Mi relato "Periodo especial" ha resultado ganador del XIV Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2019
Se extinguió la endeble espuma de luz y la noche se desbordó sobre el
Malecón con la violencia de un machetazo. ¡Ñó… el apagón! Un coro de
improperios retumbó maldiciendo la oscuridad, como si las quejas y las
malas palabras tuviesen el poder de derogar las sombras. Aquel era un
pueblo naif -pensó una vez más el turista-, espontáneo, bullanguero,
salvaje e inocente, impregnado por el encanto infantil de un mundo aún
en desarrollo. No era la primera vez que se sorprendía ante aquella
gente amable y violenta, educada y machista, pícara e ingenua. Al
turista le fascinaba escuchar como en las salas de cine el público
comentaba las películas en voz alta; como se enzarzaban a discutir en
las guaguas pasajeros que no se conocían de nada; percibir que las
mujeres agradecían el ser repasadas por la mirada de un hombre, verlas
que no salían a la calle sin llevar las uñas pintadas con una coquetería
deliciosa e innata; descubrir que habían cubanos blancos con abuelos
españoles que adoraban fanáticamente a dioses africanos; anotar que las
jóvenes se hipnotizaban ante el televisor y que la vida se paralizaba
cuando emitían la tele-novela. El turista se había pasado todo el viaje
teorizando sobre el país que caminaba comparándolo con el suyo propio,
contemplándolo con benévola condescendencia desde la altura de su renta
en un juego de antropología aficionada. Explorador a tiempo parcial que
cada noche regresaba con puntualidad al confort del hotel, a la cena
pagada en origen, al dinero tranquilo guardado en la caja de seguridad.
El turista se consideraba a sí mismo un viajero, un matiz que no parecía
existir para los buscavidas que trataban de embaucarle. Uno se podía
enamorar de todo esto, pensaba a cada instante: los escolares
uniformados, los coches de época circulando, los horizontes tapizados de
azucaradas cañas, la traicionera embriaguez del ron, los cartelones con
ajadas consignas revolucionarias, las negras con rulos en el pelo, los
televisores soviéticos emitiendo en un raído blanco y negro su
programación surrealista, la omnipresente santería, la decadencia febril
de La Habana e incluso el estomagante kistch que decoraba los hogares.
Sin olvidar que todo aquello transcurría en el marco de un socialismo
real, tropical, sincrético, tercermundista y kafkiano, en el que parte
del tiempo histórico se había detenido con sus artefactos de museo. Y
reinando sobre todo el pandemónium: la sexualidad explícita de las
mujeres. Las chicas hacían el amor como bailaban: con desenvoltura, sin
prejuicios, carentes de hipocresía, sin disimular cuando no disfrutaban o
disfrutando del momento, como no podía ser de otra forma en aquel país
del eterno carpe diem. Estuvo con dos negras de un color de piel tan
denso que parecían azules, con una mulata manca de ojos verdes y con una
aguerrida pelirroja. Todo podía ser tan sorprendente que resultaba
extraño que los nativos hablasen español. El turista sentía vivir en
quince días lo que no había vivido en los quince años anteriores (nadie
se creería en su oficina que había comido cocodrilo o que había viajado
apretujado de gentes en la caja de un camión). Andaba intoxicado de
experiencias. La exuberante sensualidad de aquel pueblo le estaba
penetrando bajo la piel como la picadura de un mosquito.
Era de
noche y el Malecón estaba repleto y glorioso. El turista se adentró solo
en la avenida caminando morosamente. El apagón ayudaba a disimular con
escasa levedad su condición de extranjero. Se alternaban por tramos en
fronteras confusas los grupos de gente que pescaban, las parejas que se
besaban frente al mar, los que jugaban al dominó o aquellos que bailaban
al son de la música que dictaba alguna estridente grabadora. Atrapadas
en la penumbra las muchachas negritas apenas se distinguían. Todo
parecía irreal: coches de hacía cuarenta años circulando, las fachadas
de edificios bombardeados por el salitre y la desidia, el pegajoso calor
que como un baño de vapor perenne descompensaba los sentidos, la
promiscua y vibrante mezcolanza de gentes; incluso el olor a mar que
empuja la brisa parecía distinto. El turista, blanco, europeo, clase
media, palidez invernal, se sumergió en el desconcertante magma de
cuerpos que habitaban las aceras, admirando las muchedumbres que
danzaban, vacilaban, gesticulaban, sudaban, se acariciaban, se besaban
con deseo, compartían botella, se llamaban por el nombre a gritos y
juraban en un dialecto remotamente parecido al español. Le avisaron que
era peligroso andar por el Malecón de noche, pero no le dominaba el
temor, sino el asombro. Aquel mundo no se parecía en nada al suyo, y era
demasiado atractivo y mágico como para que le asustaran las miradas de
soslayo o el blanco de los ojos de los negros rimando con sus
dentaduras. En voz baja los transeúntes le recordaban su condición de
intruso en aquella fiesta con insistentes ofrecimientos clandestinos que
se repetían en una salmodia con vocación de eternidad:
chicas-tabaco-ron, chicas-tabaco-ron, chicas-tabaco-ron… El turista se
sentía tentado como un místico en su desierto. En un punto inconcreto,
la música que huía de un Chevrolet amarillo orillado a la acera salpicó
la estampa de merengue. Siguió caminando y un inesperado tango le hizo
detenerse en algún lugar más allá de La Rampa; no supo averiguar de
dónde provenía, revoloteó con autoridad durante poco más de un minuto y
se esfumó. Fue entonces que la noche parió una muchacha negrita:
-¿Quieres haser el amor antes de que llegue el ciclón?
-¿Qué ciclón?
-Mañana entra, va para la Florida, es de los fuertes.
Una súbita e inédita emoción enervó al turista, ¡un huracán! Es cierto,
en su epopeya tropical faltaba un ciclón. El turista atrajo a la chica
hasta el haz de luz que proyectaban los faros de un Buick azul del 57.
No era negrita, era mulata, joven, bonita, delgada, los cabellos
servidos en trencitas, demasiado flaca para su gusto; su corta falda
rosa le bailaba un poco, baratas zapatillas de deporte blancas. Hacer el
amor a la espera de un huracán, al turista le pareció un argumento
encantador. Acordaron el precio. La muchacha le aseguró que tenía un
sitio al que ir, el turista le dijo que antes tendrían que pasar por su
hotel a coger dinero y un neceser con productos de aseo, la muchacha
asintió, las jineteras no trabajaban sujetas a un horario.
El
taxi se detuvo en la dirección indicada por la chica. El apagón
continuaba y el turista que no sabía en qué zona de la ciudad se
hallaba, comenzó a considerar si no se arriesgaba demasiado, si aquellos
besos juveniles y algo torpes de la muchacha (le había mordido en el
labio inferior) no les saldrían demasiado caros, pagados en la moneda de
una mala experiencia. Y, sin embargo, se apeó del taxi con ella. Un
largo y estrecho pasadizo entre viviendas y luego dos tramos de escalera
exterior metálica conducían a una infravivienda construida sobre la
azotea de un edificio chato. La chica le pidió que guardara silencio,
“por las chismosas”, puntualizó. Antes de dejarle entrar, oyó que ella
conversaba en voz baja con otras personas que estaban en el interior de
la casa.
-¿Quiénes son? -preguntó el turista.
-Familia. Ahorita se van.
Una linterna de tubos fluorescentes iluminó mezquinamente la casa, es
decir, un cuartucho bien aprovechado: una sala de estar con cocina y
cuarto de baño delimitado por tabiques que no llegaban al techo, todo
ello en la misma pieza. Una pequeña y empinada escalera de madera
conducía a una segunda planta; las personas a las que había oído
cuchichear debían estar allí arriba, probablemente la mulata las habría
despertado. En la casa de la última jinetera con la que había estado, la
escalera del inmueble era de mármol, aunque fracturada, incompleta y
decadente. Permanecían restos de vitrales multicolores en algunas
ventanas y los techos mostraban artesonadas vigas de maderas nobles.
Había sido el palacio de un aristócrata en la época de la colonia. El
turista miró a su alrededor y desde luego aquello no era un palacete,
contemplaba una estancia pequeña y atiborrada. La muchacha extendió una
frazada sobre el suelo y aderezando con poesía el asunto, declaró:
“Haremos el amor en el suelo, como los japoneses”. El turista pidió
asearse, dejó el neceser sobre una mesa de centro, llevándose únicamente
el gel, un jabón de manos y el desodorante. No había agua corriente y
hubo de ducharse echándose el agua con una jarra que extraía de un cubo
colocado a tal fin. La desfelpada toalla le produjo aprensión. Al salir
del cuarto de baño descubrió que la chica había abierto su neceser y se
comía sin reparo la pasta dentífrica de sabor a menta: “¡Qué rico”,
exclamaba. Al percatarse que su cliente la contemplaba, la muchacha se
detuvo y, un tanto avergonzada, improvisó una disculpa sonriendo
infantilmente: “Perdona, pero es que pasta de dientes así de rica sólo
la encuentras en la shopping”. El turista constató dolorosamente, con
tristeza, que tan sólo era una muchacha, apenas una chiquilla recién
despegada de la adolescencia, tierna, joven y solemnemente pobre. Todo
se vino abajo en su ánimo: la erección, la emoción de la aventura, el
exotismo. Aunque estaba seguro que ya no quedaba inocencia por
mancillar, no se creía con derecho a envilecerla un poco más. Tendría
que ser con otra mujer, adulta, experta y directa, con quien se comiese
su último trozo de pastel de sexo, el souvenir que faltaba, la hazaña
que contar a los amigos en la taberna en una tarde de otoño; pero con
aquella mulatilla flaca no, con ella no. Desvió la mirada y vio como una
cucaracha enorme y marrón se paseaba con insolencia sobre un
policromado San Lázaro de yeso. La chica comenzó a acariciar al hombre.
Al turista le parecía estar despertando de una borrachera y toda la
sordidez de la escena le golpeaba. Entonces ocurrió algo inesperado, se
desplegó en su conciencia un recuerdo reprimido, sepultado por los años y
la prosperidad. Era niño y veraneaba en un camping de la costa
española, los turistas extranjeros se alojaban en modernas autocaravanas
mientras que su familia pernoctaba en una promiscua tienda de campaña. Y
recordó cómo le maravillaba el observar aquellos niños rubios que
parecían tener de todo, ahítos de juguetes, helados, bicicletas y
caprichos. Y recordaba verse a sí mismo colocándose de puntillas con la
nariz pegada a las ventanas fisgoneando las cocinas de los extranjeros
repletas de aparatos desconocidos y olores a mantequilla frita. Su padre
le explicó que tenían más cosas porque su moneda era más fuerte; pero
costaba entender que el ser más o menos rico dependiera de haber nacido
en un lugar u otro, más al norte o más al sur y, por primera vez en su
vida experimentó lo que era ser pobre; y ahora, de nuevo, décadas
después, violenta e inoportunamente volvía a paladear el sabor de
aquella injusticia. El turista dejó sobre una repisa -junto al
dentífrico- el puñado de arrugados dólares que pensaba abonar por pasar
la noche con la muchacha y tras vestirse se dirigió hacia la puerta.
-Papi, ¿qué pasó? ¿No te gusto? -le interrogó la chica con inesperada
decisión. Después de todo, había herido la vanidad de la joven mulata.
-No es eso. Soy yo quién no se gusta.
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