sábado, 15 de febrero de 2020

CÓMO COMETER EL CRIMEN PERFECTO


Mi esposo debía morir. El divorcio no era una opción, yo deseaba quedarme con todo el patrimonio conyugal y, ¡por supuesto!, también con la indemnización del seguro de vida. La cuestión que se me planteaba era cómo cometer el crimen perfecto. He visto muchos capítulos de la serie C.S.I., y sé que son infinitas las maneras en que un asesino competente puede cagarla y terminar entre rejas.

Consideré diversos medios: Lo primero que pensé fue en pegarle un tiro, pero ¿dónde compraba la pistola? Además, era un método ruidoso y sucio y requería cierta habilidad en el manejo del arma. Un cuchillo exigía contacto: era algo muy personal y lo pringabas todo de sangre. Contratando a un sicario te arriesgabas a que te delatara o te chantajeara. ¿Y quién conocía a uno? ¿Lo buscabas en Linkedin? Recurrir a un amante era una idea peor aún.

Durante meses me devané los sesos tratando de hallar la forma de finiquitar al rancio de mi marido y que yo quedara impune. Un post de esos chorras que la gente publica en Facebook me dio la pista, se titulaba: “Dosis mortales”, en él se informaba que si te fumabas seiscientos ochenta kilos de marihuana, empleabas veinticuatro tubos de pasta dental en limpiarte la boca, ingerías once mil naranjas, cuatrocientos ochenta plátanos o bebías seis litros de agua, la palmabas. ¡Eureka! De eso se trataba, de matarlo y que la causa fuese atribuida a un factor externo en apariencia inocuo.

Me puse manos a la obra. Lo primero que hice fue servirle un buen guiso de setas venenosas -ya saben lo que se dice: Todas las setas se pueden comer, al menos una vez, je, je-. No resultó como yo esperaba, se puso malísimo, pero no la cascó. Para disimular mi autoría hube de llevarlo de urgencias al hospital donde le hicieron un lavado de estómago. Tras este primer intento frustrado las setas quedaban descartadas, usarlas por segunda vez levantaría demasiadas sospechas.

Tampoco conseguí que bebiera más de seis litros de agua al día y falleciera por hiperhidratación. “¡Qué manía te han entrado con que beba el agua! Nieves, ¡qué no soy una rana!”, me objetaba. Respecto al alcohol –un coma etílico también te lleva al otro barrio-, pues el señor, o señorita, apenas bebía, porque al tío le sentaba mal. ¡Hay que joderse! (Tanta pobre mujer aguantando maridos borrachuzos y a mí me tocó uno casi abstemio). Y no, tampoco se metía drogas; así que nada de aparentar una sobredosis que no fuese de aspirinas que era lo único que tomaba.

Había que decantarse por otros métodos más rebuscados. Los fallos en la industria agroalimentaria, fruto de la voraz avaricia capitalista, me ofrecieron múltiples oportunidades. Sucesivamente probé con pollos con dioxinas, productos saturados con aceite de palma, pescado panga trufado con metales pesados, pepinos con e-coli, entrecot de vaca loca, huevos contaminados con pesticidas. Siempre estaba atenta a las noticias para cazar el último escándalo de seguridad alimentaria y servírselo en el menú.

Probé con todo lo imaginable y no sólo con comida. Los bocadillos del trabajo siempre se los envolvía en papel de periódico con las páginas en las que aparecían los anuncios de contactos de prostitución, con la esperanza de que se animara a leerlos y se fuera de putas y contrajera, así, alguna enfermedad venérea mortal; pero tenía un marido tan tonto que nunca cogía la indirecta.

Simultáneamente le hacía comulgar todos los domingos, para ver si agarraba alguna bacteria o virus, por la misma razón que lo llevaba al besapiés del Cristo de Medinaceli. También me puse pesada y no paré de darle la murga hasta que conseguí que participara en una de esas juras de bandera que hacen para los civiles en un cuartel de la Legión. ¡Qué chasco cuando me enteré que la legionelosis es una bacteria que se expande a través del aire acondicionado! Por probar, hasta le metí un tampón usado por el culo mientras dormía para ver si le entraba el síndrome del shock tóxico, pero no, se despertó y me llamó de todo. Desde esa noche me tomó por loca.

Dicen que lo que no mata engorda y el tío estaba cada día más lustroso e inmunizado. Había renunciado a quedarme viuda, cuando un día, mientras se estaba bañando, la luz se fue va de repente y escuché unos alaridos provenientes del cuarto de aseo. Acudí rauda a ver lo que ocurría y encontré a mi marido frito dentro de la bañera; ¡se había caído al agua un secador de pelo en funcionamiento! No podía creérmelo, el tío se había matado él solito, sin mi intervención. ¡Aleluya! La manía que recientemente le había entrado de rizarse el pelo le había llevado a la tumba y a mí a la felicidad.
Así que aparecieron los policías comenzaron a acosarme a preguntas. ¿Qué dónde estaba yo en el momento del accidente? ¿Qué por qué se rizaba el pelo si estaba medio calvo? ¿Qué desde cuándo se lo rizaba? ¿Qué si no era consciente del peligro de electrocutarse que suponía manejar aparatos eléctricos mientras se está sumergido en la bañera? Me pusieron tan nerviosa -me hacían sentir como una asesina- que caí en unas cuantas contradicciones. Cuando los agentes regresaron a mi casa, dos días después del suceso, y me detuvieron como sospechosa de asesinato, no me lo podía creer. Luego supe que la señora Paquita, la viuda excéntrica del quinto, la misma que me explicaba en la cola de la pescadería que se pirraba por los hombres de cabellos rizados, mantenía una relación adulterina con mi difunto y le había contado a la policía que sospechaba que lo había liquidado.

En el juicio de nada sirvió que jurara y perjurara que era inocente. Tenía un móvil doble: el despecho al enterarme de que me ponía los cuernos con la vecina del quinto y el cobro de la prima del seguro de vida. No disponía de coartada: estaba en el lugar de los hechos el día y a la hora del óbito y el arma homicida -el secador, un aparato potente, de los buenos- estaba a mi alcance. Tuve los motivos y la oportunidad para matarlo y hacer que pareciera un accidente, tal y como describió el fiscal de manera elocuente. Y, por si todo esto fuera poco, también, sacaron a relucir la famosa intoxicación con setas, que en su momento pareció fortuita, pero que, a la vista de los acontecimientos, revelaba su naturaleza de tentativa criminal.

Las pruebas, eran, con todo, circunstanciales, la puntilla que me condenó fueron las numerosas búsquedas realizadas en Google en mi ordenador portátil con la entrada “¿Cómo cometer el crimen perfecto?”.

(Relato ganador del mes de enero del VIII Conde relalats breus de Conellà).

2 comentarios:

  1. No hay casi CSI hace que todo parezca más difícil de lo que es en realidad.

    Saludos y felicitaciones,

    J.

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  2. Como asesina se complicaba mucho la vida.

    Gracias y abrazos.

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