Mi relato "El zascandil" ganador del mes de abril en el Concurs de relatas breus de Cornellà del Llobregat.
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EL ZASCANDIL
El joven Eleuterio tenía fama en el pueblo de atolondrado, de bala perdida, de zascandil. No progresó el muchacho en sus estudios y de siete oficios que empezó en ninguno pasó de aprendiz, pues, o los dejaba a medias o el patrón lo despedía por el poco interés mostrado en la faena. En lo único que demostraba tener buena mano era en sacrificar a los gorrinos durante la matanza, tarea que hacía a cambio de alguna propina; labor que había aprendido de manera autodidacta, fijándose mucho en cómo trabajaban los matarifes de su localidad. Contra todo pronóstico, Eleuterio logró echarse una novia; Sofonisba, la menos agraciada, más apocada y lerda de la aldea, que debía escuchar todos los días como familiares y amigos le incitaban romper su noviazgo con el zascandil, pues aventuraban que nunca haría nada de provecho y nada podría ofrecerle. Mientras tanto, Eleuterio pasaba las horas muertas ordeñando con su imaginación las musarañas cuando no jugaba a cartas a “la escoba” con los amigotes en la taberna o a las chapas en la plaza del pueblo o se dedicaba a piropear a las mozas casaderas. Eleuterio vivía una existencia plácida y despreocupada, ¿para qué obsesionarse con el futuro si este habría de llegar de todas formas?
Llegó el día en que pasó lo que todos vieron venir, menos el zascandil: Sofonisba rompió su noviazgo con Eleuterio. El muchacho entró en shock. El cura del pueblo, el padre Anselmo, que sentía conmiseración por su negado feligrés, le aconsejó que se marchase del pueblo, con la esperanza de que si el muchacho salía de su zona de confort pudiera, quizás, espabilarse. “Nadie es profeta en su tierra -le advirtió el párroco-, aquí ya te han colgado el sambenito y nadie creerá en ti ni en tus posibilidades. Márchate lo más lejos que puedas. La necesidad agudiza el ingenio. Eleuterio, hazme caso, camina o revienta”. El joven hizo caso al cura y se embarcó con el propósito de hacer las américas, despidiéndose del paisanaje que tanto lo había vilipendiado y de unos paisajes que no volvería a ver.
Allende los mares Eleuterio se convirtió en un hombre de provecho, algo que implica, inexorablemente, aprovecharse del sudor de los demás. Espabiló en tierras extrañas, empleándose de matarife en sus duros inicios de emigrante para acabar montando su propia empresa cárnica con cientos de trabajadores en nómina. El muchacho se hizo hombre y se hizo rico, también se casó con una bella y refinada señorita descendiente de un decadente linaje de la burguesía azucarera esclavista. El gallego, que así le llamaban pese a no haber puesto jamás sus pies en Galicia, terminó sus días rodeado por sus hijos y nietos, orgulloso del imperio que había construido con su propio esfuerzo.
Tras fallecer Eleuterio, su abogado entregó a los deudos una carta del finado en las que expresaba sus últimas voluntades acerca de cómo debía ser su funeral: Prohibía ser enterrado y dejaba encargado que su cuerpo fuese incinerado y sus cenizas remitidas a España para ser introducidas en carcasas de pirotecnia que se harían estallar con motivo de las fiestas patronales de su pueblo, encomienda para la que dejaba instrucciones técnicas pormenorizadas de cómo debía ser el espectáculo de fuegos artificiales y una generosa suma dineraria asignada para costear aquellas singulares pompas fúnebres transmutadas en festejos.
En la somnolienta aldea causó impresión y alborozo la noticia de que un hijo del pueblo, que había emigrado años atrás, aún guardaba añoranza del terruño natal, hasta el punto de haberse preocupado por sufragar la pirotecnia de las fiestas invirtiendo sus buenos duros. La evocación brumosa del zascandil ya no fue tan burlona.
Nunca habían visto los lugareños un castillo de fuegos tan majestuoso como aquél, no faltó ninguna figura: Buscapiés, carretillas, bombas, tracas, culebras, papeletas, barrenos, bengalas, ruedas de fuego, palmeras, voladores, palomas, palomitas y brujas. Lo último que vieron los pueblerinos aletear sobre el firmamento, tras un estruendoso reventón, fue la palabra zascandil escrita en fuego en el cielo, adjetivo luminoso que perdió sus últimas letras para quedar en zasca antes de desvanecerse en una lluvia brillante y espesa de polvo pirotécnico. “¡Oooooooh!”, profirieron mil gargantas unánimes, nadie en aquel pueblacho, perdido entre montañas, había visto jamás una muestra de belleza tan intensa como efímera. La ovación fue tremenda y no bien terminaron de aplaudir cuando a todos comenzaron a picarles los ojos. Las cenizas de Eleuterio mezcladas con la pólvora junto a sulfuro, magnesio, potasa y sosa cáustica, produjeron cientos de lesiones oculares y decenas de cegueras. No, el zascandil no se había olvidado de sus vecinos.