miércoles, 27 de noviembre de 2019

ADEL





Adel tiene siete años, viajar desde el campamento a la ciudad-refugio española ha sido para él como desplazarse a otro planeta. Todo es excitante y desconcertantemente nuevo. A él y a su familia los han instalado en un apartamento soleado y limpio dónde los muebles sin estrenar huelen a nuevo. Lo que más le ha gustado a Adel de la nueva casa ha sido que el retrete cuente con una cisterna que funciona. El edificio en el que malvivieron atrapados, durante el asedio de Alepo, siempre apestaba a excrementos y orina. El niño también se regocija con el milagro que supone abrir el grifo y que brote agua limpia; él y su madre debían acarrearla, noche tras noche, en bidones desde un sucio socavón.

 Un señor muy amable les enseña el apartamento. Adel dispone de una habitación para él sólo. El señor pregunta al niño -con la ayuda de un intérprete-, cuál es su equipo de fútbol preferido. Adel no sabe que es el fútbol. Él no salía a la calle a jugar, era muy peligroso hacerlo durante el día y exponerse al fuego de los francotiradores. Para entretenerse, Adel y su hermana Fátima, contaban las detonaciones de los bombardeos de las que sabían distinguir si eran producidas por un obús o por un barril de dinamita.

Durante aquella primera noche en la casa nueva Adel sufre pesadillas, sueña con el cuerpo desmembrado de Ibrahim, su amiguito, que no consiguió refugiarse a tiempo en el sótano durante uno de los muchos raids aéreos con que la ciudad fue castigada. El niño se despierta y ve una sombra junto a la ventana. Sobre el alfeizar deambula un gato negro, su silueta contrasta con la luna llena y blanca. Toma al animal con cuidado, el minino es dócil. El chaval despierta a su madre y le muestra su captura:

-¡Mátalo! -le ordena. En Alepo, acuciados por el hambre, se comían a los gatos.
-No, habibi, déjalo en el suelo -responde la madre. Y el niño obedece-. Espera te daré algo de comer.
La madre se levanta de la cama y se dirige a la cocina, saca del armario unas galletas y toma un cuenco que llena de leche. Su hijo moja las galletas en la leche y comienza a comerlas con parsimonia. No, no tenía mucho apetito, ha actuado guiado por un acto reflejo. El niño está pendiente del gato que les ha seguido hasta la cocina y maulla reclamando comida. La madre toma una galleta reblandecida por el líquido lácteo y se le da al animal que la come con ganas
-Ahora hazlo tú -le ordena la madre a Adel, quien le da tres galletas seguidas al minino.
Todavía Adel no se ha terminado el tazón cuando el felino comienza a restregarse por sus perneras, agradecido, para asombro del chaval que no sabe muy bien cómo reaccionar ante aquellas demostraciones de cariño. El gato ronronea.
Él es ahora tu amigo –declara la madre. Aún desconcertado, Adel contempla al gato y sonríe.

(Este relato ha recibido una Mención internacional especial en  el I Concurso literario de relatos breves Biblioteca Pública de Netanya (Israel).







miércoles, 6 de noviembre de 2019

BLANCA RENDICIÓN




Lucas se afloja el nudo de la corbata y se desabrocha los dos botones superiores de su camisa. Permanece solo en su despacho, en soledad con sus demonios. Un brío húmedo chapotea en el ánimo del hombre mientras su pensamiento se desagua en un agujero negro, el corazón se le acelera y un festival de sangre y deseo hincha de regocijo el sur de su cuerpo. La voz de Ángela reverbera todavía en su conciencia, sus palabras gruesas y desmadejadas, su impudicia de hembra que se sabe poderosa, su desvergüenza instrumental; sólo ella sabe cómo desquiciarle tanto. Ahora es él quien llama a Elvira, su esposa, salta el contestador. “Debo quedarme en la oficina hasta tarde. Hay mucho trabajo pendiente. No me esperes para cenar”, se excusa Lucas.

-¡Puta!
-¡Cabrón!

Ángela y Lucas siempre se insultan antes, durante y después del encuentro; se trata de un ritual oscuro que les excita. Las sábanas de la cama del hotel son insultantemente blancas, inapropiadas, albas como una bandera de rendición. La blancura del tálamo contrasta con la penumbra del delta que se le ofrece al hombre, con el objeto oscuro del deseo, abierto como una promesa o, quizás, como una amenaza. Le sigue una esgrima de cuerpos hasta el mutuo vaciamiento.

Lucas titubea antes de entrar en su casa, le toca esculpir mentiras, simular quejarse de la empresa que lo esclaviza. Para sorpresa del hombre Elvira no está sola, una vez más la acompaña Génesis, la guapa y nueva vecina venezolana que tan amiga se ha hecho de su mujer en el último año.  

“Cariño, Génesis me está ayudando a doblar las sábanas de la casa”, declara Elvira. Lucas sonríe. La venezolana no sólo es agradable de ver, es dulce de carácter y risueña. Nunca había visto a su mujer tan feliz y entusiasmada con una amistad. “Qué horas más raras tenéis para ordenar la ropa de cama”, simula enfadarse Lucas, sincero en su leve perplejidad, al constatar que la vecina se demora en su visita a una hora inapropiada de la noche.

Las sábanas danzan en el salón y su blancura le recuerdan al hombre las sábanas del hotel. “Qué amistad tan blanca, tan pura, tan ingenua. Lucas, eres un cabrón, un miserable. Engañar a una mujer tan buena. Dejarte arrastrar por una fulana”, se reconcome el hombre al compás de una sonrisa que se vuelve triste.

Elvira y Génesis se ríen al unísono mientras recuerdan en silencio las sábanas que han sido testigos de su secreto.   

(Relato finalista en el Concurso de relatos eróticos Karma Sensual 15).