He vuelto a quedar finalista en el concurso que organiza el Projecte Loc de Cornellà del Llobregat con mi relato...
FERIA MACABRA DEL LIBRO
A
la galaxia Gutenberg le sucedió la galaxia Internet, gracias a Amazon y a otras
empresas digitales dedicadas a la autoedición, centenares de miles, quizás
millones, de autores que jamás hubiesen publicado, alumbraron sus propias creaciones;
se trataba de los llamados, eufemísticamente, autores independientes. La
avaricia capitalista se amalgamó con el ego universal para parir al monstruo.
Nunca tantos publicaron tanto para que les leyesen tan pocos. El bosque, más
bien la jungla, de libros autopublicados impedía fijarse bien en los árboles,
es decir, en los títulos individuales, que pasaban desapercibidos, extraviados
entre el ruido y la furia del pandemónium digital.
Como
todos los años se celebraba la principal feria del libro del país en la que,
obedeciendo a una estricta regla de castas, se dejaba fuera a los autores
independientes, a los que no se podía acoger debido a su escasa rentabilidad y
falta de espacio físico. Como cada año una horda ansiosa y enojada de autores
independientes deambulaba por la feria aquejados por la envidia, el
resentimiento o melancolía. Pero todo cambió el año en que el doctor Moreau presentó
sus inventos.
El
doctor Moreau, víctima de las leyes de protección de los animales, se le había
prohibido continuar con sus experimentos en su idílica isla tropical, por lo
que se hallaba de regreso a la civilización, desocupado, pero con su
privilegiado cerebro siempre maquinando algo inédito; así que se le ocurrió una
forma en que los autores independientes tuvieran su espacio en la muestra.
Fabricó dos artefactos, elaboró un proyecto y la dirección de la feria aprobó
su puesta en marcha.
Levantar
miles de stands para que los poblasen decenas de miles de autores
independientes en un aburrido cortejo de firmas de libros que nadie deseaba
comprar, no era una opción viable. El doctor Moreau, en cambio, instaló doce
celdas acristaladas con espacio suficiente para que cupiese dentro una persona
con comodidad. En seis de las doce celdas, una gota malaya se precipitaba sin
interrupción hasta colmar de agua la totalidad del habitáculo; en las otras seis,
dos paredes de acero situadas en los laterales izquierdo y derecho eran
empujadas mecánicamente hasta juntarse sin dejar resquicio alguno entre las
planchas. Los mecanismos de ambas instalaciones se ponían en marcha cada día
coincidiendo con la hora en que la feria del libro abría sus puertas y
culminaban su proceso, ya fuera el llenado completo de agua del tanque
acristalado o el total achicamiento de la celda, al punto de la hora de cierre
del evento.
A
los autores independientes que estuvieran dispuestos a jugarse la vida por sus
obras, se les ofrecía promocionar sus libros introduciéndose en las celdas del
doctor Moreau. Por cada libro que pudieran vender se dejaba libre un centímetro
de separación entre paredes o, bien, otro centímetro que no era cubierto por el
agua; por lo que quedaba en manos del público comprador el salvar la vida de
los escritores expuestos. Cada comprador tan sólo podía adquirir un único
ejemplar. A los supervivientes se les premiaría con un contrato con una
editorial para su próxima obra, libre de coediciones u otras trampas similares.
A la atracción se la denominó “Los doce autores del patíbulo”, y la ubicaron en
la zona próxima a los váteres portátiles. Contra todo pronóstico se cubrieron
todas las plazas ofertadas y aún quedó una lista de espera. El doctor Moreau
declaró enfático que no se podía subestimar el poder del ego. De inmediato los
admitidos comenzaron a anunciar con frenesí en las redes sociales que ellos
iban a estar presentado sus libros en la principal feria del libro del país
como lo hacían los más grandes autores internacionales.
Se
esperaba que la empatía, la piedad, el humanismo, la solidaridad y la compasión
del público reaccionase ante aquel chantaje moral y evitara la muerte de todos
y cada uno de los autores prestos al martirio, pero el resultado fue el
contrario. Incluso muchos de los amigos
y familiares de los escritores participantes que se habían visto, alguna vez,
en el compromiso y en la molesta tesitura de tener que comprarles aquellos
libros que no les interesaban en absoluto, se alegraron de ver como aquellos
latosos morían.
Los visitantes de la feria -en su mayoría
familias con niños-, asistieron encantados a las truculentas ejecuciones de los
escribanos. Enseguida se llenó la zona de gentío y aparecieron vendedores
ambulantes de altramuces y pipas y lateros para atender a un público que
disfrutaba de lo lindo con los lamentos, muecas y estertores de la muerte de
aquellos desgraciados. En el primer día
fallecieron todos los autores. El reventón del abdomen, el crujir de los huesos
o los ojos saliéndose de las órbitas, provocaban oleadas de aplausos
espontáneos entre los curiosos. Los ahogados recibían menos atenciones, por lo
que en la segunda jornada las celdas destinadas a aplastamientos se
incrementaron hasta las diez unidades y sólo dos se dejaron para la asfixia por
agua. Pero el show no sólo atraía por sus aspectos truculentos; también
gustaba por la forma en la que los escritores penitentes afrontaban la muerte;
unos pidiendo auxilio, otros rezando, los menos, impertérritos con dignidad
estoica. La muestra tuvo mucho éxito entre psicólogos, forenses, traumatólogos
y actores en búsqueda de inspiración para componer sus papeles. Por supuesto,
además de concitar la atención del público, que llegó a ser una muchedumbre, los
medios de comunicación acudieron en tropel. Para muchos de los fallecidos valió
la pena morir con tal de ser entrevistado en un matinal de televisión de una
cadena generalista y poder hablar de su libro, cinco minutos de gloria que los
absolvían de una vida de anonimato. Uno de los autores sufrió un orgasmo al ser
entrevistado en directo por una cadena televisiva de los Estados Unidos.
El
segundo día, un autor de haikus participó vestido de samurái y gritando “¡banzai!”
a cada rato sin venir a cuento, otro iba de torero y una tercera autora de
romance erótico; una señorita joven y de buen ver, entró en la celda con el
traje de Eva, lo que conllevó que numerosos hombres rijosos se agolparan en
torno a la instalación para piropearla. El libro de la chica, titulado: “Este
cuerpazo destinado a ser pasto de gusanos, mejor que los disfruten los
humanos”, se vendió en suficiente cantidad para salvarle la vida. Aquella artimaña
por parte de la joven, obligó a la dirección de la feria a realizar cambios
para que no les troleasen o se llenase de personajes extravagantes con ganas de
exhibirse. A partir del tercer día todos los autores deberían introducirse en
las instalaciones vestidos con atuendos de jugadores olímpicos de vóley playa y
quedaba prohibido desnudarse. El doctor Moreau, al que su mente científica no
le había privado del sentido del espectáculo, añadió la novedad de que les
untarán los cuerpos con aceites y que en cada hora en punto levantaran el brazo
haciendo el saludo a la romana y exclamasen: “¡Ave público! Los que van a morir
te saludan”, para regocijo del respetable -a los más pedantes se les permitió
que recitaran la frase en latín-.
El
éxito de las ejecuciones -en París se fletaron vuelos chárter con turistas
nostálgicos de la época en que las guillotinas llenaban las plazas, para
desplazarse a la feria del libro- provocó el resquemor entre los demás
escritores “convencionales”. Un autor mediático y presentador de televisión,
que promocionaba en la feria un libro escrito por sus guionistas, despotricó,
verde de envidia, contra la “atrocidad” que se estaba cometiendo. Un escritor
exquisito, con sillón en la Real Academia de la Lengua, deploró que el populismo,
el tremendismo, la zafiedad y el mal gusto, se hubiesen apropiado de una feria,
otrora, pasarela de la cultura. En cambio, otra pluma aguerrida, celebraba que
aún quedasen escritores con “cojones u ovarios” de estar dispuestos a morir por
sus letras, aunque lamentaba los métodos escogidos para su ejecución, abogando
en próximas ediciones por el garrote vil, “algo muy nuestro y genuinamente
español”. La presidenta regional, por su parte, se negaba a clausurar el
evento, alegando que su comunidad autónoma era un “oasis de libertad” y que iba
en contra de su filosofía prohibir un emprendimiento que cosechaba un éxito tan
fulgurante. La dirección de la feria alegaba que los autores participantes habían
firmado un acta notarial que les exoneraba de cualquier responsabilidad en caso
de muerte o lesiones.
La
masacre iba viento en popa hasta que en el penúltimo día murió aplastad@ un@
joven@ poet@, activist@, de género no binari@, poliamoros@ y perteneciente a
una minoría racializada. Fue entonces cuando la progresía salió en tromba y la
polémica estalló en todo su fragor, haciendo que las tertulias nocturnas de
televisión y radio casi no hablasen de otro tema, mientras las redes sociales
ardían y la muerte del/la poet@ se convertía en trending topic. A la
mañana siguiente, último día de la feria, se cancelaron las ejecuciones, los
autores seleccionados se quedaron cabreados y sin promocionar sus libros y con las
secuelas psicológicas causadas por el síndrome del kamikaze frustrado. Los cadáveres
de los autores fueron enterrados en una fosa común sin nombre alguno que los
identificara, para así poder disfrutar de su anonimato para toda la eternidad.
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