viernes, 29 de marzo de 2024

RESEÑA DE "EL EQUÍVOCO" EN EL BLOG "EL CUCHITRIL LITERARIO" DE JUAN PABLO FUENTES

 Una atinada reseña de "El equívoco" del crítico Juan Pablo Fuentes.

https://liblit.com/hector-daniel-olivera-campos-el-equivoco/

 

 

Héctor Daniel Olivera Campos. El equívoco.

marzo 28, 2024

Héctor Daniel Olivera Campos, El equívoco
74 páginas.

Jesús tuvo un hermano gemelo, llamado Judas. Este libro es la narración de la vida de los dos desde su perspectiva, más cínica, pragmática e incluso blasfema que la de su hermano, un santurrón desde su punto de vista. Un evangelio a la contra pero, por eso mismo, más veraz e interesante.

A pesar de la brevedad del texto el autor combina bien los materiales conocidos en los evangelios canónicos con la historiografía e incluso con acontecimientos posteriores que mete de tapadillo y que como lectores reconocemos con una sonrisa. La narración es ágil y la historia nos atrapa, divididos entre lo que creemos saber que va a pasar y lo que el protagonista nos cuenta que pasó en realidad.

Lo he disfrutado mucho y espero esa segunda parte que parece adelantar el final de la obra.

Muy bueno.

La cena consistió en una hogaza de pan de trigo —yo solía comerla de cebada—, habas, pescado ahumado, queso y dátiles. Y de postre, unas tortas de flor de harina, bien amasadas con aceite y acompañadas de miel.
Cuando llegó mi invitado me encontré con un judío joven, bajo de estatura y poco agraciado, de escasos cabellos y frente despejada, cejijunto, con nariz aquilina, barba gruesa, espaldas anchas, piernas arqueadas y rodillas sobresalientes; poseía ojos vivarachos y mirada penetrante y, tal como pude comprobar muy pronto, maneras afables, buena conversación y una inteligencia extraordinaria.
Saulo despachó la cena con prontitud y buen apetito, sin hablar mucho, salvo alguna que otra intrascendencia. Por mi parte, me aseguré que su copa estuviese siempre llena, pues bien es sabido que un vino generoso desata hasta las lenguas más silentes. Tras recoger las migas de pan y eructar, como lo haría toda persona educada que agradece una buena comida, Saulo entró directamente al tema que le traía:
—Te sorprenderá que siendo tan numerosa la colonia hebrea en Alejandría haya venido a pedir alojamiento al judío que peor reputación tiene de todo Egipto —declaró sonriéndome, mientras me dirigía una mirada picara.
—Me parece que no te han informado bien —repliqué, molesto.
—Me han informado a la perfección. Tu nombre es Judas, eres recaudador de impuestos, solterón porque ninguna familia honrada te entregaría una hija. Soltero, aunque no célibe, pues no hay ramera de Alejandría que no te conozca, ¿sigo?
—No es justo, amigo Saulo, tú sabes muchas cosas de mí y yo no sé nada de ti —respondí, con aplomo.
—Razón tienes. Soy agente de Caifás, Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. Estoy aquí en misión secreta para averiguar los partidarios que pueda tener en Egipto un falso Mesías llamado Jesús de Nazaret. Si he venido a tu casa, en vez de a cualquier otra, es porque espero que tú me proporciones dicha información.
Recuerdo que, al escuchar el nombre de mi hermano, un latigazo estremeció mi corazón, aunque no permití que ni un solo músculo de mi rostro delatara mi sorpresa. ¿Mi hermano, un Mesías con discípulos? Así que aquel arrogante mal nacido iba en persecución de los seguidores de mi hermano, fuesen quienes fuesen. Por otra parte, era evidente que nunca había visto a Jesús, de lo contrario me hubiese reconocido:
—¿Y quién te dijo que yo era un delator?
—Por favor, no te ofendas, estamos hablando de negocios. Tú extorsionas a los contribuyentes cobrando más de lo debido —“como todos los que recaudamos impuestos”, pensé—, mientras que te dedicas a otros asuntos turbios. Te respeto, tú practicas tu negocio y yo, el mío; creo que podemos llegar a un acuerdo.
—Bien, ¿cuánto?
—No te andas con rodeos, ¿verdad? Te daré veinte monedas de plata a cambio de los nombres de los conjurados.
—Bien, te diré los nombres, pero antes tengo que preguntar por ahí. Necesito, al menos, un par de días.
—Lo entiendo. De paso, pregunta por su hermano.
Un segundo escalofrío recorrió mi cuerpo.
—¿Hermano?, ¿qué hermano?
—Sabemos que tiene un hermano gemelo que se llama igual que tú, Judas. El hermano abandonó Nazaret y cortó toda relación con los suyos. Por lo que sabemos, era un tipo violento, creemos que murió o quizás esté preso, pero no te cuesta nada preguntar también por él, por si alguien sabe algo.
—¿Y para qué queréis al hermano?
—Jesús y Judas son indistinguibles el uno del otro, podría sernos de utilidad.
Bebí un sorbo de vino, mi mano temblaba ligeramente de forma delatora. Saulo pareció no darse cuenta.
—Es preciso que me hables de ese tal Jesús. ¿Es cierto que dice ser el Mesías? Podría ser uno más de los santones que exhortan al arrepentimiento y predican el Fin de los Tiempos.

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miércoles, 28 de febrero de 2024

CERRRAR UN CÍRCULO

 La revista mexicana Aion.mx en su número 64, un monográfico dedicado a la guerra, ha publicado mi relato.

CERRAR UN CÍRCULO

Desde que empezó la tercera guerra de su vida, Iván, el nonagenario yace en la cama de su habitación, en el exiguo apartamento ubicado en una gris y tétrica torre de arquitectura soviética. Siente que la muerte lo acecha, como a todos los habitantes de la ciudad bombardeada con rutina macabra por las fuerzas rusas. Por el estruendo que hacen al estallar, Iván es capaz de distinguir los obuses que lanza la artillería de los misiles de crucero y, aún, de los drones que suenan como motocicletas aladas antes del estallido. A Iván lo cuida Irina, su nieta, que debe atender, también, a su bisnieto Alexey. Irina únicamente deja solo al anciano cuando va a comprar comida o cuando suenan las sirenas de alarma y debe correr con su hijo rumbo al sótano del edificio que hace las funciones de precario e improvisado refugio. Iván, con movilidad reducida, deplora ser un lastre para su nieta. Ella acaba de perder a Vitaly, su marido, soldado ucraniano sacrificado en Mariúpol.

 Irina ha salido en busca de víveres; nadie está a salvo con los rusos machacando a los civiles y la acción trivial de comprar pan puede convertirse en un insospechado acto de heroísmo. El anciano espera con ansiedad la vuelta de su nieta alternando su mirada entre el cartón que cubre la ventana sin cristales y un absurdo póster de una playa tropical con cocoteros. Frente a él, una estantería donde reposan algunos libros -destacan las obras completas de Antón Chéjov- y un juego de muñecas matrioskas. Irina regresa acompañada de dos hombres que entran en la habitación del viejo tras pedir permiso.  Llevan sendos cascos y chalecos antibalas con la palabra press escrita en letras enormes sobre los petos. Uno habla ucraniano y hace de traductor, el otro se dirige al abuelo en castellano, una lengua que, siempre que la oye provoca en Iván un sobresalto:

–Un vecino nos ha dicho que usted es español, ¿lo es? Hemos llamado a la embajada en Kiev y no les consta que quedase ningún ciudadano español atrapado en esta ciudad. –El anciano parece no comprender lo que la acaban de preguntar y el ucraniano, que acompaña al periodista, traduce las palabras del reportero. Iván mueve la cabeza, negando–. Ya me extrañaba –declara, decepcionado, el periodista, que lamenta ver esfumarse la que sería una buena historia.

Irina saca de la mesilla de noche un carné ajado con una fotografía amarillenta grapada a la cartulina y se lo muestra al periodista extranjero. Corresponde a Iván, cuando era joven, en la credencial aparece con el nombre de Alberto.

–¿Alberto, se llama usted Alberto Santibáñez? –le preguntan de nuevo el corresponsal.

Fue en otro tiempo, en otro lugar. Hace más de ochenta años que el viejo dejó atrás país e idioma, aunque aún puede rememorar la nana infantil que le cantaba su madre sentándolo en las rodillas a la par que la miríada de besos sonoros que estampaba en sus mejillas.

–Yo…, tenía… –el viejo balbucea, casi no recuerda su lengua materna y muestra siete dedos alzados.

–¿Siete años?

Da –asiente el anciano en ruso.

–Entiendo, ¿es posible que usted sea uno de los niños que fueron evacuados a la Unión Soviética durante nuestra guerra civil? –el periodista español aventura una hipótesis.

Da. –Y los ojos de Iván, que vuelve a ser Alberto, se nublan de lágrimas. ¿Qué recuerdos guarda de su niñez asturiana? Las caricias de su madre, que su padre era minero y volvía a casa con el rostro tiznado y luego los prados y los montes verdes. Nada más.

–¿Regresó alguna vez a España? –el anciano niega con la cabeza.

–Mucha guerra, un barco. Niños rusos…, no sabían decir Alberto, Iván mucho fácil.

–Entiendo. Mañana, como más tardar, los rusos completaran el cerco y la ciudad quedará sitiada, nosotros nos marchamos en un coche esta tarde, pero en su estado no podemos llevarlo, tendría que ser evacuado en una ambulancia y ahora eso es imposible. –El anciano señala a su nieta y a su bisnieto, su mano tiembla–. Sí, hay dos plazas, ellos pueden venir con nosotros en caso de que quieran ir a España.

Irina discute con su abuelo, no quiere abandonarlo, él la tranquiliza, le dice que los vecinos cuidarán de él, basta con que se lo pida a la anciana señora Natalka para que se encargue de todo. Con voz apagada, pero firme, el anciano insiste en que se marchen. Asegura que Asturias les gustará. Alexey, el niño, contempla la escena con sus despavoridos ojos azules, en silencio. Desde que mataron a su padre el chiquillo no ha llorado, no ha reído, no ha jugado y guarda un silencio impropio y perturbador, como si acusara al mundo de los adultos de aquella tragedia. Las miradas del anciano y del infante se cruzan, pero ninguno habla. Alberto se pregunta que estará pensando su bisnieto de siete años, aún recuerda la extrañeza que sintió cuando sus padres le dijeron que lo enviaban a un país maravilloso llamado Rusia y las incertidumbres que lo asaltaron cuando lo embarcaron junto a cientos de niños, cada uno con una etiqueta de cartón colgada del cuello con sus respectivos nombres inscritos. Sus padres clavados sobre el muelle, despidiéndose, deshaciéndose en lágrimas; aquella fue la última y dolorosa imagen que retiene de ellos. No volvió a verlos ni a tener noticias de sus progenitores. Y luego una segunda guerra, cuando evacuaron a toda prisa su orfelinato huyendo de las tropas de Hitler. Lo trasladaron a Leningrado donde sobrevivió al cerco alemán, pasó hambre y se asomó al abismo indescriptible del horror, al mal absoluto en el que pueden incurrir las personas con tal de sobrevivir un día más. Terminada la contienda no quiso quedarse en la ciudad en la que tanto había sufrido y pidió ser destinado a Ucrania en donde se estableció y formó una familia.  Ahora su bisnieto Aleksey saldrá de su patria a la misma edad con la que él salió de España. ¿Recordará los trigales dorados de Ucrania bajo el cielo azul infinito como él recordó los prados intensamente verdes de Asturias? Dicen que todos venimos a este mundo con un propósito y Alberto/Iván comprende, por fin, el suyo: ser el pasaporte inesperado que salve la vida a su descendencia. Ha cerrado su círculo vital y ahora sabe que ya puede morir en paz, en el fragor de otra guerra.

 

miércoles, 7 de febrero de 2024

CONSEJO (VÍDEO DE RINCÓN POÉTICO)

CONSEJO

En el taller, la profesora nos reveló que la clave para hacer un buen microrrelato consistía en meter tijera.

Una vez que tuviéramos el texto, deberíamos colocar entre corchetes todo aquello que se pudiera recortar. Si tras el esquilado, el microrrelato seguía teniendo sentido, el resultado podía darse por válido.

Seguí el consejo magistral y cercené todo un rebaño de vocablos, pero me quedé triste al contemplar las palabras desechadas. Tomé los retales, hilvané unas, zurcí otras y me dio para dos greguerías, cinco aforismos, cuatro chistes y un paño de cocina.​

 

https://www.youtube.com/watch?v=h9jYMmGIhdA

jueves, 25 de enero de 2024

EL SUSURRO DE LAS MUSAS (MICRORRELATO QUE PUEDES ENCONTRAR EN EL LIBRO "LA ÚLTIMA SONRISA DEL DINOSAURIO")

 

 

EL SUSURRO DE LAS MUSAS

 

Para vencer al famoso bloqueo creativo del escritor, un servidor recurría a un método electrodoméstico. Metía cinco segundos la cabeza en el horno encendido para que los ideas eclosionaran en mi cerebro como huevos empollados por el calor -terminaba apestando a piel de pollo quemada-. Luego introducía la testa en el congelador para fijar las ideas creativas. Acto seguido mi cráneo pasaba al tambor de la lavadora para centrifugar las sinopsis. Con el secador de pelo daba cuerpo y volumen a los argumentos. Y, por último, apoyaba la plancha fría a mi oreja a modo de auricular telefónico, esperando que por los agujeritos de expulsión de vapor las musas me susurraran la voz del narrador, los personajes y la trama.

 

Todo funcionó hasta el día en que me dejé encendida la plancha y me achicharré la oreja. Las musas dejaron de hablarme por gilipollas.