https://projecte-loc.org/segon-premi-2023-angelica/
ANGÉLICA
Cuando
en la pantalla del viejo televisor en blanco y negro aparecía un paisaje
nevado, mi abuela sentenciaba invariablemente: “Cuando nieva es porque los
ángeles están en una pelea de almohadas”, y yo siempre le preguntaba cómo era
la nieve, pero ella no podía contestarme porque no la había visto nunca. Donde
yo vivía jamás nevaba.
En
mis primeros años me gustaba saber que los ángeles existían. Mi abuela me
contaba, también, que cada persona contaba con un ángel guardián que velaba por
cada uno y evitaba que nos pasase nada malo. Confiada, fueron muchas las veces
que, antes de acostarme, recé a ese angelito protector para que cuidara de mí y
de mi familia. El que mis padres me hubiesen puesto el nombre de Angélica
reforzaba la simpatía que me inspiraban aquellos seres celestiales invisibles.
Un
día mi vecina y amiguita Yanet, con la que jugaba a menudo a cocinitas, falleció,
me dijeron que de diarreas. Mi papá afirmaba que había muerto de pobreza,
porque vivíamos en un pueblo chiquito y recóndito y la mamá de Yanet, que vivía
sola y sin marido, no tuvo dinero para viajar al pueblo grande en donde estaba
el médico, aunque tampoco habría podido pagar al doctor, ni los remedios que
fuera a recetarles, así que trató de sanarla con cocimientos de hierbas para
que se curara, sin conseguirlo. Mi papá construyó, con unas maderas botadas en
la basura y un puñado de clavos oxidados, una cajita en la que metimos a Yanet
y la enterramos a los pies de una ceiba.
Mi abuela trató de confortarme diciendo que los angelitos ya tenían otra
amiguita con la que jugar allá, en el cielo.
Lejos de consolarme, la idea de unos ángeles jalando a Yanet por razones
egoístas me pareció algo siniestro, desde ese día comencé a recelar de los
ángeles.
Al
verano siguiente de que nos dejase Yanet, la desgracia nos cayó desde el cielo.
Recuerdo que una mortaja de nubes negras cubrió la aldea y que mi abuela, como
tronaba, decía, que eran los ángeles que estaban moviendo muebles. Mis padres
estaban muy nerviosos. El viento arreció y mi abuela sostuvo que los ángeles
estaban soplando sobre la sopa para enfriarla. Al final los ángeles lloraron
toneladas de agua. Un deslave de la montaña se llevó por delante nuestra casita
de tablas y techo de palma. Murieron mi papá, mi mamá, mi hermanita Omayra y la
abuela. Todavía no sé cómo me salvé, fue un milagro, supongo que obra de mi
ángel de la guarda que así me agradecía mis plegarias. Los vecinos lograron
rescatarme de mi casa derruida, pero poco más pudieron hacer por mí, porque
todo el pueblo estaba arrasado y nadie tenía comida ni agua. Las autoridades no
aparecieron, éramos gentes olvidadas de un pueblo olvidado. Un mes antes del
diluvio unos políticos habían pasado por mi aldea para pedir el voto al
vecindario y cubrirnos de promesas, el recordarlo encabronaba a los vecinos que
echaban a faltar, en mitad de aquella desgracia, todo tipo de ayuda. Yo enfermé
por beber agua sucia y me entraron diarreas, pensé que pronto moriría como
Yanet y no me importó, me había quedado solita en el mundo, si me iba para el
cielo, al menos, me reuniría con mi familia.
Al
quinto día desde la noche de la tormenta nos visitó un matrimonio muy
simpático, nos trajeron agua y comida y hasta caramelos. El marido y la mujer viajaban
en un carro de esos que llaman todoterreno. Preguntaron por los niños huérfanos,
se ofrecieron a evacuarnos y ponernos a resguardo de las autoridades, yo y otros
seis pequeños nos fuimos con ellos. Los días que pasé en casa de aquellos
señores fui bien tratada y hasta me llevaron al médico, quien me recetó unas
pastillas que ellos compraron y con las que sané. Pese a que sentía mucha pena
por la muerte de mi familia y lloraba todas las noches después de rezar,
comencé a albergar esperanzas, aquel matrimonio que me había recogido
demostraba que había gente buena en el mundo, algo que mi mamá siempre negó:
“Bueno no es ni tu padre”, decía cuando él venía borracho y mi mamá le peleaba
por haberse gastado el dinero en chicha y él le respondía con golpes.
Al
mes de permanecer con mis benefactores, éstos me dijeron que tenía que marchar
con un señor que había venido a buscarme, algo que me produjo miedo porque el
tipo tenía muy mal aspecto y me asustaba, especialmente, sus colmillos de oro. Pero
me dijeron que no tenía opciones y que era propiedad de ese hombre y que tenía
que obedecerle en todo, fue así como conocí a Aureliano, mi proxeneta. Me llevó
a su burdel y lo primero que hizo fue pegarme una paliza para “domarme”, según
me aclaró.
Poco
después mi chulo subastó mi virginidad ante un grupo de narcotraficantes que
pujaron por desflorarme. Fue mi primera violación. Lo que siguió después fue
trabajar de prostituta durante doce horas al día. Si rehusaba a algún cliente
porque estaba agotada, porque el tipo apestaba o porque lo que me pedía era
demasiado asqueroso, Aureliano me golpeaba con toallas mojadas para evitar
dejarme marcas y dañar su “mercancía”.
Durante
un tiempo aborrecí a los angelitos, si ellos me habían salvado para entregar
mis huesos y mi carne a un lupanar, es que eran unos seres abyectos y creo que
hubiera sido mejor que me dejaran morir. Reconozco que fue un rencor estúpido,
ya he crecido -a los trece años tuve mi primer aborto- y he dejado de creer en
los ángeles, los que sí que existen son los demonios, los conozco muy bien, me
acuesto todas las noches con ellos.