La pequeña sala, clara y aséptica, tenía el
aspecto de un laboratorio pese a ubicarse en la Biblioteca de Aragón. Dos
mujeres, una de ellas ataviada con bata y guantes blancos, esperan la visita
del doctor.
-Doctor.
-Señora Directora.
-Pase por favor. Ella
es Rosa, nuestra conservadora, la encargada de incunables y de textos antiguos
de especial interés, como es el caso.
-Encantado.
-Comprenderá
-prosigue la directora- que, dada la naturaleza del texto, no se lo
remitiéramos por correo ordinario ni hayamos efectuado ninguna transcripción
del documento en ningún otro soporte. Antes de valorar su autenticiadas
deseábamos recabar su opinión como máximo experto de Shakespeare en España que
es y doctor en la materia, es por ello que le hemos pedido que venga hasta aquí
y lea el manuscrito en persona. Rosa le proporcionará unos guantes blancos, le
ruego que se los ponga antes de hojearlo.
-En qué
circunstancias fue hallado -pregunta el catedrático.
-Se estaban
realizando unas obras de rehabilitación en un edificio de la calle del Coso y
al tirar un tabique interior lo encontraron emparedado junto a otros objetos
-¿Qué objetos?
-Estaba envuelto
en diarios de la época y también hallamos monedas acuñadas en el primer tercio
del siglo XIX.
-Como si fuese una
cápsula del tiempo.
-Quizás,
desconocemos las intenciones del que enterró allí el manuscrito, todo son
conjeturas.
-¿Algo más?
-El análisis
químico del papel y de la tinta usada concuerda con la fecha que aparece
inscrita en la última página.
La conservadora
deposita sobre la mesa blanca un legajo de papeles viejos y amarillentos
encuadernados en piel toscamente curtida. El catedrático se sienta en la silla
y se coloca sus gafas de leer:
“A quién pueda
leer esto:
En primer lugar,
discúlpenme por no presentarme, para proteger mi vida y la de mi familia es
necesario que mi nombre permanezca oculto. Ya han asesinado a un amigo mío y
sería una imprudencia desvelarles quien soy. Espero que las generaciones
venideras que descubran esta confesión que ahora les detallo estén en
condiciones de asumir toda la verdad que voy a relatarles.
Shakespeare, this
is the question. ¿Fue el actor de Stratford-upon-Avon el
autor de las obras que se le atribuyen? Estoy en condiciones de asegurar que es
falso de toda falsedad. Imagino que el lector enarcará las cejas ante tamaña
afirmación, pero la reitero y, aún digo más: lo sorprendente no es negar que
Shakespeare sea el autor de la obra Shakesperiana;
lo asombroso es que nadie se lo haya cuestionado hasta ahora. ¿Pudo un
hombre que no fue a la universidad escribir obras de tanta calidad y con tantas
referencias cultas? ¿Pudo describir, por
ejemplo, Italia con tantos detalles cuando nunca sus pies hollaron la tierra de
dicho país? La obra
Shakesperiana fue escrita por un erudito y políglota,
con un conocimiento apabullante de la lengua inglesa, sólida formación clásica,
dominio del arte de versar, experto en la historia de Inglaterra y con nociones
de exégesis bíblica, medicina, Derecho, protocolo y cetrería, entre otras
muchas artes; cualidades imposibles de detentar para alguien surgido del vulgo. Shakespeare
es un espectro, un fantasma; a poco que se abundé en lo raquítico de lo que nos
han hecho creer que es su biografía veraz, nos asaltarán las dudas y las
preguntas sin respuesta. La verdad es que no fue el genio que nos han
retratado, al contrario, William Shakespeare fue un rufián y un embaucador.
La obra de William Shakespeare es la
historia oculta de una pasión devoradora y la tragedia del hombre que la
protagonizó. La pasión era el teatro, componer dramas y comedias y la tragedia
consistió en el anonimato en el que tuvo que ocultarse el verdadero autor de
tal magna obra: Sir Francis Bacon. Shakespeare no fue más que una burda
marioneta.
Sir Francis Bacon, estadista y
filósofo; hombre culto, refinado y viajado; murió y mató por el teatro. Su
alta, fecunda y triunfante carrera política –llegó a ser nombrado Lord
Canciller de Inglaterra- le impedía que lo relacionasen con el mundo equívoco y
de dudosa moralidad que actúa entre candilejas; un universo en el que rige la
trasgresión, la ambigüedad y lo bufonesco -no es por casualidad que a los
comediantes, junto a los suicidas y a los excomulgados, se les niegue sepultura
en camposanto-. Bacon escribió casi toda la obra
Shakesperiana que conocemos y para verla representada
–espectáculos a los que acudía de incognito y embozado- precisó que alguien
figurara como autor.
Bacon confió a su
amigo, el dramaturgo Christopher
Marlowe -quién por ser espía de la Reina, era ducho en turbios manejos y en
frecuentar a la hez de la sociedad de su tiempo- la misión de
buscar un testaferro. Marlowe era,
además, uno de esos hombres que practicaba el pecado nefando, y aquí es donde
aparece William Shakespeare. El falso bardo había sido mozo de establo de
Lord Leicester, pero haragán como era, además de vil, avaro, pendenciero,
borracho y ladino, se mudó del campo a Londres, mutando su oficio de mozo de
caballerizas por el de prostituto y, como tal, se le conocía en los bajos
fondos londinenses con el sobrenombre de “El cisne de Avon”, teniendo en
Marlowe a su mejor cliente. Pues bien, Marlowe, como estaba enamorado de
Shakespeare, además de colocarlo de actor, le propuso a Bacon que fuese éste el
que constara como autor, algo a lo que Sir Francis accedió, pues ignoraba la
ralea del postulado. Muy pronto Shakespeare comenzó a chantajear a Marlowe y
éste a Bacon para pagar a aquél, lo que determinó que Sir Francis
–escandalizado tras haber descubierto la catadura del de Avon- ordenará el
asesinato de Marlowe haciendo pasar la ejecución bajo la apariencia de una riña
tabernaria. ¿Por qué Bacon no mató entonces a William Shakespeare? Seguía
necesitando un hombre de paja que figurara como autor para llevar sus obras a escena.
Los poderosos no matan a quienes les son útiles.
Tras la muerte de Marlowe, Bacon
solicitó ayuda a otro de sus amigos, Edward de Vere -decimoséptimo conde de Oxford- para que
hiciera de intermediario entre él y Shakespeare. La muerte del conde en 1604
obligó a Bacon a tener que tratar directa y secretamente con William
Shakespeare y soportar sus extorsiones, además de sus maneras insolentes. La
relación fue tensa y plagada de disputas, girando siempre en torno a los
honorarios que deseaba cobrar el insaciable hombre de Avon.
En 1612 ocurrirá un acontecimiento
que precipitará la tragedia con la que finaliza el drama que aquí desvelo. Thomas
Shelton, un católico nacido en Dublín de padre inglés y madre irlandesa, quien
había estudiado en el colegio irlandés de Salamanca, tradujo ese año El Quijote a la lengua británica. El
efecto de la lectura de dicha obra en Sir Francis Bacon fue colosal y
fulminante. Por entonces a Bacon ya se le iba agostando el ingenio, así que,
deslumbrado como se hallaba por influjo de la obra de nuestro inmortal
Cervantes, se le ocurrió que el autor de El
ingenioso hidalgo bien podría ser el que escribiese las últimas comedias de
su impostura, traducidas al inglés por Shelton, corregidas por Bacon y
firmadas, como no, por el ínclito William Shakespeare y con Thomas Hobbes –el
autor de Leviatán- como amanuense de todo el proceso en su calidad de escribano
de Sir Bacon. Para tal fin Shelton fue
encargado de acompañar a Miguel de Cervantes a Londres en un viaje secreto. Don
Miguel, siempre falto de peculio –ya decía mi amigo que en España escribir es
llorar-, aceptó el encargo y regresó a España con la bolsa llena.
El
problema fue que Cervantes en sus últimos años, al igual que su patrón, andaba
ya menguado de genio creativo, algo que traería lamentables consecuencias. La
primera obra de Cervantes firmada por Shakespeare fue casi una burla. Cardenio, que así se llamaba la pieza,
no era más que una extensión de la historia de un personaje sacada directa y
descaradamente de El Quijote. Cuando
Bacon se percató que cualquiera que leyera El
Quijote la relacionaría con el drama firmado por Shakespeare, ordenó
destruir el libreto y es por eso que hoy se considera desaparecido. El
siguiente drama creado por Cervantes y rubricado falsamente por el de Avon se
tituló Dos nobles caballeros, y aquí,
también, Don Miguel recreó una de sus propias obras, la conocida como El Curioso Impertinente. Por último, el
héroe de Lepanto cometió la postrera imprudencia que hizo colmar el cáliz de la
paciencia de Sir Bacon, al publicar, por su cuenta, La española inglesa, una novela en la que una joven hispana era
llevada a Londres, inspirándose el novelista en su propio viaje a la ciudad del
Támesis.
Bacon, viendo que la contratación
como escritor fantasma de Miguel de Cervantes no había producido el efecto
esperado y que con sus imprudencias literarias iba a descubrir el fraude, y
harto de los chantajes a los que le sometía el codicioso William Shakespeare,
que no cesaba de amenazar con descubrirlo como dramaturgo y arruinar su carrera
política, decidió, como se suele decir, matar dos pájaros de un tiro. El
veintitrés de abril de 1616 dos escuadrones de sicarios enviados por Sir
Francis Bacon asesinaron al magno Miguel de Cervantes Saavedra y a William
Shakespeare -el rufián casi analfabeto que nunca escribió nada-, camuflándose
sendas muertes como naturales. Tras aquellos hechos de sangre, Sir Francis
Bacon abandonó para siempre sus ínfulas de literato.
Quién lea esto se preguntará cómo sé
tales cosas que he descrito muy someramente. Aconteció que Don Miguel de
Cervantes se enteró por Thomas Shelton de los
detalles de gestación de la obra de Bacon y sus circunstancias y dejó
consignado el relato de las mismas en una memoria
que debía salir a la luz en caso de acaecerle una muerte violenta o sospechosa.
Asimismo, el manco de Lepanto guardaba copia de su puño y letra del drama Cardenio. Cuando muere Cervantes y los familiares
revisan sus papeles, reparan en la importancia de los documentos citados y los
portan a las autoridades reales, las cuáles deciden archivarlos como secretos
de estado. Divulgarlos en aquel momento hubiera supuesto una declaración de
guerra a Inglaterra, por el poder que detentaba Sir Francis en la corte
londinense. Y así quedaron, en los archivos reales criando polvo.
Mi amigo, el periodista Mariano José
de Larra, consiguió hacerse con los legajos originales de Cervantes de mano de
un archivero real que sustraía documentos y los vendía de tapadillo para pagar
sus deudas de juego. Yo mismo tuve en mis manos y hojeé tales papeles al visitar
a Larra en su casa de la calle Santa Clara poco antes de que lo matasen. Larra
sabía que había encontrado un diamante y estaba negociando en España y en el
extranjero las condiciones de su publicación con diversos editores de
periódicos. Sin duda tales conversaciones llegaron a oídos de los espías de la
pérfida Albión y en Londres concluyeron que no podían permitir que la verdad
saliera a la luz. La Gran Bretaña, nación arrogante, dueña de los siete mares y
poseedora de innumerables colonias por todo el orbe; no sólo debe su primacía a
la pujanza de su comercio e industria, o la potencia de su ejército; precisa,
también, del prestigio de su cultura, de su lengua y de sus letras. No exagero
si digo que la revelación del fraude del caso Shakespeare, con la mención de
todos sus detalles sórdidos asestaría un duro y humillante golpe que
erosionaría la hegemonía británica. El
mito del genial Shakespeare debía sostenerse a toda costa y a todo coste y, es
por ello, que despacharon a Madrid a un agente de Su Graciosa Majestad con
licencia para matar. Apenas la amante adulterina de Larra, Doña Dolores Armijo,
abandonó el domicilio del periodista, hizo acto de presencia él agente –sólo o
en compañía de otros- y consiguió que el imprudente Mariano le abriera la
puerta de su casa -sólo Dios sabe de qué añagazas se sirvieron-, con el
resultado sabido del disparo en la sien que le arrancó la vida. Es mentira que
se suicidará por mal de amores como se ha divulgado interesadamente. Larra no
tenía ninguna intención de quitarse la vida, yo hablé con él la tarde anterior
al suceso; es más, estaba exultante, imaginándose las repercusiones que tendría
su crónica sobre el asunto Shakespeare. “Lo que tengo entre manos es una
bomba”, me repitió en diversas ocasiones durante la velada. Pero no fue una
bomba, que fue una bala. A Larra lo
mataron, estoy seguro. Yo mismo, como
amigo íntimo y deudo del finado, estuve en su casa, a pocas horas de
transcurrido el crimen, rebuscando los valiosísimos documentos y no los hallé
pese a que no dejé hueco sin revisar, así que puedo asegurarles que alguien los
sustrajo.
No quiero acabar esta confesión sin
pedirles perdón por no proporcionar detalles más concretos de lo narrado,
piensen que lo que sé es lo que Larra me contó y lo que pude retener de una
lectura parcial de los manuscritos cervantinos durante los escasos minutos en
que pude consultarlos.
Déjenme despedirme con las palabras
del epitafio inscrito en la tumba de William Shakespeare: “Buen
amigo, por Jesús, abstente de cavar en el polvo aquí encerrado. Bendito sea el
hombre que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos”. Sepa el
que lea este manuscrito que removerá los huesos espirituales del falso bardo,
que Dios le libre de su maldición.
En Zaragoza, en el año del Señor de
1838.”
El catedrático se quitó las gafas y
se incorporó. Ansiosa, le interrogó la directora:
-¿Y bien?
-Es todo demasiado rocambolesco e
inverosímil.
-Ya nos pareció un fraude, pero
quisimos que usted nos lo confirmara.
-Ya, pero hay algo que no cuadra.
-¿El qué?
-¿Los periódicos hallados junto al
manuscrito son de ese año y las monedas fueron acuñadas con anterioridad?
-En efecto, ¿por qué?
-Porque antes de la década de 1850
nadie se cuestionó la autoría de las obras de Shakespeare. La primera en
hacerlo fue Delia Bacon que las atribuyó, precisamente, a Sir Francis.
-¿Y la creyeron? –preguntó la
directora de la Biblioteca de Aragón.
-La tomaron por loca –remachó el
doctor en literatura inglesa.
Relato publicado en el número nueve de la revista "El callejón de las once esquinas"
https://drive.google.com/file/d/13I_Ft6zgiHbP0lF8YozMnIddMzI7ViXt/view
https://callejon11esquinas.blogspot.com/2019/03/numero-9-marzo-2019.html?fbclid=IwAR3YJBX2sSmOWz2p84skwVzK5VnQMfKUVauLAgQKofH-BlViLAFjjrzttDY
ResponderEliminarFelicitaciones por la publicación.
Interesante relato.
El único detalle es que hubiera utilizado periódicos y no diarios de la época, más que nada teniendo en cuenta la fecha en la que propones se redactó el escrito.
Por otro lado, veo que compartimos espacio una vez más.
Saludos,
J.
Hola José.
EliminarTienes razón, mejor la expresión periódicos que diaríos, aunque por esa época ya los había, pienso, por ejemplo, en el Diario de Barcelona. Gracias nuevamente por leerme.
Saludos.