Mi relato "Almas suicidas" en la Revista Iguales (número 2).
ALMAS SUICIDAS
Se
conocieron en un grupo de autoayuda para suicidas frustrados. Pequeños detalles
los delataron el uno al otro: el brillo equívoco de la mirada de él, el pasarse
la lengua descuidadamente por los labios de ella, la mueca en fase de evolución
a sonrisa perversa del hombre, la frivolidad del cruce de piernas de la mujer, (piernas
apetitosamente torneadas, embutidas en unas medias negras, caladas e infinitas
que brotaban de su minifalda). Ellos no eran como el resto de los presentes:
depresivos ramplones en lucha contra su baja autoestima y su vulnerabilidad.
Ellos habían sido convocados ahí por otros demonios. Se estaban preparando para
el hecho, entrenándose, tomando apuntes, por así decirlo.
Tras
la sesión del grupo de ayuda y durante el refrigerio, se pelearon, entre risas,
por devorar la última croqueta que permanecía indemne del lote donado por la
abuela de una de las anoréxicas presentes. Ellos eran los únicos que se reían a
carcajadas entre aquel grupo de gente triste. Compartieron la croqueta a
medias. Aquella noche compartieron, también, un cigarrillo tras haber estado
follando como fieras, como si gastaran sus últimos instantes de vida.
Los
días que siguieron fueron de mutuo reconocimiento. Ambos confesaron sus
respectivas juventudes góticas construidas a base de sesiones, a todas horas, de
Marylin Manson, drogas y mucho rímel. Los dos habían leído la obra de Nietzsche
al completo en la misma edición de tapas duras mientras escuchaban música de
Kurt Cobain. Y, también, los dos, habían obtenido las máximas puntuaciones en
el test de la “Escala de ideación suicida”, cuando sus progenitores los
arrastraron a las consultas de sendos psiquiatras.
Sus
gustos se habían refinado y desde su categoría de fans de grupos musicales
siniestros habían derivado a letraheridos decadentes y morbosos. Sostenían con
Camus que no existía ningún otro problema filosófico verdaderamente serio que
no fuera el suicidio y consideraban, como Balzac, que cada suicidio constituía
un sublime poema de melancolía. Sólo
leían a escritores que se hubiesen suicidado, eran los únicos que les merecían
respeto y despertaban su interés, lo que daba lugar a un cúmulo ecléctico de
autores: Paul Celan, Drieu La Rochelle, Ángel Ganivet, Ernest Hemingway, Kennedy
Toole, Larra, Malcom Lowry, Leopoldo Lugones, José Mallorquí, Sándor Márai,
Mayakovsi, Pavese, Petronio, Séneca, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Horacio
Quiroga, Jack London, Salgari, Alfonsina Storni, Virginia Woolf… Pero, sobre
todo, admiraban a Mishima por encima de todas las cosas, el kamikaze frustrado,
el autor que se pasó toda la vida preparándose para su suicidio ritual. Era
tanto el amor que profesaban por la cultura necrófila japonesa, que hasta eran
capaces de recitar de memoria las traducciones de ciertos haikus que habían
pronunciado algunos generales nipones a modo de epitafio antes de hacerse el sepukku
en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Incluso, siguiendo la estela
del espíritu mortuorio del país del sol naciente, se agregaron, a través de
internet, a uno de esos hatos de jóvenes nipones que pactaban suicidarse grupalmente.
Ya tenían fecha para ahorcarse en el bosque de los suicidas en las faldas del
monte Fuji, cuando se echaron atrás al considerar que un suicidio colectivo era
un acto gregario y, por lo tanto, plebeyo. Para ellos, la única selva de los
suicidas en la que esperaban ingresar era la descrita por Dante en su infierno
de La Divina Comedia. El suicidio, definitivo acto de autodeterminación
humana y paradigma del individualismo, no debía ser mancillado en su simbolismo
por comportamientos de manada.
A
medida que fueron profundizando en su amor, la idea de suicidarse juntos fue
arraigando en sus conciencias a modo de emulación de los míticos Romeo y
Julieta. Bromeaban diciéndose que, como su idilio había sido lo que llaman un
flechazo, debían matarse con un dardo de ballesta. En su mitomanía literaria
comenzaron a elevar a Arthur Koestler, autor que se suicidó junto con su mujer
y, sobre todo, a Stefan Zweig, que hizo lo propio. En la nota de suicidio que
Zweig dejó, pedía disculpas por las molestias que le iba a ocasionar a la dueña
de la casa que tenía alquilada y daba instrucciones sobre qué hacer con su
perro. Lo encontraron impecablemente vestido, con la corbata anudada, en una
habitación en perfecto orden. Él y su mujer, Lotte Altmann, yacían abrazados
sobre la cama de matrimonio. Sus amigos, repartidos por el mundo, recibieron cartas
de despedida. Pero si algo superaba aquella elegancia en el adiós por propia
mano, aquel gusto por el detalle, fue el veneno elegido para el tránsito:
“Veronal”, un somnífero bautizado así en honor a Verona, la ciudad italiana
donde transcurría el drama de Romeo y Julieta. Si la vida imita al arte, la
salida voluntaria de la vida bien podía ser el supremo acto artístico.
Decidió
la pareja, por fin, salir de la escena del teatro del mundo, arrojándose
cogidos de la mano por un precipicio. Aquel sería un acto de exquisito e
incomprendido romanticismo, un homenaje críptico al lienzo “El caminante sobre
el mar de nubes” de Friedrich, imagen que dejaron como testamento silente de
sus respectivos perfiles de Instagram. Juraron hacerlo. Eligieron un acantilado
emblemático de gran altura y soberbia verticalidad. A un par de pasos de la
muerte, ella soltó la mano y reculó, mientras que el hombre se hundía en el
vacío durante unos pocos segundos, los precisos para activar el paracaídas que
llevaba escondido. ¿Quién traicionó a quién? Sobrevivieron, pero la pareja se desvaneció
en aquel instante. Lo peor no fue que se destapasen sus respectivos apegos a la
vida o la falsedad de sus poses teatrales; lo peor fue enterarse que ambos
habían contratados sendas pólizas de seguros por las que se embolsaban
suculentas cantidades en caso de fallecimiento del otro miembro de la pareja.
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