jueves, 15 de marzo de 2018
CERTAMEN DE RELATO CORTO "TÉ CUENTO"
- FALLO DEL JURADO -
Queridos teinitas,
El jurado del certamen ya ha emitido su fallo, que tenemos el placer de comunicaros:
1.- Debido a la similar calidad literaria de las mejores obras participantes, no ha sido posible seleccionar un claro relato ganador. Por lo tanto, el primer premio se considerará desierto.
2.- Se ha decidido ampliar el número de áccesits de 2 a 4 para premiar a los mejores relatos.
4.- Los 4 relatos premiados con áccesit son los siguientes:
- "Amazónico Té", Juan Ochoa López
- "El Nuevo Mundo", Carlos Gutiérrez Lora
- "Kintsugi", Claribel Aránega Pérez
- "La Primavera del Té", Héctor Daniel Olivera Campos
Os esperamos el día 20 de abril a las 19:00 en la sala de exposiciones de B the travel brand Xperience Madrid (C/ Miguel Ángel 33), donde celebraremos el acto de entrega de premios.
SABOTAJE
Los primeros en dar la voz de alarma
fueron los del departamento comercial, algunas piezas salían defectuosas de
fábrica, los clientes estaban molestos. Control de calidad llegó a la
conclusión de que alguien saboteaba la producción desde dentro. Se instalaron
cámaras de televigilancia, se contrataron detectives privados que se hicieron
pasar por operarios; todo fue en vano, no identificaron al saboteador. El
gerente estaba irritado, la celebración del mayor salón del sector estaba a un
exiguo puñado de hojas del calendario; si estallaba el rumor de que produciendo
eran unos chapuceros, las ventas caerían con resultados dramáticos.
Mientras cena, un obrero ve el telediario.
En Siria, un avión vomita bombas con forma de supositorios sobre una ciudad de
nombre exótico. El obrero sabe que una docena de esas bombas no estallarán, él
se ha encargado de inutilizar las espoletas. Es su contribución al mejoramiento
del mundo.
Este microrrelato fue galardonado con el XI Premio Saigón de
Literatura 2017.
jueves, 1 de marzo de 2018
MONSTRUOS DE FERIA
“La única forma de soportar la existencia es aturdirse en la
literatura como en una orgía perpetua.”
Gustave Flaubert
Como una puta de carretera arrojada en una cuneta de la nacional
II, así se siente el escritor bajo la carpa blanca. Dos caballetes y una tabla
confeccionan su mesa precaria, una silla incómoda, varias botellas de agua
mineral, una revista de crucigramas con la que combatir el tedio de los
momentos muertos que se extienden entre un comprador y otro, cajas apiladas con
los ejemplares de su novela; constituyen el paisaje del tinglado en el que se
halla cautivo el escritor.
Es la primera vez que participa como autor en la feria libro y le
parece una soberana imbecilidad que en unos tiempos tan globalizados e
interconectados como los actuales, tenga que cumplimentar con el rito arcaico
de firmar de puño y letra los libros a sus lectores. Sin embargo, aquí está,
esperando a Godot por imperativo editorial. El autor, tan proclive a abordar la
rebeldía como tema estelar de sus narraciones, no ha reunido el valor necesario
para contradecir a su editor. Se trata de una concesión más, anodina e insignificante, pero sobre la que
flota un halo de latente bajeza, de algo inexplicable pero doloroso.
La primera jornada de la feria del libro transcurre con lentitud,
son las once de la mañana y escasea el público que curiosea frente a los stands. Un sol primaveral se yergue
indolente en el cielo, calentando la alameda con tibieza. El escritor se
desentiende por un momento de su revista de crucigramas, alertado por una
sensación de vacío chapoteando en su conciencia mientras observa a sus colegas
agazapados bajo carpas blancas calcadas
a la suya, una uniformidad que confiere
a la feria un aire impersonal de factoría. Los contempla exultantes, el rostro
iluminado de beatitud con cada persona que les pide una dedicatoria. ¡Qué
distinto se siente el escritor de sus colegas! ¡Qué poco encaja en aquella
exposición de egos orondos, de Narcisos que no tienen el detalle de ahogarse,
de monstruos de feria! El autor supuso
con ingenuidad que la mayoría de las personas que escriben serían como él;
individuos zaheridos por la vida, mujeres y hombres con el anhelo de crear
alguna forma de belleza. Pero sólo ve a gente que gasta sonrisas de un amarillo
hipócrita, compitiendo con brutalidad entre sí. El más insufrible, entre ellos,
es un viejo autor, algo tronado, ataviado con sombrero y fourlad, que se cobija en la caseta situada a la derecha del
escritor; un viejo que embadurna con mirada aceitosa los escotes de las
muchachas que pasan mientras deambula con nervio bajo la carpa, encaramado en
sus zapatos con alza, en un retozo semejante al
de un preso que pasea por el patio de la prisión o a un pez nadando sin
horizonte en su pecera. Su colega, cada vez que firma un libro, lo canta y
numera; y lleva diecisiete. Vende un plomizo ensayo anticlerical, de esos que
hay que tener bien visibles en la estantería del comedor para que tus amigos,
en sus visitas de tarde de domingo, café y lionesas, te consideren un
izquierdista de pro.
Se aproxima un joven “gafa-pasta”; ojos de miope cinéfilo; look moderno; zapatillas de deporte
caras; camisa de moda -un dragón chino bordado en ella, en rojo sobre amarillo;
los cabellos negros y cortos, en un
estudiado despeinado, con los mechones ligeramente puntiagudos, moldeados por
alguna loción fijadora y un resto de saliva seca en lado derecho de los labios,
en el que, por algún oscuro motivo, el escritor se fija con desagrado. Un joven
que se acerca al autor blandiendo la novela para que se la firme; la mano algo
temblorosa, los elogios de rigor -desmedidos y gratuitos-. La firma cae sobre
la primera página inviolada del tomo y el joven se marcha gozoso con su recién
capturado fetiche.
Son las doce del mediodía. Una chica despistada pregunta al autor
por la caseta de un escritor mediático; un presentador televisivo de un late show que ha puesto en circulación
un libro con sus monólogos (escritos por sus guionistas, por supuesto). Libro
en edición de bolsillo y tapas de cartulina que vende a veinte euros la pieza.
Nuestro hombre indica a la joven que se dirija hacia la cola que se ha formado
al final de la avenida. Los escritores mediáticos y los autores de best sellers juegan en otra liga,
delimitada con claridad en la distribución espacial de la feria. Él se halla
arrinconado en la zona de los libros de literatura “culta”. A pesar de ubicarse
en el segmento de la literatura minoritaria, no puede decir que no haya tenido
la promoción adecuada. Incluso apareció en el programa de ese presentador que
está arrasando en las listas de ventas. Su editorial, que tiene conexiones
empresariales con la productora televisiva,
le abrió la puerta, fue así de simple, favor con favor se paga, dinero llama
a dinero. En menos de un año ha pasado de ser un perfecto desconocido a
disponer de un nombre en minúscula, eso sí, pero que cuenta y revolotea en los
suplementos literarios de la prensa de tirada nacional. Claro, que nada es
gratis; por supuesto ha tenido que ofrecer algo a cambio; toma y daca, una
concesión tras otra. ¿Quién iba a publicar una prosa tan arriesgada como la que
él practica? ¿Quién era el guapo que iba a exponer su capital para sacar al
mercado aquel páramo de desesperación que era su novela original? Incomodidad,
ese y no otro, es el término que resume su obra. Todo lo que ha escrito hasta
entonces es como reflejarse en esos espejos de aumento que hay en los salones
de belleza, esas lupas que, al mirarnos, muestran con insobornable impiedad las
manchas, los granos, las cuantiosas impurezas de nuestra piel. El escritor
“desvela con maestría las contradicciones de la condición humana” (en palabras
de un crítico literario más vendido y miserable que él). ¡La puñetera condición
humana! Cómo si retratarla tuviera algún secreto; basta con anotar lo que la
gente afirma y proclama, lo que finalmente hace y lo que realmente piensa; para
que todas esas incongruencias, que definen la vida y a las personas, revienten
en tinta sobre el papel. El escritor se ha dedicado a mostrar en sus textos
aquello que intuitivamente todos sabemos: Que no hay ideal, institución,
relación, amistad o lazo de sangre por la que, al sacrificarnos, no nos deje al
final del trayecto, el amargo sabor de la decepción junto con esa letal
melancolía que supuran las batallas perdidas.
Una señora pecosa con acento gallego, demanda su firma; ya son
siete los ejemplares vendidos de su novela titulada 2669; obra que hubo de
castrar como el que mutila a un hijo con la intención de proporcionarle una
confortable carrera de mendigo tullido. El editor tomó su novela original y
aceptó publicarla a cambio de que la transformara en una lúgubre profecía
post-apocalíptica narrada como una road
movie que acontecía en el año 2669.
Con aquella argucia de situar la acción en el futuro se diluía la incomodidad
de la obra original, el distanciamiento aligeraba la digestión de miserias
demasiado angustiosas. El desasosiego no vende, le advirtió su editor; la gente
lee para evadirse, no para reconocerse. El autor claudicó, accedió a ejercer
una literatura de té con pastas; a cambio, publicarían una selección de sus
cuentos sin censuras. Al menos en sus relatos cortos su voz no sería
adulterada. Dos pasos adelante, uno atrás. La novela rota, sus cuentos
intactos, ese era el trato: Quid pro quo,
como le decía Hannibal Lecter a Clarice Starling. Por fin el público sabría de
su rabia, de su asco hacia los poderosos y sus abusos. Sabría de su capacidad
inmensa de amar y de su sempiterna falta de correspondencia, de su enfermiza
sensibilidad, de su exilio interior; de
su perplejidad y horror ante el mundo, ante los eternamente otros, a los
que nunca ha comprendido, y por eso escribe y escribe, para entender, para
esquivar su propia ignorancia y sus deseos de desaparecer, de cometer un
suicidio que tan sólo el acto de escribir evita. Escribir como resistencia,
escribir como militancia, escribir para no sucumbir, escribir aunque no sirva
de nada; construir una cápsula de papel en la que refugiarse de los
acontecimientos aciagos con que te golpea la existencia, parapeto invisible
frente al sufrimiento, la decepción y el cansancio, un bunker de papel y tinta.
Y escribir basculando entre
el pudor y el temor. El pudor de aparecer desnudo ante el público, ante los
desconocidos, los otros; pudor a anudar jirones íntimos en cada página, a
gritar en letras secretos que apenas se susurran al oído. Y junto al pudor, el
temor a mostrarse incompleto, a que pesen más las desdichas, con su eco
trágico, que los episodios de felicidad en el inventario encuadernado, las
obsesiones a las propias luces; temor a eternizarse en forma de espíritu
mutilado, vibrando con estridencia su elenco de miserias y que jamás expresará
en su plenitud la complejidad, contradicciones y sutilezas del yo cambiante en
el tiempo, evolucionando sin pausa, espectro de un espíritu sucesivo. Con la
angustia de saber que el autor estará en sus escritos, pero sus escritos no
serán el autor, todo el autor; apenas
sombras de tinta proyectadas sobre el paredón de una caverna de
celulosa.
Aparece el segundo “gafa-pasta” de la mañana, tan semejante al
primero que se diría hermano gemelo de aquél, se llama Javier y pide que lo
haga constar en la dedicatoria. 2669
está teniendo el moderado éxito esperado, el resultado óptimo que una
engrasada, hábil y musculosa mercadotecnia consigue dentro de la horquilla de
unas proyecciones realistas. Por el
contrario su libro de cuentos fue un fracaso comercial sin paliativos. La
editorial ha fijado un target para su
novela, etiquetada como de “culto”, apenas fue vomitada por la imprenta. El
potencial comprador pertenece –o aspira a pertenecer- a una clase media, joven,
urbana y con pretensiones culturales (básicamente se trata del hijo del obrero
que llegó a la universidad y ahora fagocita cualquier producto que le haga
pasar por cultivado y moderno y le distancie de sus garrulos y horteras
padres). Los “gafa-pasta”, los hipster,
y demás tribus modernas de habla hispana ya tienen a su disposición otro libro
referencial más, su novela cool para
esta temporada.
La hora del aperitivo está próxima. El público, en mayor
número, se anima a darse una vuelta por
la feria y las ventas se alegran. Los “gafa-pasta” se suceden como troncos
devueltos por el mar, bogando hacia la isla en la que se ha convertido la
parada del escritor. Se presentan con dedos temblorosos, mirada encendida, pose
humilde y voz trémula; mostrándose como todo buen mitómano ha de comportarse
cuando se aproxima al altar de la cultura mass-media.
El escritor firma un libro tras otro, y los ve marcharse, dichosos, a comer a
un restaurante japonés o a un libanés o a pegar la gorra en casa ajena; y sospecha que por la noche visionarán una
película iraní en versión original subtitulada, rematando la jornada con un
polvete con su pareja, de lo más convencional, mientras suena, de fondo, música
indie o un tema de cualquier otro
estilo, siempre y cuando sea adecuadamente minoritario y furibundamente snob. Y con todo eso, el escritor intuye
que se considerarán mejores que la mayoría, una vez que hayan cosechado las
señas de identidad precisas de quienes pretenden ser ilustrados, a la par que
modernos, de manera fácil, rápida y barata; para mirar así, por encima del
hombro a los demás –con condescendencia-, a las muchedumbres de marujas y
marujos, en teoría más adocenadas que ellos mismos. La lectura de su novela, un
lastimero blog, la pasión por
cochambrosos grupos pop promocionados en circuitos presuntamente independientes
y un whisky de malta de alguna marca poco conocida; determinarán las invisibles fronteras que les
separaran de la plebe.
El autor, con la publicación de su obra, ha llegado hasta donde se
proponía; incluso merodea por los suburbios del éxito, pero no es feliz; se
siente estúpidamente sorprendido de no llegar a serlo. Al final nada resulta
como habíamos imaginado, ni siquiera el
universo Disney. Ha sido un largo
camino, asaetado de desprecios, sin más compañía que la desesperación o la
íntima convicción de ser distinto a los demás, de poseer una sensibilidad más
afilada y vulnerable. Ha pagado su precio: Decenas de editoriales rechazando su
novela, algunas de ellas adjuntando informes de lectura redactados por lectores
que no tienen pajolera idea de lo que han leído. Un bucear en portales de blogs literarios, donde la mediocridad
irrumpe contaminando hasta a los más puros, transformando el portal en un
mercado de flores de letras arrojadas sin tino
en forma de comentarios mutuos, envidias mal disimuladas, infectas
lamidas de culo y adulaciones diversas. Pedir favores; buscar contactos,
presentaciones, amigos en común; detectando padrinos; practicando el
“bisagreo”, el arte de doblarse -incluso en ángulo recto- ante cualquiera que
remotamente le pudiera publicar su novela. Sí, publicar, publicar, publicar.
Porque de eso se trataba, de publicar a toda costa, a cualquier precio. Publicar, no para agasajar un ego ridículo;
pues ni un millón de libros con su nombre en letras de molde borrarían el
desprecio que siente hacia sí mismo por los miles de errores cometidos, por las
cientos de oportunidades perdidas. Publicar, no por dinero, ya que no le hace
falta para comer -es funcionario-; ni es plausible que nada de lo que escriba
vaya a hacerle rico jamás. Publicar para que su dolor no se quede sin testigos.
Publicar como un acto de autoafirmación del individuo versus el mundo.
El estrafalario viejo del panfleto anticlerical canta su cifra de
ventas para que todo el mundo le oiga, “Veintidós, los dos patitos”. Los otros
colegas que se acercan a su parada son más discretos, aunque no menos cretinos;
“Y tú, ¿Cuántos llevas vendidos esta mañana?” –dejan caer la pregunta en un
tono de impostada despreocupación. Sonríen, sonríen mucho, ¡por sonrisas que no
sea! Ellos han comprado su novela y el escritor conoce la obligación social que
tiene de adquirir sus libros, aunque no le interesen una mierda y lo necesario
y conveniente de dedicarles encendidas alabanzas tan falsas como las que acaba
de recibir.
El autor consume el penúltimo botellín de agua mineral de la
mañana. Hay quien ha sacado al perro y a los niños a pasear por la feria y la
avenida se puebla de griterío infantil y ladridos. ¿Le comprarán a cada perro
un libro con las aventuras de Rin Tin Tin? –discurre el escritor con
mordacidad. No tiene el humor suficiente para seguir tratando de resolver
crucigramas. ¿Así que el éxito es esto? –se pregunta. Durante el largo período
en que fue un escritor anónimo, eran muchos los que se reían de él, fingiendo
solidaridad, compasión y buenos sentimientos; designándolo como un friqui, un desgraciado, un bala perdida,
un talento desaprovechado consumiéndose en una plaza de subalterno de categoría
ínfima; los mismos que en este presente menos áspero, resurgen para
sentenciar que el escritor siempre ha sido un genio, asegurando ufanos
que ellos ya lo advirtieron en su día. Ha sido preciso que el escritor
apareciera en televisión para que le perdonen la vida.
Una chica con gafas de pasta blancas, que confiesa –sin que nadie
le pregunte- ser estudiante de magisterio, espera su turno para comprar la
novela. Se alegra de haber visto al autor en la televisión –no en vano, acaba
de adquirir el libro con los monólogos del presentador, ejemplar que asoma en
su mano izquierda -. El escritor no puede evitar crispar el rostro, porque es
la segunda vez que, mientras ella hace cola, le oye comentar su aparición
televisada. Y es que la muchacha, rezuma una alegría injustificada y
cascabelera, como si acabara de descubrir las fuentes del Nilo por el mero
hecho de haberlo reconocido en la pequeña pantalla:
-Te vi por tele –proclama la joven por tercera vez con flamígero
entusiasmo. El autor siente una náusea.
-¿Cuál es tu nombre?
-Estrella.
El escritor improvisa una dedicatoria. La muchacha abre con
desmesura sus ojos grises, no puede creer lo que está leyendo: “Estrella: Idos
tú y el resto de la humanidad a tomar por culo.”
(Publicado en el número cinco de la revista "El Callejón de las once esquinas").
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