sábado, 29 de febrero de 2020

¡NO PASA NADA!


Sólo caben dos explicaciones a lo que acaba de ocurrir y ambas son sendas pesadillas: la cucaracha se ha comido al chico o Gregorio Samsa se ha convertido en un escarabajo. La intuición materna dictamina que ha pasado lo segundo y hace jurar a la familia Samsa, reunida en cónclave, que ayudarán y protegerán al bicharraco. “Es sangre de nuestra sangre, carne de nuestra carne. Somos una familia”, sentencia la matriarca. Aunque, claro, el mundo no está preparado para asimilar aquella metamorfosis. En Praga apenas toleran a los judíos, mucho menos aceptarán en sociedad a un insecto de metro setenta de longitud. Gregorio ha de permanecer oculto y encerrado en su habitación. Le darán de comer lonchas de embutido, que es lo único que pasa por debajo de la puerta.  Greta, su hermana, promete que le tocará el violín para que no se deprima.

A miles de kilómetros y cien años de distancia, el grupo de científicos contemplan estupefactos el resultado de su experimento. “¿Qué es ese ser?” y “¿A dónde cojones ha ido a parar la cucaracha?”, se preguntan.

“¡No pasa nada! Así avanza la ciencia, por ensayo y error”, proclama el doctor Fronkostin, director del laboratorio; optimista recalcitrante e imbécil impenitente; sujeto del que se rumora que plagió su tesis.

¿No pasa nada? Precisamente por eso escogieron un bicho asqueroso, por si pasaba algo que no debía pasar. Nadie lloraría a una cucaracha. 

“ La cucaracha, la cucaracha / ya no puede caminar / porque no tiene / porque le faltan / las dos patitas de atrás… ”, canturrea por lo bajo el doctor Fronkostin mientras observa a través de la lupa al ser subliliputiense que gesticula, agita los brazos y pega saltitos. Un pie de rey revela la altura de la miniatura viviente: dos centímetros.

Por fin el becario ha traído un micrófono hipersensible del laboratorio de electrónica y pueden escuchar lo que grita aquel duendecillo: “Me llamo Gregorio Samsa, soy viajante de comercio, vecino de Praga…”

“¡No pasa nada!”, vuelve a proclamar el doctor Fronkonstin con tono radiante. “La máquina está en fase de pruebas. Unos pocos ajustes en las coordenadas espacio-temporales y haremos realidad el sueño de la teletransportación.

Relato publicado en la revista mexicana de crítica cultural "Página salmón" en su número de marzo de 2020.

https://paginasalmon.com/

martes, 25 de febrero de 2020

ESPAÑA AÑO 2035




—Mis padres se están planteando vender a mi abuelo a la fábrica de pienso animal.
—¿Y eso?
—Está insoportable. Cada vez que tiene que ir a mendigar para costearse su manutención, se pone a llorar.
—¿Qué tiene?
—No sé, no para de nombrar una cosa que llama pensiones.
—No me suena de nada.
—Creo que es como se les llamaban, en los tiempos viejunos, a los hoteles baratos.
—Ni puta idea.
—Luego habla de cosas muy extrañas: años cotizados, derechos, dignidad, estado del bienestar…
—Está chocheando.
—¡Fijo.

miércoles, 19 de febrero de 2020

REVISTA "POETÓMANOS", NÚMERO CUATRO. "CONSAGRACIÓN".

CONSAGRACIÓN

-No, si el libro está muy bien. Es muy bueno y me he reído mucho. Es fresco, desenfadado y original. Es mucho mejor que los otros libros de microrrelatos que hemos editado en esta casa hasta el momento -confesó el editor, arrellanado en la silla de cuero de su despacho.
-¿Entonces, qué problema hay para que no quieran editarlo? -le interrogó el escritor novel.
-Su nombre.
-No entiendo. ¿Se refiere al título?
-No, al nombre de usted. Únicamente publicamos a autores con nombres conocidos.
-Entonces no habrá problemas. Me llamo Pérez Pérez, ¡habrá apellido más conocido!
-Mire, no me vacile, ese es el problema. ¿Quién es Pérez Pérez? Nadie. Yo no sé quién es, no me suena de nada y al lector tampoco. ¿Y por qué alguien va a comprar un libro de Pérez Pérez o de Pepito de los Palotes o de cualquier otro insigne desconocido?
-Confiaba en que su editorial se encargaría de la promoción
-Y a su edad también se creerá que el ratoncito Pérez, que debe ser primo suyo, se lleva los dientes de leche.
-Ahora el que me vacila es usted.
-Mire, le voy a hablar claro. Le voy a explicar lo que ningún editor le contará nunca:  El mundo editorial ha cambiado. Los editores ya no vendemos libros, el libro es secundario y la calidad literaria importa un bledo. Los editores vendemos un producto y ese producto es el autor. El autor ha de convertirse en su propia marca. La gente que adquiere un sólo libro al año por Sant Jordi, y que son el grueso del mercado, compra aquel libro del autor que les suene, título que ya se ha publicitado previamente en la prensa a cargo de unos cuantos críticos mamporreros y en las redes sociales a cargo de personal que se dedica profesionalmente a tales menesteres. Usted me dirá, ¿entonces hay promoción? ¡Claro que la hay! Hasta podemos sacarlo en televisión o hacer que gane un concurso literario de renombre convenientemente amañado. Pero, en cualquier caso, sólo se promociona sobre seguro, los autores ya vienen promocionados de casa, ya tienen una marca reconocida como escritores o son autores mediáticos que salen por la tele a los que les buscamos un negro para que les escriban sus flamantes obras que compraran las marujas el día de autos.
-Entonces...
-Debe crear una marca propia y reconocible. Escoja un género y no se mueva de él. Si hace microrrelatos, que no se le ocurra escribir otra cosa porque la novedad desconcertará a sus potenciales lectores. Pérez Pérez ha de ser garantía de microrrelato de humor, pongamos por caso, de manera que el comprador con sólo leer su nombre ya se haga la idea del libro que se va a llevar a casa, encasillarse es básico. Cree un blog que no sea cutre. Siga al top teen de blogs del género por el que ha optado, según el número de visitas,  e interactúe con ellos de manera que, al final, consiga enlaces de sus blogs al suyo; así se irá haciendo un nombre.  Una vez que haga eso, contrate un community manager que le lleve las cuentas y compre bots que generen perfiles falsos de seguidores de su blog. Si usted tiene una cifra abultada de followers, aunque sean más falsos que un duro de cartón, por el efecto gregario le entrarán seguidores de verdad que no querrán quedarse fuera de seguir al más cool. Y, por supuesto, no tenga manías en lamer todos los culos que haga falta y en escribir reseñas elogiosas de truños de autores ya consagrados e influyentes.
-¿Y si hago todo eso ustedes me editarán?
-Es posible. Pero en su caso, lo dudo, es usted gordo, poco fotogénico y cincuentón. Los nuevos valores que se promocionan son todos jóvenes, delgados, modernetes y quedan bien en las fotos. Además, usted viste convencional. Déjese coleta, tatúese o, al menos, póngase un sombrerito y, desde luego, apúntese a un gimnasio. Desarrolle una leyenda, diga que fue mercenario en Angola, camello en Ibiza o camarero en un burdel de Copacabana; no importa que sea mentira, lo esencial es que el periodista que le vaya a entrevistar pueda llevarse un titular a la boca. Y si todo eso no funciona, siempre puede liarla parda.
-Creo que no le entiendo.
-Le pondré un ejemplo. ¿Mire -el editor extrajo una foto del cajón de su escritorio-, lo ve? Este individuo es el escritor Eduardo Labarca meando sobre la tumba de Borges.
-¿Por qué me enseña eso? ¿Qué me propone? ¿Qué vaya a mearme en la tumba de Cela?
-Eso sería magnífico.
-¡Ni en broma!
-Le aseguro que con escrúpulos no irá a ninguna parte como no sea a autoeditarse en Amazón, que es el cajón de-sastre,  el cementerio de los elefantes, la sentina de los autores fracasados que pasan más desapercibidos que un pedo un jacuzzi.
-No pienso hacer nada de lo que me ha dicho.
-¿Por qué señor Pérez Pérez?
-Porque me produce pereza.

Tiempo después y por mucho que le jodiera, Pérez Pérez hubo de reconocer que el editor tenía razón. Los amigos y conocidos no le compraron su libro autoeditado en Amazón porque se preguntaban: “¡Qué coño va a escribir este tío!”. Y los desconocidos tampoco adquirían su libro porque se preguntaban: “¿Quién coño es este tío?”.
El autor se sentía atrapado como un hámster en su rueda, enjaulado en un terco anonimato, destinado a morir exhausto sin que nadie lo leyera, sin que el público llegara jamás a apreciar si era bueno, malo o simplemente discreto.
Cuando la guardia civil esposó a Pérez Pérez, el autor sonreía. Le sabía mal por su sobrino, un informático friqui al que había metido en aquel embolado y a quien también habían arrestado. Por lo demás, la promoción había sido un éxito rotundo, un debut apoteósico. Es cierto que algunos conductores se habían distraído provocando diversos accidentes de tráfico con un balance de varios muertos y multitud de heridos, pero, aquel era un pequeño tributo que se cobraba la literatura, daños colaterales. Su sobrino era un puto crack, un hacker cojonudo, sólo él había sido capaz de escribir más de trescientos microrrelatos de su tío en los paneles luminosos de la autopista del Mediterráneo entre Algeciras y La Jonquera. En toda España y en el extranjero ya sabían quién era Pérez Pérez. Se había consagrado.

(Relato publicado en la revista de literatura latinoamericana "Poetómanos", numero cuatro).



sábado, 15 de febrero de 2020

CÓMO COMETER EL CRIMEN PERFECTO


Mi esposo debía morir. El divorcio no era una opción, yo deseaba quedarme con todo el patrimonio conyugal y, ¡por supuesto!, también con la indemnización del seguro de vida. La cuestión que se me planteaba era cómo cometer el crimen perfecto. He visto muchos capítulos de la serie C.S.I., y sé que son infinitas las maneras en que un asesino competente puede cagarla y terminar entre rejas.

Consideré diversos medios: Lo primero que pensé fue en pegarle un tiro, pero ¿dónde compraba la pistola? Además, era un método ruidoso y sucio y requería cierta habilidad en el manejo del arma. Un cuchillo exigía contacto: era algo muy personal y lo pringabas todo de sangre. Contratando a un sicario te arriesgabas a que te delatara o te chantajeara. ¿Y quién conocía a uno? ¿Lo buscabas en Linkedin? Recurrir a un amante era una idea peor aún.

Durante meses me devané los sesos tratando de hallar la forma de finiquitar al rancio de mi marido y que yo quedara impune. Un post de esos chorras que la gente publica en Facebook me dio la pista, se titulaba: “Dosis mortales”, en él se informaba que si te fumabas seiscientos ochenta kilos de marihuana, empleabas veinticuatro tubos de pasta dental en limpiarte la boca, ingerías once mil naranjas, cuatrocientos ochenta plátanos o bebías seis litros de agua, la palmabas. ¡Eureka! De eso se trataba, de matarlo y que la causa fuese atribuida a un factor externo en apariencia inocuo.

Me puse manos a la obra. Lo primero que hice fue servirle un buen guiso de setas venenosas -ya saben lo que se dice: Todas las setas se pueden comer, al menos una vez, je, je-. No resultó como yo esperaba, se puso malísimo, pero no la cascó. Para disimular mi autoría hube de llevarlo de urgencias al hospital donde le hicieron un lavado de estómago. Tras este primer intento frustrado las setas quedaban descartadas, usarlas por segunda vez levantaría demasiadas sospechas.

Tampoco conseguí que bebiera más de seis litros de agua al día y falleciera por hiperhidratación. “¡Qué manía te han entrado con que beba el agua! Nieves, ¡qué no soy una rana!”, me objetaba. Respecto al alcohol –un coma etílico también te lleva al otro barrio-, pues el señor, o señorita, apenas bebía, porque al tío le sentaba mal. ¡Hay que joderse! (Tanta pobre mujer aguantando maridos borrachuzos y a mí me tocó uno casi abstemio). Y no, tampoco se metía drogas; así que nada de aparentar una sobredosis que no fuese de aspirinas que era lo único que tomaba.

Había que decantarse por otros métodos más rebuscados. Los fallos en la industria agroalimentaria, fruto de la voraz avaricia capitalista, me ofrecieron múltiples oportunidades. Sucesivamente probé con pollos con dioxinas, productos saturados con aceite de palma, pescado panga trufado con metales pesados, pepinos con e-coli, entrecot de vaca loca, huevos contaminados con pesticidas. Siempre estaba atenta a las noticias para cazar el último escándalo de seguridad alimentaria y servírselo en el menú.

Probé con todo lo imaginable y no sólo con comida. Los bocadillos del trabajo siempre se los envolvía en papel de periódico con las páginas en las que aparecían los anuncios de contactos de prostitución, con la esperanza de que se animara a leerlos y se fuera de putas y contrajera, así, alguna enfermedad venérea mortal; pero tenía un marido tan tonto que nunca cogía la indirecta.

Simultáneamente le hacía comulgar todos los domingos, para ver si agarraba alguna bacteria o virus, por la misma razón que lo llevaba al besapiés del Cristo de Medinaceli. También me puse pesada y no paré de darle la murga hasta que conseguí que participara en una de esas juras de bandera que hacen para los civiles en un cuartel de la Legión. ¡Qué chasco cuando me enteré que la legionelosis es una bacteria que se expande a través del aire acondicionado! Por probar, hasta le metí un tampón usado por el culo mientras dormía para ver si le entraba el síndrome del shock tóxico, pero no, se despertó y me llamó de todo. Desde esa noche me tomó por loca.

Dicen que lo que no mata engorda y el tío estaba cada día más lustroso e inmunizado. Había renunciado a quedarme viuda, cuando un día, mientras se estaba bañando, la luz se fue va de repente y escuché unos alaridos provenientes del cuarto de aseo. Acudí rauda a ver lo que ocurría y encontré a mi marido frito dentro de la bañera; ¡se había caído al agua un secador de pelo en funcionamiento! No podía creérmelo, el tío se había matado él solito, sin mi intervención. ¡Aleluya! La manía que recientemente le había entrado de rizarse el pelo le había llevado a la tumba y a mí a la felicidad.
Así que aparecieron los policías comenzaron a acosarme a preguntas. ¿Qué dónde estaba yo en el momento del accidente? ¿Qué por qué se rizaba el pelo si estaba medio calvo? ¿Qué desde cuándo se lo rizaba? ¿Qué si no era consciente del peligro de electrocutarse que suponía manejar aparatos eléctricos mientras se está sumergido en la bañera? Me pusieron tan nerviosa -me hacían sentir como una asesina- que caí en unas cuantas contradicciones. Cuando los agentes regresaron a mi casa, dos días después del suceso, y me detuvieron como sospechosa de asesinato, no me lo podía creer. Luego supe que la señora Paquita, la viuda excéntrica del quinto, la misma que me explicaba en la cola de la pescadería que se pirraba por los hombres de cabellos rizados, mantenía una relación adulterina con mi difunto y le había contado a la policía que sospechaba que lo había liquidado.

En el juicio de nada sirvió que jurara y perjurara que era inocente. Tenía un móvil doble: el despecho al enterarme de que me ponía los cuernos con la vecina del quinto y el cobro de la prima del seguro de vida. No disponía de coartada: estaba en el lugar de los hechos el día y a la hora del óbito y el arma homicida -el secador, un aparato potente, de los buenos- estaba a mi alcance. Tuve los motivos y la oportunidad para matarlo y hacer que pareciera un accidente, tal y como describió el fiscal de manera elocuente. Y, por si todo esto fuera poco, también, sacaron a relucir la famosa intoxicación con setas, que en su momento pareció fortuita, pero que, a la vista de los acontecimientos, revelaba su naturaleza de tentativa criminal.

Las pruebas, eran, con todo, circunstanciales, la puntilla que me condenó fueron las numerosas búsquedas realizadas en Google en mi ordenador portátil con la entrada “¿Cómo cometer el crimen perfecto?”.

(Relato ganador del mes de enero del VIII Conde relalats breus de Conellà).

INVENTARIO


INVENTARIO
 
Sorprendió que Maupassant se dedicara durante los últimos años de su turbulenta, promiscua y sifilítica vida a regalar rosas y pastillas de jabón por San Valentín a su extenso rosario de amantes circunstanciales, la mayoría de ellas prostitutas. Gesto romántico que pesaba mal con su bien ganada fama de misógino y misántropo. 
 
Tras la muerte de Guy de Maupassant -escritor de relatos de terror que se volvió loco-, sus deudos realizaron un inventario de los bienes dejados por el difunto. Ocultos en una buhardilla hallaron tres arcones colmados de pastillas de jabón. Las pastillas no exhibían marca comercial que las identificase y su fragancia era extraña al olfato, aunque fina. Atribuyeron aquella acumulación de jabones a una más de las muchas excentricidades del muerto, hasta que se enteraron de que “Bola de sebo” no había sido, tan sólo, un personaje de ficción.


 (Relato leído el 12 de febrero de 2020 por radiodifusión en el programa "La corte bizarra" en la emisora "Universo literario. Canal radio".

https://universoliterario.es/podcast/emision-12-2-2020-corte-bizarra

martes, 4 de febrero de 2020

PROTOCOLO ARMAGEDÓN

—No me mate, señor Presidente.
—Que alguien le tape la boca. Así, amordazarlo. Valor y coraje, señor
presidente. ¡Mátelo!
—No puedo, ¡por Dios, es Jimmy! He jugado al golf decenas de veces con este tipo.
Me acompañaba a todas partes.
—Era su trabajo, cuando se presentó voluntario al puesto asumió la eventualidad de
que esto pudiera pasar.
—Pero es que... ¡es el jodido Jimmy! El oficial del maletín. ¿No puede acabar con él
otra persona?
—Ya sabe que no, la decisión final es suya y solo suya y el microchip está
sincronizado para identificar sus biorritmos. Si es otra mano la que clave el cuchillo en el
corazón, el chip lo identificará y se autodestruirá bloqueando el acceso a los códigos.
¡Mátelo! No pierda más el tiempo.
—¡Joder, General! Para usted es fácil decirlo, ha sido entrenado para ello, es un
marine, ha entrado en combate, yo me escabullí de ser enviado a Vietnam. Soy un civil. Tan
sólo con ver la sangre me angustio.
—Los coreanos ya ha disparado sus misiles; Seúl y Tokio han sido destruidas, otro ha
aniquilado Guam y un cuarto se dirige hacia Hawái. Creemos que van a disparar un quinto
misil directo a Los Ángeles. Su cobardía va a conseguir que mueran millones de americanos.
Corea del Norte ha de ser aniquilada ¡ahora!
—Yo... yo... no puedo. Soy un payaso narcisista, un cretino, un bocazas, un corrupto,
un mentiroso, un racista, un machista asqueroso. Soy una mala persona, pero no soy un
asesino.
—No llore, señor presidente, recobre la compostura y compórtese. Va a hacer algo
muy serio, va a matar a un hombre, va a morir para poder salvar la vida de millones de
semejantes, merece ser sacrificado con dignidad.
—¡Es de locos!
—Es el protocolo Armagedón.
—¡A la mierda el protocolo! No lo entiendo, ¿por qué? ¡Es terrible!
—El protocolo Armagedón se instauró para tratar de evitar que la decisión de
desencadenar una guerra termonuclear se tomara de una forma aséptica, casi burocrática, en
una sala de mapas. Es por eso que se decidió inscribir los códigos que permite el lanzamiento
de misiles atómicos en una cápsula implantada junto al corazón de un oficial,
transformándolo en un maletín nuclear humano. Se quiso asegurar que la decisión de apretar
el botón nuclear sería el último recurso. Si el presidente tenía la capacidad de un Dios, sobre
la vida y la muerte de millones de personas, también tendría la responsabilidad de un Dios.
El mandatario que quisiera desatar una guerra nuclear tendría que mirar a alguien y darse
cuenta de lo que significa la muerte de un inocente. ¿Lo entiende? Y ahora, tome mi pañuelo,
límpiese los mocos. Agarre el cuchillo. ¡Valor y coraje! señor presidente.
—Lo siento Jimmy, he de hacerlo, te concederé una medalla póstuma.



Relato publicado en el número 41, correspondiente a febrero de 2020 de la revista de literatura "Perro negro de la calle".



http://bit.ly/2ug4hIS