ya no se trata de ficción,
al contrario que Sandokan, Garibaldi existió. ¿Como permanecer impávido
ante la narración de la vida del padre de patria italiana? Exiliado
político por participar de manera incansable en toda clase de
conspiraciones, lucha, no sólo en Brasil, también en Uruguay, y viaja
por toda Latinoamérica, para regresar de nuevo a Europa y dirigir los
ejércitos que lograrían forjar la unidad e independencia de Italia.
Valiente hasta lo temerario, combatiente en dos continentes, apóstol de
la libertad que sostenía que su “su espada estaba al servicio de
cualquier pueblo oprimido que se la solicitara”, libertador definitivo
de Italia al desembarcar con sus mil casacas rojas en Sicilia frente a
un ejército enemigo muy superior, levantando una isla, cuyo pueblo,
acostumbrado desde siglos a la tiranía, le era inconcebible protagonizar
una revolución. ¿Cómo no enamorarse del personaje? Garibaldi embriaga a
Ernesto como un vino de Marsala y habla sin cesar del descubrimiento
del italiano a sus amigos. Calica se muestra desdeñoso. En
cambio, a Alberto, su otro mejor amigo, consigue contagiarle su
entusiasmo. Alberto se lamenta que los latinoamericanos debido a la
influencia de las películas de Hollywood conocen mejor la historia de
los yanquis que la suya propia. Y de aquellas charlas surge un proyecto:
antes de que, una vez licenciados en la universidad, ingresen en la
apacible vida de clase media argentina a la que parece que están
destinados, recorrerán Sudamérica en motocicleta; ¡esa será su gran
aventura de juventud!
Y aquella es la cuestión a la que se
enfrenta Ernesto, con una urgencia abrasadora, ¿qué va a hacer de su
vida? Lo que hasta ese momento le había parecido un destino ineludible y
casi apetecible, el convertirse en doctor en medicina y llevar una vida
pequeñoburguesa, se le antoja, súbitamente, como un porvenir angosto y
mediocre que supura un malestar difuso y sin nombre. Se ve a sí mismo
hecho un cincuentón, calvo y con barriga, carente de juventud y con
media vida a cuestas empleada en reñir a diabéticos que se saltan la
dieta. La historia de Garibaldi le ha perturbado y le ha reabierto la
herida de un infantil e inmaduro deseo de gloria llevado casi al punto
del amor por el martirio, insensateces que creía superadas. Y recuerda
otra anécdota histórica que le contó Jorge Luis: Julio César, que
desempeñaba en Cádiz un oscuro puesto de funcionario romano, lloró al
leer una biografía de Alejandro Magno, porque el macedonio con treinta y
tres años ya había conquistado el mundo, mientras que César, con
aquella misma edad, no había hecho todavía nada.
-Ernesto, la sena está lista -vocea la madre desde el saloncito.
Ernesto, como en tantas ocasiones, medita
en su habitación, arrojado sobre su camastro. Oye a su madre que le
reclama, pero no se levanta. Como ha hecho muchas veces, se está
sometiendo a una dura lección de autocrítica. “Che, sos macanudo”,
se dice a sí mismo. ¿Qué clase de revolución va a hacer él,
precisamente él? El niño asmático crónico al que tantas veces han tenido
que cargar sus compañeros para llevarlo a su casa al faltarle el aire
tras una sesión de deporte. Sería un guerrillero que no duraría ni
cuatro días en un monte. Es del todo ridículo. Toma la biografía de
Garibaldi y contempla la foto de Giuseppe que aparece en la portada:
Frente despejada y barba frondosa; le cubre un poncho y está tocado con
un gorro bordado; sus manos aguantan un báculo. Tiene el aspecto de un
profeta bíblico. “¡Qué ridículo sos!”, vuelve a increparse
Ernesto. Lo más parecido a una aventura que ha realizado en su vida era
cuando de niño se colaba con sus amigos en la finca de un exiliado
español a robarle los duraznos. El dueño, cuando los veía aparecer, se
desgañitaba gritándoles que no rompieran las ramas de su “melocotonero”.
Eso es lo más audaz que Ernesto ha hecho, y hasta eso le ha sabido mal
cuando se enteró que aquel español estrafalario era el famoso compositor
Manuel de Falla. “Sos un boludo”, vuelve a decirse Ernesto, que suspira y se resigna a un porvenir mediocre.
-¡Ernesto Guevara de la Serna! -vuelve a
llamarle a gritos la madre, enojada por la tardanza de su hijo rebelde y
por el plato de comida sobre la mesa que se enfría sin remisión.
La publicación peruana "Revista libre e independiente" acaba de publicar mi relato "El eterno retorno del héroe".
https://revistalibreeindependiente.wordpress.com/2020/03/17/cuento-el-eterno-retorno-del-heroe-por-hector-olivera/
Interesantes relaciones y contrapuntos entre los personajes. Da para pensar.
ResponderEliminarMe parece que el enlace que pusiste hacia la revista no funciona, al menos no me dejó verlo.
Saludos,
J.
Hola, José:
ResponderEliminarSubsanado el error. Sí, el paralelismo es un recurso narrativo muy resultón. Curiosamente se recurre más en el ensayo que en narrativa, ahí está "El 18 de brumario de Luis Bonaparte" de Karl Marx, en el que alemán compara el golpe que instauró el II Imperio con el que dio Napoleón. La técnica del paralelismo la inventó Plutarco en su libro "Vidas paralelas" en las que comparaba personajes de la historia de la Grecia Clásica con Roma.
Bueno, espero que disculpes mi pedantería.
Un abrazo.