Fue cosa grande y curiosa
que un labriego, paticorto y panzudo, de piel cetrina y agrietada, requemada
por los soles de Castilla, se presentara en la casa de Aldonza portando una
carta de su amo para ella. La mujer le
informó que no sabía leer, así que le rogó que se la leyese, pero el hombre,
que dijo llamarse Sancho, también era analfabeto. Y como la misiva viajaba con
el requerimiento de su pronta respuesta, Aldonza mandó avisar, por uno de sus
chiquillos, a Tomás, bachiller y sacristán del pueblo.
“Soberana y alta señora,
–comenzó a leer el sacristán. Aldonza no pudo evitar reírse al escuchar semejante
tratamiento. –mi Dulcinea”.
-Aquí hay un error, mi
nombre es Aldonza Lorenzo.
-No hay yerro alguno –certificó
Sancho-. La carta va dirigida a vos.
Tomás leyó un par de frases
más y se detuvo, alegando que no eran palabras convenientes para ser dirigidas
a una mujer casada, pero Aldonza le replicó:
“Ya sabré yo defender mi
virtud. Siga su merced leyendo”.
Lo que la mujer escuchó fue
una declaración desaforada de amor a su persona, para nada vulgar y no exenta
de belleza, junto al ofrecimiento de ayudarla, pues a oídos del autor de la
epístola había llegado la noticia de que su marido la maltrataba. “Y yo, qué por
juramento me debo a la defensa de las viudas, los huérfanos, las damiselas y
otros seres indefensos –rezaba la carta-. ¿Qué no haría por vos tu cautivo
caballero?”. Tras lo cual, retaba al villano de Celedonio, su esposo, “a singular combate” del que no dudaba que
saldría maltrecho para su oportuno escarmiento. “De tal guisa quedará, y tan
descompuesto, que ni osará pensar, tan siquiera, en faltarte el respeto, dama
de mis desvelos”.
Finalizaba el pliego de
forma memorable:
“El herido de punta de ausencia, y el
llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la
salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi
pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido,
mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera.
Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada
enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de socorrerme, tuyo
soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré
satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El caballero de la triste figura”.
La primera reacción de Aldonza a
aquellas inflamadas letras fue la de protestar, pues ella jamás supo de aquel
que le escribía ni le dio cata de ello, y por no conocerlo de nada, su
atrevimiento era gratuito y lesivo para su buena fama. Extremo, éste, que
confirmó Sancho, el criado, quien dijo que era así como amaban aquellos que se consagraban
a la orden de caballería; el objeto de sus pasiones no precisaba
correspondencia y, ni tan siquiera, su conocimiento por parte de la persona
amada.
De inmediato, y aunque habría de
confesar para sus adentros que algo halagada sí que se hallaba –nadie le había
dirigido nunca palabras tan esmeradas-, Aldonza sintió una oleada caliente de
vergüenza, que ascendiendo desde su pecho le incendió las mejillas. ¿Hasta
oídos de aquel desconocido habían llegado sus sinsabores? Andar en boca de
todos. Un loco pretendiendo protegerla, ¡qué vergüenza!
-Ese hombre está ido –fue lo
segundo que atinó a decir la moza.
-¡Desvaría! –remachó Tomás,
el bachiller, quien a duras penas podía reprimirse la risa por lo que acababa
de leer. Aldonza, a la que el sacristán en más de una ocasión la
había encontrado faenando el trigo, sudada y correosa, aderezada por un
olorcillo algo hombruno, cuando no despidiendo un aliento a ajos crudos que
atosigaba el alma, era para aquel chiflado ¡una
princesa! Hacía años que Tomás no disfrutaba con un chisme tan divertido.
Aldonza observó cómo al sacristán se le
insinuaba una sonrisita bajo el bigote y sus pupilas brillaban de picardía y
comenzó a sentirse incómoda y más avergonzada todavía.
Sancho exigía respuesta. La
aldeana cerró los ojos, buscó las palabras y tras unos segundos de reflexión,
colocó sus manos en jarras y declaró con decisión:
-Dile a tu señor que Aldonza
Lorenzo no trata con locos y que vaya a otra que le haga merced con esas
lisonjas, que soy mujer casada y decente, y lo suficiente bizarra para no necesitar el auxilio de nadie en lo que
a solucionar sus problemas se refiere,
por muy caballero andante que sea”.
Aldonza contempló a Sancho
abrevar a su rucio en el pilón y marcharse cariacontecido del pueblo. El resto
de la tarde la pasó llorosa y triste. Por fortuna Celedonio había marchado a
Tomelloso a realizar unos negocios y no regresaría hasta la noche.
A lo largo de aquella tarde
interminable la mujer no cesó de preguntarse cómo había llegado a su estado de
postración.
Aldonza se casó enamorada de
su Celedonio, que bien galante fue durante el cortejo, reservando sus
crueldades para después de la boda, cuando creyó que los sacramentos sujetaban
a su esposa a su dominio. Desde bien temprano su matrimonio se aderezó con
amarguras y su marido ya no ocultó sus defectos, ni su mal carácter, ni sus
iniquidades. Y a poco a poco su esposo le fue comiendo la moral y el aplomo,
llamándola boba
a cada instante, diciéndole que no servía para
nada, que había tenido suerte de encontrarse con un hombre como él que la
mantuviese porque ella era una muerta de hambre. Y reconocía, para su vergüenza
e incredulidad, que se fue achicando y amilanando con el tiempo, aceptando,
poquito a poco, lo inaceptable, hasta que ella misma ya no llegaba a
reconocerse. Y hasta comenzó a vivir con miedo, pues a las palabras le
siguieron, no mucho tiempo después, los golpes, sobre todo, las noches que
llegaba borracho a casa. Y aunque quiso salir de aquel pozo, cada vez más
angosto, nadie parecía querer ayudarla. El cura, al que explicó sus cuitas en
confesión, le recomendó santa paciencia y resignación cristiana; su madre le
dijo que pensara en los niños y otras mujeres casadas de la aldea con las que trató
sus pesares, le revelaron sufrir males semejantes, haciéndole notar que debía
entender que el matrimonio no era como prometían los cuentos, así que nada de vivieron
felices y comieron perdices. ¿Debía resignarse, como le aconsejaban? No, ¡basta ya! Aquella carta había sido como
una gran bofetada que la sacaba de su estado de aturdimiento. Tener que
aguantar todo aquello ¡con lo que ella había sido! “Yo ¿una damisela? ¿un ser
indefenso? ¡Pero que se han creído ese demente!”, se dijo a sí misma. Pensó en sus desdichas y en su determinación
de acabar con ellas y le arrebató un llanto liberador, estaba decidida a que
aquellas fuesen las últimas lágrimas que Celedonio le arrancase. Aldonza, otrora
mujer fuerte y decidida, no habría de aceptar nunca más la sumisión ni la
resignación y menos frente a su marido, un pobre diablo frustrado, miserable y
mezquino; tirano en el hogar, don nadie en la calle. Volvería a ser la mujer
gallarda que fue y pondría fin a sus amarguras.
Aquella noche Aldonza le
preparó a su marido la cena sin pizca de sal. Celedonio tras probar la sopa se
quejó que estaba sosa y adjetivó de idiota a su esposa por enésima vez. La mujer vació el caldero de sopa caliente
sobre la entrepierna del hombre. Celedonio gritó de dolor y en cuanto estuvo
algo repuesto se dirigió hacia ella, entre sorprendido y furioso, con el
propósito de agredirle, pero Aldonza, que le esperaba, le estampó el puchero en
la cara y en el mismo acto lo echó a patadas de la casa.
Y aunque al principio hubo en
El Toboso quienes criticaron a Aldonza
por tratar de aquella manera a su esposo, al final, comprendieron que le estaba
dando mala vida y que se topó con lo que andaba buscando.
Desde aquella noche Celedonio
vaga por las tabernas y ventas de la comarca, y quejumbroso proclama, a quien
quiera escucharle, lo malas que son las mujeres, especialmente la suya. Los
paisanos se burlan de él, de puro patético que rumia sus quebrantos, y como la
esposa le rompió la nariz, todo el mundo lo conoce por el apelativo de “el
chato”.
En su nueva vida de mujer
libre, Aldonza ha decidido que aprenderá a escribir y leer, tarea en la que
Tomás se ha prestado a instruirla. No fuera que otro caballero andante volviese
a dedicarle nuevas cartas de amor, letras henchidas de pasión de las que sólo
ha de gozar su legítima destinataria.
(El presente texto obtuvo el primer premio en la IX edición del certamen Hipatia de Alejandría de relato breve).