miércoles, 16 de diciembre de 2020

LOS FANTASMAS NO EXISTEN

 La revista Fantasmagoria Desde el más allá 2020 editada con ocasión del Festival de cine Fantástico y de Terror de Medellín (Colombia) ha publicado mi relato

LOS FANTASMAS NO EXISTEN
El conferenciante se apostó en el atril y, antes de iniciar su disertación, contempló al ralo público presente: tres personas. Una chica que consultaba su teléfono móvil y otros dos jóvenes de aspecto aburrido. No hacía falta mucha sagacidad para deducir el hecho que si habían acudido a su conferencia titulada “Los fantasmas no existen”, sería para sumar puntos con los que aprobar alguna asignatura de la Facultad de Antropología. “Siempre es así”, pensó el conferenciante, quien no se amilanó ante la escasez de auditorio.
El conferenciante se presentó y comenzó su discurso blandiendo una paradoja: “Todo el mundo sabe que los fantasmas no existen, entonces, ¿cuál es la utilidad de esta conferencia? Su razón es que hay mucha gente que sigue creyendo en ellos, la ciencia y la superstición siguen luchando por hacerse con el alma de la humanidad”.
A continuación, el conferenciante se dedicó a descartar las supuestas pruebas en la que se basaban los espiritistas para afirmar que los seres humanos entramos en otros planos de la existencia tras nuestro fallecimiento.
Las llamadas experiencias cercanas a la muerte no eran incursiones en los aledaños del más allá, sino, tan sólo secuelas causadas por la anoxia, es decir, por la falta de oxigenación en el cerebro que, entre otras consecuencias, provocaba un deterioro de la visión periférica, de ahí “el efecto túnel” que describían todos los sujetos que habían pasado por dichos trances. La afectación por falta de oxígeno del lóbulo temporal explicaría, también, las experiencias místicas y trascendentes que suelen citarse y las sensaciones de paz y bienestar vendrían dadas por la secreción de serotoninas ocasionadas en semejantes cuadros médicos.
Tampoco las experiencias extracorporales o proyecciones astrales, sensaciones de emerger del propio cuerpo, probarían nada respecto a la existencia de almas o espíritus, sino que se trataba de alucinaciones producidas, bien por ingesta de drogas, bien por estados alterados de la conciencia debidos desequilibrios químicos en el cerebro.
Las posesiones y trances espiritistas de médiums y otros sujetos, eran, en palabras del conferenciante, fraudes en los que se mezclaba teatro y números de ilusionismo o, bien, reacciones producidas en procesos de autohipnosis.
Por su parte, el déjà vu, que probaría, según los partidarios del pensamiento mágico, la reencarnación -el recuerdo provendría de vidas anteriores-; no era más que una anomalía neurológica de la formación de la memoria que sucedía cuando la mente inconsciente percibía el entorno antes que la mente consciente, recreando una duplicidad de recuerdos simultaneaos.
Todas las demás testimonios, señales y fenómenos que, supuestamente, corroboraban la existencia de fantasmas, entes, energías, etc, etc, tenían su oportuna explicación en fraudes, autogestión o histerias colectivas.
“El único espíritu que existe es el espíritu humano y su afán por alcanzar la verdad plena acerca de todas las cosas”, finalizó el conferenciante. Tan sólo la chica del móvil, que no levantó la vista del aparato durante toda la conferencia, se atrevió a aplaudir con torpeza.
Arrellanado en el asiento trasero del taxi, rumbo al hotelucho de mala muerte en el que se alojaba, el conferenciante, empleado de la LEAFA (Liga Escéptica AntiFantasmal), se preguntó por el sentido de su incansable cruzada. ¿Qué utilidad tenía recorrer un rosario de ciudades tratando de volver aún más descreídos a los puñados de incrédulos que acudían a escucharle? Hoy pasaría una noche más de soledad en una habitación de impersonal de hotel en Medellín, cerca del aeropuerto; el día anterior estuvo en Bogotá y al día siguiente volaría a Quito. Don Quijote combatía contra molinos y él contra fantasmas. Aunque, por otra parte, aquella era su misión, su cruz, su apostolado. El conferenciante exhaló un suspiro de resignación.
Ante la puerta de la habitación del hotel, la número trece, el hombre vaciló antes de introducir la llave en la cerradura. Dirigió su mirada a uno y otro extremo del lúgubre y desierto pasillo y se mordió los labios, tratando de evitar, con aquel gesto, de llevar a cabo lo que le apetecía. El corredor estaba desierto, como a él gustaba, pero quién sabe si no habría alguna cámara de vigilancia bien disimulada, que grabaría la escena, y que la cinta terminaría emitiéndose en “Cuarto milenio” o en cualquier otro programa de televisión dedicado al misterio y lo paranormal. El huésped volvió a escrutar la soledad que le rodeaba y, tras un último titubeo, se introdujo en la habitación traspasando la pared. Sí, su cruzada era necesaria; “Los mortales no deben saber que los fantasmas existimos”, susurró en voz alta.

sábado, 5 de diciembre de 2020

EL TANGA ROJO

 El blog "HEREDEROS DEL K(C)AOS" acaba de publicar mi relato

EL TANGA ROJO
Javier Rabadán se dirigía a reunirse con su amante espoleado por una inquietud difusa. Por primera vez, en cuatro años, se había saltado las normas, las reglas de hierro que él mismo se había fijado y cuya estricta observancia le había permitido conllevar –y disfrutar- aquella espléndida doble vida. Nunca antes le había dicho a su esposa que iba a estar en un determinado lugar -la clínica veterinaria-, cuando en realidad se encaminaba hacia la casa de su amante. Aquella cita no estaba preparada, había nacido de las circunstancias y la improvisación siempre desfila vestida de riesgos. A punto estuvo de desconvocar la cita y llevar el chucho al veterinario, pero la excitación del peligro aún le había puesto más caliente, con mayores ganas de encontrarse con su amante y joderla salvajemente. Además, ¡era tan improbable que su mujer llamara a la clínica veterinaria! lo lógico es que le telefoneara al móvil si quería saber cómo se encontraba el animal. El coche de Javier Rabadán transitaba por la avenida hacia el piso de su amante a una velocidad mayor de la permitida. “¿Debía renunciar al desfogue?” se interrogó nuevamente. Aquella mañana de sábado, Rabadán fingiendo buena disposición y con cariño zalamero, había acordado con su esposa que sería él quien iría a realizar las compras de la semana al hipermercado, buscando una ventana de oportunidad que le permitiera pegarse el revolcón anhelado. Apenas dobló la esquina de su calle, telefoneó a su amante para proponerle un encuentro rápido (“con que me la chupe ya me conformo”, pensó el hombre), pero su amiguita frustró sus expectativas al anunciarle que su ex marido aún no había pasado por el domicilio para llevarse a los niños de fin de semana. Al regresar con la compra a su hogar, el hombre se encontró a su cónyuge que lloraba.
-¿Qué pasa?
-Tienes que llevar a Rambo al veterinario.
Rabadán miró al perro, aparentemente estaba bien, alegre de verle, ladraba exigiendo atenciones, agitaba la cola y rozaba con las patas delanteras los bajos de su chaqueta:
-Yo lo veo bien.
-Ha vomitado negro un par de veces, parece que ha estado masticando el interior de una pila.
-¿Le has dado leche?
-Sí.
-Te dije que no hay que dejar nada a su alcance, ahora cuando son jóvenes lo mordisquean todo. Al perro no veo que le pase nada, si ha vomitado ya habrá expulsado el veneno.
-Llévalo al veterinario, de lo contrario no me quedo tranquila.
-Pero si no he comido.
-Te he preparado un bocadillo.
Rabadán marchó de su chalet adosado, bocadillo en mano y con Rambo reglamentariamente aparejado con correa y bozal. Se acercó hasta el teléfono público de la plazoleta y, por segunda vez en aquel sábado, llamó a su amante. Sí, podía ir a su casa, su ex marido ya se había llevado a los enanos.
Rabadán estacionó el coche en un aparcamiento y se dedicó a reflexionar unos minutos. Algo, una intuición, una corazonada, le avisaba que no siguiera adelante. Aprovechó para dar cuenta del bocadillo que le había preparado su mujer y encendió la radio, pero la inquietud no quería marcharse. Había sido tan escrupuloso manteniendo compartimentada su doble vida, que le parecía increíble que fuera a quebrar una de sus medidas férreas de seguridad. Porque si alguien había sido meticuloso en impedir que ningún detalle revelara su infidelidad, ese era Rabadán. El hombre jamás telefoneaba a su amante desde su móvil o desde la línea fija de su casa, ni ella a él; tampoco se intercambiaban mensajes ni correos electrónicos. Antes de regresar al hogar revisaba con rigor su cartera, sus bolsillos e incluso los pliegues del pantalón, no fuera que algún ticket de papel de un restaurante o cualquier otro indicio sospechoso pudiese caer en manos de su esposa. Después de hacer el amor con su amante siempre se duchaba concienzudamente y le había prohibido que usara perfume, carmín, maquillaje e incluso desodorante cuando estaba con él. Por supuesto los chupetones eran tabú y le revisaba la longitud de las uñas, no fuera que en un momento de pasión le marcara la espalda con arañazos. Cuando la amante subía en su coche, le estaba vedado llevar pendientes, horquillas o cualquier otro objeto que al desprenderse inadvertidamente pudiera ser encontrado por su esposa. También la obligó a que se cambiara el color de los cabellos, no fuera que un furtivo pelo rubio sobre su ropa delatara sus encuentros. Su amante accedió a seguir estrictamente todas aquellas precauciones, siendo lo más duro para ella el deshacerse de su gato; un día la esposa le halló pelos del animal en un jersey de su esposo y Rabadán no quiso correr riesgos. Su amante lloró con amargura al desprenderse de Misha: “Espero que lo nuestro valga la pena. Esto te costará compensármelo”, le advirtió. Quien dijera que simplemente tenía la suerte de haber encontrado una amante comprensiva, es que no sabía de los malabarismos que se ha visto obligado a realizar, combinando hábilmente las falsas promesas: “En cuanto los niños crezcan un poco, me divorcio de mi mujer y me caso contigo. Te lo juro”; con el chantaje emocional: “Si realmente me quisieras tanto como dices, harías lo que te pido”. Y todo para seguir tal y como estaba, sin cambiar nada, porque a Rabadán ya le iba bien disfrutar de la comodidad y el estatus del casado junto con la libertad sexual de un soltero. No pensaba divorciarse y menos aún casarse con su amante y cargar con el mochuelo de sus dos niñatos, cuando a él ya le costaba soportar a sus propios hijos. Aunque tampoco estaba dispuesto a que se le escapase su amante; había resultado ser tan viciosa en la cama –¡quién lo diría!- y tan deliciosamente sumisa, que sabía que un chollo como aquel no se encontraba todos los días. Hasta ese momento Rabadán se había valido de su trabajo como visitador médico para hallar los momentos en los que reunirse con su amante sin que su mujer pudiera localizarle, pues, en teoría, estaba atendiendo a los clientes. Sin embargo, este encuentro iba a ser distinto, se suponía que se encaminaba hacia la clínica para que reconocieran al can. La posibilidad de sustraer a la mirada fiscalizadora de su esposa el supuesto importe en que fijaría la factura del veterinario, le animaba; así contaría con un dinerillo extra para gastar con la otra. No, su amante no le cobraba y posiblemente era la mujer más desinteresada del planeta, ella estaba enamorada de él, seguro; pero aun así, gastos siempre había, no iba a dejar que ella pagase, por ejemplo, la habitación que alquilaban por horas, las veces en que no podían hacerlo en su piso y alguna que otra invitación. Luego estaban los regalos, algunos inevitables, aquellos que se sucedían a los arrebatos depresivos que de vez en cuando perturbaban a su amiga: “Yo no puedo seguir en esta situación. Pasan los años, me voy volviendo vieja y nada cambia, o tu mujer o yo”; y él respondiéndole: “Tontita tú sabes que sólo te quiero a ti, entre mi mujer y yo ya no queda nada, si aguanto es por los niños, para no traumatizarles con una separación. Tú eres madre, sabes de lo que hablo”. Tras aquellas escenas, Rabadán se descolgaba en la siguiente cita con algún obsequio para su amante.
Rabadán había puesto en marcha el motor del vehículo cuando sonó su móvil. Era su mujer. Precavidamente apagó la radio y el motor del coche y respondió a la llamada: -“Sí, el perro está bien pero le han de hacer un lavado de estómago. Calculo que estaré fuera unas cuatro horas, han de dejar que el animal descanse un poco antes de traerlo para casa. Va a costar un pico. Sí, se hará todo lo que sea por el animal. Sí, ya sé que soy muy bueno. Yo también te quiero mi vida”. –contento por disponer de una coartada tan espléndida, el hombre se dirigió a la casa de su amante con ánimo liviano.
-¿Y esto? –la amante señaló al can.
-Es Rambo, mi perro.
-Ya veo que es un perro, preguntó qué hace aquí.
-Es mi coartada, se supone que estoy con el bicho en el veterinario.
-Es enorme. ¿Cuánto pesa?
-No sé, más de treinta kilos seguro. No te asustes, es muy dócil, mira –Rabadán despojó al perro de la correa y el bozal y éste lamió agradecido la mano de su amo.
-Bueno, vale, puede quedarse. Tengo una sorpresa para ti ¿te gusta?
-¡Un tanga rojo! pero si no estamos en nochevieja.
-Javier, no puedo hacerlo con ese perrazo mirándonos.
-Tranquila, no se va a chivar, no puede –bromeó Rabadán.
-Hablo en serio, sácalo de aquí.
Rabadán arrojó el tanga rojo a la cabeza de Rambo:
-¡Vete chucho!
-Javier, te digo que yo así no puedo hacerlo, no nos quita ojo de encima. Me siento espiada. Llévatelo fuera de la habitación.
-¿Y dónde lo meto?
-Enciérralo en el balcón.
-Ladrará.
Rabadán condujo a Rambo al balcón. El perro sujetaba con los dientes el tanga rojo, su amo trató de sacárselo de la boca, pero el animal se resistió gruñéndole. Lamía y mordisqueaba la prenda, al parecer había identificado un olorcillo interesante. El hombre desistió de recuperar la braga, al menos, entretenido con el tanga, el bicho no ladraría, pensó. Tras hacer el amor, Javier buscó el tanga sin encontrarlo. El balcón era de los abiertos con baranda de hierros verticales. El hombre concluyó, que jugando, el perro había empujado el tanga fuera del balcón, precipitándolo a la calle. Se asomó por el balcón, pero no atisbó la prenda.
El lunes siguiente al mediodía, durante el almuerzo de trabajo, Rabadán recibió una llamada en su teléfono móvil. Era su esposa:
-Te llamo desde la clínica veterinaria. Acaban de operar a Rambo –le hablaba con voz severa.
-Si ayer salió fenomenal de la clínica -se apresuró a replicar Javier, alarmado.
-¿De qué clínica me hablas? Ayer por aquí no te vieron el pelo.
-Cariño, es que fui a otra clínica.
-Ya.
-No puede ser por la intoxicación de la pila, le habrá ocurrido otra cosa.
-No es por la pila. Algo le obstruía el intestino. ¿No adivinas qué puede ser?
-Ni idea.
-Un tanga rojo. Ha estado a punto de morir. Pero lo que le ha pasado a Rambo no va a ser nada comparado con lo que te voy a hacer yo. Ya me estás explicando ahora mismo dónde estuviste el sábado y el nombre de la puta a la que pertenece ese tanga.

martes, 1 de diciembre de 2020

EBOOK REVISTA MEXICANA "AION.MX"

 La revista mexicana Aion.mx ha editado una antología con una selección de sus publicaciones a lo largo de sus últimos diez años; entre otras, de mi microrrelato "Inyección de liquidez".


https://aion.mx/ebooks/ebook-cuento-microrrelato-y-poesia

martes, 17 de noviembre de 2020

LA VENGANZA ES UN PLATO QUE SE SIRVE CALIENTE

 

LA VENGANZA ES UN PLATO QUE SE SIRVE CALIENTE

 

-¿Cómo hay tan poca gente?
-No sé, tendría pocos amigos.
-Yo no era su amiga.
-Y usted señora, ¿es...?
-Me llamo Rosario, pero mis amigos me llaman Charitín. Fui la  mujer de Faustino. Él no tenía amigos, mucha gente veo yo aquí.

-Pero, si sólo somos cinco.

-No obstante, es un detallazo que se haya acordado de los amigos en un momento así.
-¿Todos han recibido la tarjeta de invitación al evento?
-Sí, claro,  y el billete de quinientos euros que se adjuntaba.
-En la tarjeta ponía que si aguantábamos el acto hasta el final se nos entregaría otros quinientos euros y una caja de puros Partagás a cada uno.

-Una servidora no fuma.

-Ningún problema, su caja de habanos me la puede dar a mí. Cuando trabajaba en el banco me aficioné a fumar puros.

-Muy rumboso me parece a mí el difunto.
-Yo me lo creo, hay un mensajero esperando a que terminemos.

-Yo ni siquiera lo conocía. Pensé que se trataba de algún tipo de broma y llevé a que averiguaran si el billete era falso. Cuando me confirmaron que los quinientos euracos eran auténticos, casi no me lo podía creer. El muerto –Faustino, se llamaba, ¿no?- debía ser uno de esos locos simpáticos que van por el mundo regalando dinero.

-No estaba loco, era un cabrón y un hijo de la gran puta y siempre fue un tacaño. Cuando yo me casé con él era más pobre que una rata, no sé de donde ha sacado el dinero para montar esta mascarada, pero si tenía dinero me lo debía de haber entregado a mí, que para eso soy su viuda, en compensación por lo mucho que me hizo sufrir ese cerdo.

-Señora…

-¿Qué coño le pasa a usted?

-Es que hablar así de un muerto…

-Un cabrón es un cabrón vivo o muerto.

-¡Qué extraño! ¿Es verdad que no le conocía, señor…?

-Roberto.
-Lo que no entiendo es lo de la barbacoa en noviembre. Las barbacoas son para el verano.
-La gagne está ejquijita.
-Vaya, Padre, ya le está atacando.
-Padre, no hable con la boca llena que no se le entiende nada.
-Habrá que probar esa carne, si no, el cura no nos va a dejar ni los huesos.
-No sé de qué os extrañáis, esto es muy común en otros países.
-¿Que un muerto organice una barbacoa?
-Yo he estado en las  islas Tonga y allí es frecuente que el finado deje una cantidad de dinero para que los deudos hagan una fiesta de homenaje al difunto.

-¡Qué curioso!

-Para curioso el funeral celeste del Tibet. Llevan el cuerpo del muerto a una buitrera, lo despedazan y se los dan de comer a los buitres.

-¡Qué asco!

-Usted quiere que se nos quite el hambre.

-Con el cura no lo conseguirá.

-¿Y cómo sabe todo eso, señor…?

-Calixto. Verá, yo fui director de una sucursal bancaria y todos los años me ganaba el premio del viaje con el que mi banco gratificaba a los que más productos financieros vendíamos en cada provincia. Además, luego, por mi cuenta, he viajado mucho. Mi pasión ha sido viajar y así que me prejubilé, con apenas cincuenta años, mi indemnización y una buena paga, pues a hacer turismo como un loco.

-No sé para que ig a la ijlas del Tongo con lo bonita que ej Egpaña, burrppppp.

-No eructe, Padre.

-Tiene razón el mosén, para ritos funerarios raros no hace falta irse lejos. El otro día leí que una empresa funeraria española tiene un producto que consiste en meter las cenizas del muerto en una carcasa pirotécnica y hacerla estallar en el castillo de fuegos artificiales de las fiestas del pueblo.

-No me parece serio.

-Mejor no preguntarle al Padre, que ellos creen en la resurrección de la carne y todo eso.

-Como a la carne de las costillas que acaba de zamparse le dé por resucitar, lo lleva crudo.

-Otra cosa que no entiendo es que hace una pantalla gigante aquí. ¿Alguien sabe algo?

-El mensajero no suelta prenda y cuando yo llegué los del catering ya se habían largado.

-¡Qué extraño es todo! Bien, así que aquí estamos, un servidor que se llama Roberto, ¿me he presentado ya?

-Sí.

-Bien, hagamos las presentaciones como corresponde: Yo soy Calixto, aquí Roberto, Charitín y el padre…

-Damián Romasanta.

-Con ese apellido estaba usted predestinado.

-Eja e mi cruz, higo mío.

- Y usted se llama…

-Adolfo.

-¿Conocía al difunto?

-Como que fui su jefe durante más de veinte años. Y coincido con Charitín, era un inútil. Todo lo que sabía del oficio fue porque yo se lo enseñé.

-Y si mientras averiguamos lo que pasa, ¿Qué les parece si comemos algo? O el cura acabará con todo.

-Padre haga sitio y modérese que a su edad el colesterol no perdona.

-¡Váyase a la miegda!

-¡Jope! Qué buena está esta carne. ¿Qué es?

-Vacuno.

-No, la textura es diferente.

-Cerdo.

-No señora, esto no es cerdo, está clarísimo.

-No, que digo que Faustino era un cerdo.

-Es ñu.

-¿Usted cree señor Calixto?

-Ñu, seguro, en un safari que hice por Tanzania me sirvieron una carne con un sabor idéntico a éste y me dijeron que era ñu.

-No sé si será ñu o será ño, pero ¡coño, qué buena está!

-Bocatto di cardinale.

 

-¡Mirad! La pantalla se ha iluminado.

-Es Faustino.

-Que viejo y desmejorado está.

 

-Buenas tardes, mis queridos amigos. Muchas gracias por estar aquí, en este acto social dedicado a mi memoria. Si me estáis viendo eso quiere decir que estoy muerto. (“Gracias Faustino. Esto va por ti, en tu honor”. “Todos te queremos, Faustino”. “No hace falta ser hipócrita, no nos oye, es una grabación”).  Creo que la sociedad actual trata de ocultar la muerte como si de un tabú se tratase, cuando es consustancial a la vida, siendo el fin último de ésta, estamos en este mundo para marcharnos y dejar sitio a los que vienen. Por eso, en vez de luto y llanto, pensé en organizar una barbacoa, ya saben; cervezas frías, camisas floreadas y ambiente distendido (“Pues macho, la has cagao, que ayer fue halloween y hace un frío que pela”. “Chissst. Deja escuchar lo que dice”.) ¿No es mucho mejor así? Supongo que os preguntaréis, especialmente tú, mi querida Charitín, de dónde he sacado el dinero para costear este memorial. Bien, aunque tenía mis dudas, lo cierto es que Dios existe y cuenta chistes, aunque su humor es retorcido y macabro. Yo fui un desgraciado toda mi vida y cuando ya me habían diagnosticado la enfermedad fatal que me ha llevado a la tumba, va y me toca una burrada de millones en el sorteo del euromillón. ¡Hay que joderse! Dejarle la millonada a los desapegados y crápulas de mis sobrinos no me pareció una opción y tampoco me entusiasmaba legarte el dinero a ti, Charitín, por las razones que expondré a continuación (“¡Cerdo, cerdo, cerdo!”. “Señora, ahora no es el momento. Señora no me pegue”). He dejado el dinero a mi único amigo, a mi albacea y organizador de este evento. (“¡Hijo de puta!”). Supongo que os preguntaréis porqué he preparado una barbacoa para invitar a quienes me odian o a lo sumo guardan de mí un recuerdo vago y anecdótico. Para aclarar la cuestión dejad que cite el Evangelio –gracias padre Damián por haberme inculcado la noción de la caridad cristiana (“De ngda, higo mío). -Y deje de comer que con la boca atiborrada de carne que no se le entiende-: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más?”. Es por eso que estáis aquí reunidos: Padre Damián, Roberto, Adolfo, Charitín y Calixto. Sois mis queridos enemigos con los que voy a recordar los momentos vividos juntos. Primero usted, Padre Damián, cerrando los ojos aún puedo recordar el gusto de las pastillas Juanola que usted me daba para quitarme el mal sabor de boca tras obligarme a practicarle felaciones (“¡Mentira, incubo!” “No agite tanto la garrota que a ver si le va a dar a alguien”. “Sujetad al cura que se cae”. “¡Joder con el pater!”). Luego debía confesarme con usted y recuerdo que me ponía penitencias por lascivo y por haberle provocado, según decía. Yo tenía por entonces nueve años y la negligencia de mis padres me había arrojado a ese internado siniestro dejándome a merced de cuervos como usted. Por aquel entonces, por compañero tenía a mi querido matón Roberto (“Yo no me acuerdo de este tío. De usted, sí, Padre”) que me utilizaba a modo de saco de boxeo ante la indiferencia de alumnos y maestros. Sobreviví al colegio, pero no acabaron los abusos, me puse a trabajar y hube de soportar la tiranía de Adolfo, el encargado de la fábrica de mierda en la que dieron a parar mis huesos (“¡Desagradecido, capullo!”). Creí rehacer mi vida de la mano de Charitín, pero nuestro matrimonio no colmó sus expectativas y ella decidió vengarse por ello, y lo hizo apartándome de mi hijo Felipe, al que crio en el rencor y la difamación hacia su padre. (“¡Canalla, embustero”!). No puede disfrutar de mi hijo, quedé relegado a simple burro divorciado que paga facturas y aguanta injurias y denuncias en los juzgados. Felipe se empantanó en las drogas y murió por sobredosis, de lo cual me culpa Charo, ¡por supuesto! (“¡Pues claro que fue culpa tuya, hijo de puta!”). No obstante, no os puedo echar la culpa de todas mis desgracias a vosotros, lo cierto es que yo era un tipo un poco lelo, alguien que al ser  buena persona solía dar por sentado que todo el mundo debía serlo hasta que demostrasen lo contrario. Así me fue en la vida, cuando estás hecho de merengue hasta las hormigas te comen. Sólo con estas características se explica que yo creyera tener un amigo en el director de una sucursal bancaria, mi querido Calixto, que tras veinte años de trato amable, entregándome calendarios de la entidad todos los eneros, me convenció para que depositara todos mis ahorros en un depósito que decía ser sólido y que resultó ser líquido y gaseoso. Gracias a ti, Calixto, aprendí lo que son las preferentes (“Yo no tengo la culpa de que careciera de cultura financiera. Nadie le obligó a firmar”). En resumen, habéis sido tan importantes en mi vida que, asimismo, yo quiero serlo en la vuestra. No deseo que tengáis de mí un recuerdo fugaz y amortizable. Deseo dejar una huella indeleble, pasar a ser parte de vosotros, fusionarme con vosotros a través de la cadena trófica. Ahora estoy dentro de vosotros, rodeado de jugos gástricos, fluyendo en forma de nutrientes por vuestro riego sanguíneo. Yo estoy en vuestro organismo con mis células tumorales, mi quimioterapia, mi infección hospitalaria, mis anticuerpos y la sobredosis de antibióticos. La carne que acabáis de digerir es mi carne. (“¿Qué coño dice?”.  “Qué la carne de la barbacoa es la del tío fiambre”. ¡Imposible!”. “Se le ha ido la pinza”. “Es ñu, os lo aseguro”.).  “Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él”. ¿Recuerda el versículo, Padre? (“¡Blasfemia!”. “Como broma no tiene ninguna gracia”. “Yo ya dije que era un cabrón”. “Está de coña”.). Como imagino que no me creéis, a continuación os pasaré imágenes rodadas del despiece y fileteado de mi cuerpo. (“¡Dios, qué asco!”. “No puede ser”. “No hagáis caso, es un montaje”. “Aghhhhh”. “Señora me acaba de vomitar encima”.). Pues sí, algo así se puede hacer; pagando San Pedro canta, mi albacea se encargó de buscar a los profesionales adecuados y supervisar que mis últimas voluntades se llevaran a cabo siguiendo mis detalladas instrucciones. Si tenéis alguna duda, os he reservado  unos tupers con muestras de carne y así podáis hacer las pruebas pertinentes que confirmarán lo que os digo. Bueno, queridísimos amigos míos, me despido de vosotros con la satisfacción de saber que de esta barbacoa y de mi persona guardaréis un recuerdo imborrable. ¡Bon appétit! Por cierto, una última cosa, a partir de hoy nada de Faustino, se acabaron los diminutivos, quiero ser recordado como Fausto.

 

 

Relato publicado en la revista Nación Alien, nº 13.

sábado, 14 de noviembre de 2020

LA CURVA

 


Sé que fue una imprudencia, pero recogí a aquella chica que hacía auto-stop; ¡la vi tan desamparada deambulando por la cuneta en mitad de la noche!

 

El aspecto de la mujer era inquietante, por no decir siniestro: Cabellos largos y enredados, rostro demacrado de palidez cadavérica, ojos nebulosos hundidos en sus cuencas, labios agrietados y dientes amarillos. Por lo demás, se adivinaba una complexión huesuda bajo el vestido de una sola pieza, blanco, sucio y desgarrado. Me pidió que la llevara al pueblo al que hacía “mucho tiempo que no regresaba”.

 

No habló durante el trayecto, arrellenada en el asiento del copiloto parecía una muerta en vida. Poco antes de llegar al pueblo una violenta agitación pareció poseerla.

 

-¡Aminora! –exclamó presa del pánico- ¡Reduce! Esa curva es peligrosa. En esa curva…, en esa curva… -sus dedos flacos y huesudos temblaron en el aire señalando la curva cerrada que apenas se insinuaba en la noche sin luna.
-¡Ya! Ahora me dirás que en esa curva te mataste en un accidente –le respondí escéptico.
-No, tras esa curva suele agazaparse un coche camuflado de la policía de tráfico.

 

La multa que me cascaron a mí también me mató del susto.


(Relato publicado en la revista colombiana de Arte y Literatura "Crisopeya" en su número 5)



https://drive.google.com/.../1dpSAjJk25OS2ZqJOZiL.../view...

 

 

DESTINO ESCRITO

El cinco de julio de 1884, naufragó el buque Mignonette, un velero mercante inglés que navegaba al sur del Cabo de Buena Esperanza. Cuatro tripulantes lograron sobrevivir al desastre: el capitán Tom Dudley, los marineros Edwin Stephens y Edmund Brooks y el grumete Richard Parker de diecisiete años, que había mentido sobre su edad para poder enrolarse en el barco. Tras varios días a la deriva los supervivientes se quedaron sin comida ni agua y tomaron la desesperada decisión de echar a suertes quién serviría de alimento a los demás. Le tocó a Edmund Brooks, pero éste pidió un último deseo antes de morir. Y como la realidad se presenta muchas veces ataviada con el vestido de lo inverosímil, para sorpresa de los presentes, Brooks extrajo de su macuto el único libro que llevaba consigo, la novela "La narración de Arthur Gordon Pym" de Edgar Allan Poe. Y mostró, más que leyó -su boca llagada por la sed y el salitre le dificultaba el habla-, a los que iban a ser sus verdugos circunstanciales, algunos pasajes seleccionados. Concretamente los referidos al naufragio del barco ballenero Grampus y cómo, tras varios días a la deriva, cuatro supervivientes, desesperados por no tener comida, deciden asesinar y comer la carne de uno de ellos para asegurar la supervivencia del resto. Después de echarlo a suertes la desafortunada elección recae en el más joven de todos, un grumete llamado Richard Parker, que es apuñalado y devorado por partes durante cuatro días.

 

La revelación literaria causó una conmoción entre los náufragos que, de inmediato, decidieron invalidar el sorteo macabro -pese a las airadas protestas del grumete-. El destino del chico estaba escrito hacía más de cuarenta años antes y debía cumplirse sin demora ni piedad alguna.

 

Tras saciarse de carne y sangre humana, el marinero Edmund Brooks, sonrió satisfecho al imaginarse que diría su esposa, inculta y tacaña, que le criticaba por gastar dinero en novelas. ¿Quién dijo que la literatura no servía para nada?

  https://www.lasprovincias.es/culturas/cuentos-minimos/destino-escrito-20201113200640-nt.html

sábado, 7 de noviembre de 2020

RETRIBUCIÓN

 He quedado finalista en el Certamen de Relatos Breves "Sobre enfermeras" con mi relato

RETRIBUCIÓN
Natalia regresó a su hogar tras una agotadora y desmoralizante jornada de trabajo en el hospital –una más, como lo estaban siendo todas desde que estalló la epidemia- y al disponerse a tomar el ascensor de su edificio, reparó que en la puerta había un folio de papel sujeto con celo que exhibía un texto dirigido a ella. Al, leerlo, se le heló la sangre.
No, no era el primer incidente que sufría. Al inicio de la declaración del Estado de Alarma, de camino a su trabajo, escuchó desde una ventana que alguien le gritaba: “¡Vuelve a casa, que no tienes vergüenza!”, seguido por una segunda voz que la calificaba de “¡Puta!”. ¿Qué pasa, tenía que ir en bata blanca a su hospital? Enfurecida, Natalia iba a replicarles, pero una mano anónima la lapidó con un huevo que se le estampó encima.
Muy pronto supo de aquella gente que dedicaba parte de su tiempo y energías a vigilar a quienes veían transitar por las calles, para acosarlos; ya fuesen padres que acompañaban a hijos con autismo, cajeras de supermercado, personal de limpieza u otros trabajadores de servicios esenciales. Vecinos confinados y airados. Vecinos adictos al insulto para los que habían acuñado un neologismo para definirlos: “balconazis”.
Natalia volvió a leer la nota, como si no quisiera creer lo que su vista le informaba:
Querida vecina:
Sabemos el trabajo que realiza como enfermera en el hospital y se lo agradecemos. Pero usted también debe de ser consciente que en este edificio viven muchos otros vecinos y, entre ellos, personas vulnerables como abuelos y niños, a los que usted pone en riesgo cada vez que regresa a su piso trayendo quién sabe qué cantidad de virus de sus pacientes.
Idealmente, le pedimos encarecidamente que se mude lo más rápido y lo más lejos posible para no poner en peligro nuestras vidas. Seguro que comprenderá nuestra preocupación y se marchará sin preguntar nada y sin quejarse.
En caso de persistir en su inconsciencia, le rogamos que, como mínimo, no estacione su vehículo al lado del de los demás, no use el ascensor, no baje a su perro a la calle y no toque nada de las zonas comunes sin guantes y sin haberse desinfectado las manos.
Firmado: Los vecinos.
Natalia se recluyó furiosa en su apartamento, su perrita Nana acudió a recibirla, alegre, moviendo la cola y haciendo cabriolas. La enfermera solía bromear afirmando que los perros eran mejores que las personas, y se repitió para sí misma la sentencia, pero diciéndoselo en serio. “Pongo en peligro mi vida para ayudar a los demás y me tratan como a una apestada -exclamó en voz alta, todavía sin reponerse de todo de la incredulidad que le provocó el aviso-. ¿Cuestionan que no tomo precauciones? Pero si tengo las manos destrozadas de tanto lavármelas”. La enfermera sabía que el miedo es libre y... cruel. Aquella noche a las veinte horas, con hipócrita puntualidad, los vecinos de su edificio salieron de nuevo a aplaudir con entusiasmo. A ella le sorprendió la algarabía en el cuarto de baño, el espejo le devolvió su reflejo con las marcas enrojecidas dejadas en su rostro por la mascarilla y las gafas protectoras tras una guardia de veinticuatro horas y no pudo evitar reprimir el llanto.
A la semana siguiente apareció en el turno de la enfermera, en la Unidad de Críticos, el presidente de la comunidad de propietarios del edificio en el que residía Natalia. El paciente la reconoció así que ella le atendió para valorar su estado. El hombre le dirigió una mirada suplicante y casi temerosa.
-Neumonía bilateral –dictaminó la doctora dirigiéndose a la enfermera-, hay que entubarlo y conectarlo a un ventilador.
-El registro de oxígeno está por debajo de noventa –informó Natalia.
El hombre hizo un gesto de querer decir algo. Natalia le retiró durante un segundo la máscara con el respirador.
-Gracias –musitó el paciente haciendo un esfuerzo sobrehumano, pues hasta el acto de respirar se le hacía doloroso.
-Vecino –dijo la enfermera acariciándole la frente-, vas a salir adelante, estás en buenas manos, confía en nosotros. Prométeme que vas a luchar.
El paciente sobrevivió.
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Jasmin Campos Díaz, Teresa Figuera y 60 personas más
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