Cuando llevas toda
la vida viviendo en el mismo barrio se producen fenómenos indeseables; uno de
ellos consiste en que acabas conociendo a todos los zumbados del vecindario. A
medida que creces y te adentras en ese páramo que es la vida adulta, los lazos
que te unían con tus amigos de la juventud se van diluyendo abrupta o
lentamente. Las personas que te apetecería frecuentar se mudan, hacen mutis por
el foro en el escenario de tu vida, y los figurantes que quedan suelen ser
vecinos recalcitrantes y malhumorados, siluetas cuya contemplación no te
inspira otra cosa que hastío o irritación. Los notas y los colgados no
emigran; sales a comprar el pan y allí están ellos, poblando el paisaje urbano
con la misma furia que hace veinte años. Ellos te saludan, te abordan, te piden
tabaco y, lo que es peor aún, te conocen por el nombre y se enganchan a darte la murga con el propósito de volcarte
todas sus obsesiones. Supongo que lo que digo no es muy compasivo, pero
macerarse años y años en el apartamento-colmena de un polígono, contemplando un
eterno desfile de idénticos rostros que el transcurso de los años va pudriendo
con lentitud, tampoco es la mejor trinchera que puede depararte esta vida para
derrochar compasión.
El Beni era uno de
los colgados del barrio. Nunca llevó los cabellos largos, pero todos sabíamos
desde la época en que éramos jóvenes despreocupados que matábamos el tiempo en
el parque bebiendo litronas mientras escuchábamos música y arreglábamos el
mundo en extensas charlas que duraban hasta el amanecer, que el Beni era
rockero de corazón. Cuando los heavys existían y mecían sus soberbias
pelambreras al viento, el Beni ya los despreciaba, como los apóstatas que según
su credo, eran. Para el Beni, tras Led Zeppelin, todo lo que había seguido
después era decadencia y fango. Pasaron los años y los heavys se
quedaron calvos, firmaron hipotecas y tuvieron hijos -en eso quedó toda su
rebeldía-. Pero el Beni permaneció inalterable como si hubiese hecho un pacto
con el diablo: delgado, estatura media, cabellos negros escasamente colonizados
por las canas, una pose y un tono de voz que denotaban un malhumor sempiterno,
la mirada hostil y una indignación perpetua; solterón, por supuesto. El Beni
vestía modosamente, hacía años que había colgado la cazadora cruzada de cuero
negro en la percha del armario y ya no se le distinguía de cualquier
parroquiano. Yo le recordaba de mis tiempos mozos, y aunque por entonces,
veinticinco años atrás, ya nos parecía un tío raro, no teníamos conciencia de
que fuera alguien que padeciera un probable, aunque nunca desvelado, desorden
mental. El tipo, claro está, me conocía y siempre que me lo tropezaba por el
barrio -los colgados siempre pululan por la vía pública, parece que no tengan
casa-, me abordaba para soltarme alguna diatriba, mayormente contra la música
comercial: “Tío, tío, ya no quedan músicos auténticos. ¿Dónde hay ahora mismo
un Led Zeppelín o un Deep Purple?” Su apego a los dinosaurios del rock
constituía una pasión que se antojaba entre entrañable y ridícula. Sentía
nostalgia por un tiempo que ni siquiera él había vivido y su adoración por la
“autenticidad” -su palabra favorita- no era más que una adhesión fanática a los
discursos caducos que había parido una avariciosa máquina de la mercadotecnia
de tiempos remotos. Es cierto que nunca fui melómano, así que el seguidismo fan
de los grupos siempre ha quedado muy lejos de mi completa comprensión. Jamás
pertenecí del todo a mi generación; no atesté habitaciones enteras con cajas de
vinilos, no viajé al extranjero para asistir a un concierto de mi grupo, no
exhibí camisetas con la estampa de mi
grupo favorito, no me tragué toda la filosofía barata que vomitaban la
inacabable legión de críticos musicales en su amalgama de pedantería y
esnobismo; todo esto, ahumado por el humo de un millón de porros. Mis amigos se
construyeron una identidad a través de la música, yo no, y siempre me
parecieron adocenados y maleables, no hallé en aquellos acordes la épica que
ellos encontraron. El Beni se había quedado colgado para siempre en aquella
época, atrapado por siempre en aquella mística de plástico.
Con el paso de los
años, incluso el Beni se fue desdibujando, ya no me tropezaba tan a menudo con
él y sólo de vez en cuando me lo encontraba en la biblioteca pública, tomando
en préstamo compactos de estilos musicales que él juraba y perjuraba despreciar
con toda su alma. Ya no se arremolinaba a mí, no me contaba batallitas y al
reconocerme se limitaba a ejercitar un lamentable gesto de saludo, apenas un
gruñido.
El 25 de julio de
2011 me encontraba en la biblioteca leyendo la prensa, en concreto, repasaba
los artículos que informaban sobre la matanza acaecida en Utoya, Noruega. Un
tal Anders Behring Breiwik, noruego de pura cepa, treinta y dos años de edad;
alto, rubio, ojos claros; que se definía en su página de Facebook como
cristiano conservador (el día que dijeron aquello de “no matarás”, faltó a
misa), nacionalista; aficionado a la caza, al culturismo, a la música trance, a
vídeojuegos como World of Warcraft y a la serie televisiva Dexter (protagonizada
por un forense justiciero y psicópata); había perpetrado un doble atentando en
el que habían sido asesinadas cerca de un centenar de personas. Llevaba todo el
fin de semana interesado en el caso. Behring -“se llama igual que el estrecho
de Bering -pensé-, un nombre apropiado
para un estrecho de mente”- era un ultraderechista aterrado por la
“islamización” de Europa de la que culpaba a “violentas organizaciones
marxistas”; granjero ecológico, masón y lector de Stuart Mill, George Orwell,
Maquiavelo y Kafka; vamos, como se suele decir, alguien con una empanada mental
importante. En la foto que publicaba la prensa, extraída de su perfil de
Facebook, se veía a un joven bien parecido, con pinta de niño pijo -estaba
titulado en Comercio y era hijo de un diplomático- enfundado en un
sweater Lacoste, ¡fíate de las apariencias! Sus víctimas eran miembros de
las juventudes socialdemócratas. Personalmente, también me caían fatal los
niños trepillas que se apuntan a las juventudes de los partidos políticos
mayoritarios con la esperanza de medrar, pero, ¡de ahí a acribillarlos a
balazos! Siguiente duda, ¿un sólo tirador podía aniquilar a casi setenta
personas? ¿Estábamos ante un nuevo Lee Harvey Oswald?
Me hallaba
enfrascado en mis reflexiones acerca de la masacre de Noruega, cuando el Beni
me sacó de mi ensimismamiento, zarandeando mi hombro:
-Tío, tío, ¡qué
desgracia! -me dijo con sus ojos húmedos. No sabía yo que el Beni fuera tan
humanitario.
-Sí, ha sido una
desgracia muy grande, hay mucho colgado hijo de puta suelto por el mundo –le
respondí.
-Hablo de Amy
Winehouse.
Aquello era para
cagarse y no tener con que limpiarse, el tipo estaba triste por la muerte de la
cantante británica:
-¿Pero…, te gusta
el soul?
-Yo creí que la
tía era un pastel, que iba de pose, pero ha demostrado ser una tía auténtica.
-¿Cómo?
-Muriéndose a los
veintisiete ha demostrado que no iba de farol, que vivía lo que cantaba y
cantaba lo que vivía - “¡Joder! -pensé-, ya estamos con el puto malditismo”.
-Muerta a los
veintisiete. No entiendo a esa gente que teniendo éxito, talento, juventud y
dinero, se autodestruyen.
-Claro que no le
entiendes, tío, se ha de tener un espíritu muy refinado para entenderlo.
Sus palabras me
molestaron, así que le repliqué picado:
-Tú sólo entiendes
lo que te venden. Donde tú ves glamour, mito y culto; yo sólo advierto la
historia sórdida de una persona politoxicómana con un entorno más preocupado en
explotarla económicamente que en ayudarla a superar sus adicciones y que,
ahora, tras su muerte, se van a lucrar como nunca.
-No es eso tío, no
es eso. Ella no quería rehabilitarse, ya lo dijo en su canción Rehab,
no, no y no. Ella ha ingresado en el club de los veintisiete porque entendía
que la vida después de esa edad tan sólo es decadencia.
-¿El club de los
veintisiete?
-Sí, hombre, la
edad a la que mueren los grandes: Robert Johnson, Brian Jones, Janis Joplin,
Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain y ahora Amy Winehouse. Y también..,
–hizo una pausa como si lo que fuese a decir a continuación fuese una
profanación- Cecilia y Nino Bravo.
-¡No me jodas! O
sea, que mola palmarla a los veintisiete.
-Yo hubiera
querido morir a los veintisiete -el Beni, soltó aquella frase con los ojos
brillantes.
-Pero, ¿qué dices?
-Piénsalo, morir a
los veintisiete supone fallecer en pleno esplendor de la juventud. Los
veintisiete es el punto de inflexión, la cumbre, la cima de Sísifo; a partir de
esa edad solo ruedas hacia abajo. Tu cuerpo aún podrá conservar algunos años
más el vigor juvenil, pero a partir de los cuarenta se irá marchitando,
perderás belleza y lozanía, aparecerán los achaques y las limitaciones, pondrás
proa a la vejez; cada vez que visites al médico temerás que te den una mala
noticia. A los veintisiete has vivido ya todo lo importante, las experiencias
que te ocurran después de esa edad, difícilmente despertarán en ti pasiones arrebatadoras, ya
no vivirás febrilmente, cada acontecimiento tendrá un regusto a déjà
vu. A medida que te hagas mayor
verás que los sueños no se cumplen. Caerán tus ideales como pétalos de una flor
ajada y tan sólo te quedará el amargo cáliz del escepticismo.
Me quedé con la
boca abierta, no sabía si la parrafada que me acababa de soltar el Beni era lo
más lúcido o lo más desquiciado que había escuchado en mi vida. Supongo
que satisfecho por su victoria dialéctica, el Beni decidió dar por terminada la
conversación, se despidió con cortesía y se marchó de la biblioteca a pasear su
duelo por el barrio.
Una semana más
tarde volvía a pisar los suelos de la biblioteca. Al entrar en la sala de
lectura, la bibliotecaria me hizo una seña para que me acercara al mostrador de
préstamos:
-¿Te acuerdas del
Beni?
-Sí, la semana
pasada, estuve hablando con él, ¿le ha pasado algo?
-Le han encontrado
muerto en la bañera de su casa.
-¡Jolines!
-Murió el día en
que cumplía cincuenta y cuatro años.
Abandoné la
biblioteca anonadado por la noticia. Mientras caminaba por la calle con rumbo
al bar más próximo en el que tomarme un trago a la salud del Beni, reparé en que
cincuenta y cuatro es el doble de veintisiete. “¡Serás cabrón! -pensé- Acabas
de entrar en el club de los veintisiete por partida doble”. Me imaginé al Beni
dentro de una caldera en el último círculo del infierno dándole la brasa a sus
ídolos y sonreí.
Este relato ha sido publicado en la revista "El Callejón de las Once Esquinas" en su número 6.
Como que voy llegando tarde para ingresar a ese club... Casi 10 años.
ResponderEliminarFelicitaciones por la publicación.
Saludos,
J.
Me alegra que te guste. Un abrazo.
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