lunes, 31 de julio de 2023

TAXI LIBRE

 Relato publicado en la revista costarricense "Retazos de ficción"

https://retazosdeficcion.blogspot.com/2023/07/taxi-libre.html


TAXI LIBRE

Foto de Masha Raymers

escrito por Héctor Daniel Olivera Campos

    Pamela se despertó sobresaltada: la detonación de un trueno había hecho vibrar el edificio como si de una caja de mistos se tratase. Asustada, la muchacha accionó el interruptor de la lamparilla de la mesilla de noche, pero la luz no encendió. Se levantó y caminó abriéndose paso con torpeza a través de la oscuridad de la casa, pulsó otros interruptores, pero ninguno respondió; a tientas alcanzó el cajón de la cómoda en el que guardaba velas y cerillas en previsión de un apagón. 

    Iluminada por la débil llama de la vela se acercó a la ventana del salón y comprobó que una recia tormenta provista de intenso aparato eléctrico descargaba con fiereza inaudita. Todavía adormilada, razonó que le parecía extraño que a finales de la primavera se desatasen tormentas tan violentas, no era propio del clima de la zona en la que residía.

    La chica, aún adormilada, se lavó la cara y se preparó una tila. Cualquiera que la viera en esos momentos —pensó—, por estar levantada de madrugada, andando por la casa a oscuras, vestida con un viso y sujetando una palmatoria, la confundiría con un fantasma. Sin embargo, el efecto del chiste que se acababa de contar a sí misma duró poco, el furor de un nuevo trueno le transmitió un repentino escalofrío. Los rayos como venas de luz en el cielo, el retumbar de los truenos y el blanco eléctrico de los relámpagos siempre la inquietaban de una manera oscura e irracional, como si despertasen algún atavismo oculto en la región más ignota de su espíritu.

    Pese al temor que le inspiraban las tormentas, o precisamente por ello, por esa atracción morbosa que contienen las sensaciones que producen miedo, Pamela se entretuvo, con la taza en la mano, a contemplar la furia de la tempestad, aquella ira meteorológica de Dios.

    El chubasco había provocado un corte en el fluido eléctrico del barrio, así que las farolas estaban apagadas y, de la calle, tan sólo se percibía una oscuridad imperfecta, con remotas luces centellando en la lejanía y pequeñas lucecitas, como de fuegos fatuos, bailando en algunas ventanas de las casas próximas. ¿Se trataba de personas que hacían lo mismo que ella en aquellos momentos, admirar la tormenta amparándose en la luminosidad tísica de sus trasnochadas velas de cera? A intervalos imprecisos los relámpagos iluminaban la calle desvelando todos sus detalles banales; los contenedores de basura, las hileras de autos aparcados y los arroyos pluviales que fluían con brío, lavando los bordillos. 

    Un nuevo relámpago iluminó la calle de la urbanización de chalecitos en la que vivía Pamela y, sobre el asfalto, se perfiló una estampa del inframundo. De la garganta de la muchacha brotó un grito agudo de terror, la taza de tila cayó al suelo, la cual se quebró al unísono con el estrépito del trueno. El fulgor la había arrancado a la noche su más terrorífico secreto: la visión de una mujer corpulenta que arrastraba un ataúd por la calle, agarrándolo con una maroma. Pamela cerró los ojos y se dijo que lo que acababa de ver era sencillamente imposible, pero con el siguiente relámpago, la visión volvió a emerger de entre las sombras. Pamela decidió llamar a la policía, una voz femenina en el auricular:

    —Buenas noches. ¿Diga?

    —Llamo para una emergencia.

    —Dígame su nombre, dirección y cuéntenos qué ocurre.

    La muchacha enmudeció. ¿Qué iba a decirles?, ¿que una mujer arrastraba un féretro bajo una lluvia enardecida? Pensarían que estaba drogada o loca o que se trataba de una broma macabra. Pamela colgó el aparato y, movida por un sentimiento de desesperación e insensatez, se cobijó bajo un impermeable y salió a la calle, descalza. Espesas cortinas de agua barrían el asfalto y dificultaban la visión. La mujer había desaparecido, su silueta siniestra se había evaporado con la misma fugacidad con que había hecho acto de presencia.

    El enésimo relámpago iluminó la calle y aquella mujer extraña apareció, repentinamente, frente a ella, situada a escasos centímetros del rostro de Pamela. La mujer del ataúd exhibía, bajo unos cabellos ralos y mal cortados, un rostro abotargado, tachonado de escoriaciones rojizas. La nariz aplastada y torcida, los labios casi inexistentes de puro delgados perfilando una mueca cruel en la boca y unas pupilas marrones con pintas que, al contemplarlos, le produjeron a Pamela la sensación de hallarse ante unos ojos demoníacos, poseídos por una sed de mal infinita.
*
    Al reponerse de su desvanecimiento, Pamela se descubrió sobre el asfalto, empapada, descalza y magullada. La tormenta se alejaba, la lluvia remitía y las farolas de la calle volvieron a encenderse, se diría que con timidez. Temblando de frío y miedo, Pamela regresó a su hogar.

    Los dos días que siguieron al incidente, Pamela los pasó encerrada en su chalet, aterrorizada por la experiencia vivida. Durante las noches, la muchacha no se atrevió a dormir a oscuras, regresando a un temor que pertenecía a las etapas de su infancia y adolescencia y que creía superado, cuando al apagar la luz parecían despertarse los monstruos y los horrores que se agazapaban en la noche.

    La experiencia traumática ocurrió en la madrugada del domingo al lunes; el miércoles Pamela les contó a sus padres del suceso. Para ellos se trataba de una pesadilla, de esas que transmiten una sensación violenta de realidad, no en vano, le recordaron que Pamela, siendo niña, había padecido numerosos terrores nocturnos; también le dijeron que había tenido episodios de sonambulismo. Aquel miércoles la llamó su representante para recordarle que el viernes tenía sesión fotográfica. Pamela le contó lo de su visión de la mujer arrastrando la caja de muertos y su manager se echó a reír con su voz alocada:

    —Querida, tú has tenido una hipoglucemia.

    —¿Tú crees?

    —Es muy típico entre las modelos. Es por culpa de las dietas, os matáis de hambre y os baja el azúcar. Las visiones son debido a la falta de oxigenación del cerebro. Representé a una negra de pelo afro que veía, en plena canícula veraniega, a Papá Noel en su trineo. Algo similar ocurre con las experiencias cercanas a la muerte. Todo ese rollo que cuentan de la luz brillante al final del túnel y que acuden los parientes fallecidos a recibirte, etcétera, etcétera, es por falta de oxigenación y riego sanguíneo en el cerebro, así de simple.

    —No sé, parecía tan… real.

    —Para ti fue real. Por eso es una visión, querida.

    Pamela reconoció que la ansiedad en su lucha contra la báscula y el estrés por no engordar la habían llevado a comer apenas unas manzanas y algún que otro yogurt desnatado a lo largo de la semana anterior, tragándose bolas de papel con el propósito de apaciguar la sensación de hambre. Ansiedad, estrés, hambre; una combinación lo suficientemente letal como para que acabara viendo cosas que no existían.

    El jueves Pamela se levantó de buen humor; había dormido del tirón y con la luz apagada. Estaba convencida de que la visión del domingo era una mera sugestión y que no se trataba de ningún hecho real o sobrenatural. Desayunó una manzana, un café solo y un biscote; hizo ejercicio en la cinta de correr durante media hora y, tras vestirse, salió rumbo a la cita que tenía a las doce del mediodía en el salón de belleza con el objetivo de broncearse en una cabina de rayos UVA.

    Pamela llegó veinte minutos antes de la hora acordada en el salón de belleza. Katy, la dueña del negocio la avisó que tendría que esperar a que se desalojara alguna de las dos cabinas de bronceado, así que la hizo pasar a una salita en donde aguardaba otra clienta que también esperaba para broncearse. Una mujer de complexión ancha leía una revista de espaldas a Pamela en el momento en que esta entró en el saloncito. Pamela saludó a su compañera circunstancial y la anónima clienta se dio media vuelta para responder al saludo con una voz sucia y quebrada.

    Un latigazo de terror dejó muda y paralizada a Pamela durante unos segundos. Aquella mujer, aquel rostro…, eran…, eran… ¡la mujer del ataúd! Pamela creyó entenderlo todo de una manera súbita y horrenda. El féretro, la cabina de rayos UVA…, la similitud era demasiado evidente, demasiado macabra como para no percatarse. La visión del domingo había sido una premonición, un aviso: La cabina sufriría un accidente. Si aquella mujer se introducía en el sarcófago de luz, moriría. Era por eso que arrastraba su propio sarcófago.

    Histérica, tartamudeando, Pamela gritó a la clienta rogándole que se marchara, que no se introdujese en la cabina de rayos o moriría. La clienta, apabullada, también comenzó a gritarle llamándola loca e impertinente y diciéndole que se metiera en sus propios asuntos. Katy, la dueña, alertada por el alboroto, hizo acto de presencia y tuvo que sujetar a Pamela por los hombros, tratándola de tranquilizar, pues estaba fuera de sí. La dueña acompañó, más bien arrastró, a Pamela hasta la calle y cerró con llave la puerta de entrada.

    Una pequeña muchedumbre se agolpó con rapidez frente al establecimiento, primero para contemplar el espectáculo de Pamela golpeando con sus puños cerrados los cristales del salón de belleza y, casi de inmediato, para censurarle su acción. Increpada por el gentío —un par de viejos sacaron su móvil para llamar a la policía— y convencida de que no podía hacer nada más por salvar a la clienta desconocida, Pamela abandonó el lugar y caminó un par de kilómetros sin un rumbo fijo hasta que, agotada, decidió tomar un taxi para regresar a su casa.

    Todavía se estaba secando las lágrimas con un pañuelo de papel cuando le dio la dirección al taxista, sin molestarse en mirarlo. Minutos después, una voz que creía haber escuchado antes, una voz femenina, sucia y quebrada; la informó que tomarían la autopista.

    Pamela contempló el rostro reflejado el rostro de la taxista en el espejo retrovisor. Los mismos ojos demoníacos, idéntica sed de mal en las pupilas.

    —¡Tú…, tú!

    —¿Qué le pasa, por qué grita?

    —¡Tú!

    —¿Pero se puede saber qué le pasa?

    —Te he visto, te he visto antes.

    —¡Ah! Ya comprendo. Mire, se lo explico, usted habrá visto a mi hermana gemela. Hace una hora que la acabo de dejar en un salón de belleza, ¿viene usted de ahí? Pero no es para que se ponga así porque me haya confundido con ella —explicó la taxista.

    —¡Bájame!

    —No puedo, estamos en el carril de aceleración de la autopista.

    —¡Bájeme! ¡Pare o moriremos!

    —¿Qué tontería dice?

    —Lo sé, lo he visto. Este taxi es el ataúd.

    —Escúchame, loca hija de perra, deja de darle patadas a las puertas o te mato. No tolero que nadie trate así a mi taxi, en cuanto salga de la autopista te aseguro, bonita de cara, que te la rajo para siempre.

    —¡Dios, vamos a morir!

    —Vas a morir tú, ¡zorra! —La taxista, sujetando el volante con la mano izquierda, se volvió hacia Pamela exhibiendo la cuchilla de una navaja automática.

    El vehículo se desvió de su trayectoria superando la mediana que separaba los carriles de la autopista en ambos sentidos, por lo que se estrelló de frente contra un camión de gran tonelaje que circulaba en sentido contrario. Los bomberos tuvieron que emplear maquinaria pesada y hacer uso de radiales para recuperar los cuerpos de las dos mujeres entre la mortaja de hierros retorcidos en que acabó transformado el taxi.

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