Papá maltrataba a mamá: borracheras, cuernos, palizas...
Ella se lo aguantaba todo; lloraba un poco, rezaba, apretaba los dientes y
tiraba para adelante. Era una mujer de una generación pretérita: abnegada,
sufrida y sumisa, dedicada al cuidado de sus hijos, enterrada en las
labores del hogar. Mamá se pasaba los domingos por la tarde
encerrada en casa, soportando el fútbol radiado y el hedor a tabaco negro y coñac
barato. El único consuelo de nuestra
madre consistía en acudir a la iglesia, no tenía más ocio que asistir a misas y
confesarse con el párroco. Su marido
solía tildarla de “beata de mierda”.
No diré que mamá no tuviera sus ilusiones, en los últimos
tiempos albergó el modestísimo anhelo de tener una olla exprés. Pero papá no
era capaz de complacerla ni en esa nimiedad, la mayor parte del salario se lo
gastaba en putas y bares y poco sobraba para el mantenimiento de la familia.
Tras mucho batallar, logramos, por fin, convencer a nuestro progenitor para que
le comprara la deseada olla a presión como regalo por el día de la madre. Al
mes de la adquisición del artefacto, la olla explotó segando la vida de nuestro
padre. Nadie le lloró.
A los dos meses del deceso, mamá se fugó con el
insólitamente joven y guapo cura de nuestra parroquia. Fue a partir de ese
momento en que comenzamos a sospechar que el estallido de la olla no había
sido un accidente.
Microrrelato publicado en la revista Papenfuss, número doce.
No hay comentarios:
Publicar un comentario