La revista mexicana "Errancia" ha publicado mi relato "Un indigente" en su número 24
https://www.iztacala.unam.mx/errancia/v24/errancia_24.html
UN
INDIGENTE
El doctor apagó el cigarro puro con
un enojo contenido, a la madre superiora le molestaba que se fumara entre los
muros del convento y no se estaba de recordárselo con el tono de una maestra
que riñe a un colegial. Una vez más,
como tantas otras veces, el médico se preguntó, antes de levantar el picador de
bronce de la aldaba en forma de mano atornillado a la puerta principal, si
tenía alguna utilidad aquellas visitas. El galeno mantenía abierta una consulta
en la zona burguesa de la urbe y disfrutaba de una nutrida clientela que no le
discutía los honorarios, pacientes a los que podía someter a sus terapias en
profundidad y aspirar a la sanación de sus trastornos. ¿Pero, qué podía
conseguir visitando gratuitamente una vez al mes a los pordioseros que acudían
al convento en busca del caritativo plato de sopa? Recetar algún medicamento,
una somera evaluación y, en los casos más desesperados, mandarlos al hospital
de beneficencia, con la seguridad de que si eran internados en un manicomio
serían torturados con métodos crueles y acabarían volviéndose locos
irrecuperables. Sin embargo, un sentimiento de culpa por sólo dedicar sus
atenciones a pacientes adinerados le llevó a comprometerse con las hermanas
cuando éstas acudieron a su consulta a solicitar sus servicios.
Una de las monjas abrió la puerta,
sobre el hábito mostraba un delantal enharinado. Sin que el doctor le
preguntase nada, la hermana se disculpó: “Perdone mi aspecto, estábamos
haciendo dulces”. El médico se preguntó si aquella desmesurada laboriosidad en la
que siempre estaban metidas las monjas no sería una forma de subliminar una
libido reprimida por el voto de castidad. La hermana acompañó al doctor a la
biblioteca del convento que hacía de improvisada consulta cada último jueves de
mes.
Al cabo de unos minutos, Sor Elena,
la Madre Superiora, apareció en la biblioteca. Era una mujer de apariencia
robusta y carácter enérgico. Saludó al doctor dándole la mano y agradeciéndole,
como hacía cada vez que le veía, que hubiese acudido a su cita habitual. El doctor
se hallaba ligeramente malhumorado; ¿Qué hacía allí? se preguntaba, con su último
libro de psicología pendiente de redactar y el editor apremiándole para que le
entregara el manuscrito.
-Tengo un paciente para usted
-anunció la monja.
-Supongo que un borracho con delirium tremens o algún otro desdichado
que ha enloquecido por la sífilis -respondió con desdén el doctor.
-No, se trata de un joven abstemio y
casto, creo -informó la monja. El galeno la observó con interés tras sus gafas
redondas.
-¿Un joven abstemio y casto? ¿Un
monje?
-No, no es monje. Creo que es
anticlerical.
-¿Es anticlerical y le están
ayudando?
-Jesús cuando hacía el bien no
preguntaba a nadie por sus creencias. Usted no es católico y nunca nos ha
importado. Fuimos a verle porque es usted el mejor alienista del mundo.
-Le aseguro hermana que no es para
tanto.
-Y eso que al obispado no le gustó mi
idea de que colaborara con nosotros, sus teorías son tan…controvertidas.
-¿Y qué le pasa? -atajó el doctor, que
no tenía ganas de discutir con la monja sobre cuestiones de ciencia médica.
-No está loco…, creo. Es diferente a
los demás, habla con propiedad, se nota que ha leído bastante. Y hace unos
dibujos muy hermosos.
-Joven instruido que no es
alcohólico, no es sifilítico y con dotes artísticas. No comprendo porque está
aquí. ¿Acaso no se puede ganar la vida por sí mismo?
-Me explicó que ha intentado ganar
dinero paleando nieve, pero como carece de ropa de abrigo no estaba en
condiciones de aguantar mucho tiempo. También me contó que estuvo merodeando
por la estación de ferrocarril del oeste ofreciéndose a llevar los equipajes de
los pasajeros a cambio de una propina, pero que éstos no confiaban en él debido
a su deplorable aspecto.
-No me diga.
-No me extraña, cuando llegó aquí
para que le sirviéramos el plato de sopa que damos a los pobres, su aspecto era
mísero, desaliñado, vestía un traje azul a cuadros desharrapado, pantalones
llenos de agujeros y zapatos rellenos de papel. Su apariencia era tan
calamitosa que el resto de los vagabundos de la fila hacían comentarios de
desaprobación y rechazaban relacionarse con él. Se mofaron de él, y él lleva
muy mal las burlas. Al parecer tiene un carácter muy susceptible.
-Pero, usted, sor caridad, lo atendió
-sonrió el doctor.
-Sor Elena, si no le importa. Y sí,
¡por supuesto! Estaba cansado, hambriento, con los pies llagados y comido por
los piojos. Le proporcionamos baño y desinfectamos sus ropas. Le dimos sopa y
pan. Y le dejamos que se echara en el camastro de la celda que reservamos a las
hermanas que vienen a visitarnos para que descansara un poco y se repusiera.
Pero, como comprenderá, no somos un albergue ni un hotel, antes de que se
hiciera de noche se tuvo que marchar. Ahora duerme en la calle y desde hace
tres semanas viene cada mediodía a que le demos de comer. Nos pidió lápices y
papel y ha hecho algunos retratos del edificio del convento y del altar,
verdaderamente preciosos, y nos lo ha regalado en agradecimiento. Él no debería
estar aquí.
-¿Y qué puedo hacer yo? ¿Qué
pretende, hermana, que lo adopte? Si no está aquejado por ninguna enfermedad
mental mi cometido es infructuoso.
-Ese joven está padeciendo un
inferno. Sufre, sufre mucho, he visto el dolor reflejado en sus ojos -el médico
pensó que por algún extraño motivo la madre superiora se había encariñado con
aquel sujeto al que describía de manera tan peculiar.
-¿Ese tal…?
-Dice llamarse Alois.
-¿Dice?
-Hay otro vagabundo que asegura que
no es su nombre verdadero, que es un pseudónimo. Parece que siente vergüenza de
haber caído tan bajo y oculta su identidad real.
-¿Y está aquí?
-Sí, espera en el refectorio.
-Hágalo pasar, me interesa el caso.
Ante el doctor apareció un joven
flaco y vestido con andrajos. Sus cabellos -que asomaban bajo un sombrero de
fieltro astroso- eran negros y le llegaban a los hombros. Estaba mal afeitado y
un rastrojo de pelos oscuros cubría su barbilla. Las facciones de su rostro
eran serias y se mostraba ceñudo.
-Herr
Alois, mi nombre es…
-Preferiría llamarle herr doktor, si no le importa -le
interrumpió el joven.
-¿Y eso?
-Creo en la autoridad y por ello me
parecería impropio establecer familiaridades con usted, ¿no sé si me comprende?
-¿Cree que un doctor en medicina ya
es una autoridad que exige un trato deferente y distante?
-¡Por supuesto! ¿Usted no lo cree
así?
-Tome asiento, se lo ruego -el médico
se sentó tras la robusta mesa de roble del despacho de la biblioteca y el joven
frente a él. Se hizo un silencio. Durante un rato la mirada del paciente vagó
por los anaqueles cargados de libros.
- ¿Le gusta leer? -preguntó el
doctor.
-Mucho. Leer y escuchar las óperas de
Wagner son mis dos pasiones.
-¿Y eso le hace sentirse superior?
-¿Perdón?
-El tener hábito lector y disfrutar
con la música culta, ¿le hace sentir superior?
-¿Superior a quién?
-A sus compañeros de infortunio que
vienen a tomar cada día su plato de sopa.
-¿A esos? ¡No, qué va! Yo nunca me
comparo con los demás, porque en el momento en que lo hiciera me estaría
insultando a mí mismo.
-¿No le importa la opinión de los
demás?
-No mucho. El hombre es más poderoso
cuando está sólo. Mis inclinaciones intelectuales y artísticas sólo tienen que
ver con mi espíritu.
-¿Seguro?
-La música no es una actividad
intelectual, es una materia espiritual, se siente o no se siente.
-¿Y la lectura?
-Creo que no basta con, simplemente,
leer. Conozco gente que lee muchísimo, libro tras libro, pero a la yo no
calificaría de bien leída. Aunque es indiscutible que poseen una masa de
conocimiento, su cerebro es incapaz de organizar y registrar el material que
han introducido en él. Carecen del arte de diferenciar lo que es valioso en un
libro de lo que no tiene valor. Leer no es un fin en sí mismo, sino un medio
para un fin. El que domina el arte de la lectura correcta se da cuenta de ello
y reconoce inmediatamente aquello que merece recordar de forma permanente.
-Y usted lee correctamente, ¿supongo?
-Supone bien y me he visto felizmente
apoyado en esta tarea por mi memoria prodigiosa y mi inteligencia.
-Entiendo.
-Herr
doktor, yo no estoy loco.
-No me lo parece.
-Ignoro lo que le ha contado de mí la
madre superiora.
-Ha hablado bien de usted, descuide.
-Me alegra escuchar eso.
-Casi la totalidad de mis pacientes
no están locos. Sin llegar a la locura todos tenemos aflicciones de carácter
espiritual, aunque yo prefiero denominarlas dolencias psicológicas.
-Yo estoy perfectamente. No soy uno de
los débiles mentales que usted trata. Yo odio la debilidad de todo tipo.
-¿Por qué?
-La vida no perdona la debilidad. Aquel
que quiera vivir debe luchar. Y quien no quiera luchar en esta vida, donde la
lucha permanente es la ley de vida, no tiene derecho a existir.
-¿No le parece muy drástico lo que afirma?
-¡En absoluto! Se trata de puro
realismo. Si ganas no necesitas dar explicaciones, pero si pierdes, no deberías
estar ahí para explicar nada.
-¿Anulamos la compasión?
-La compasión es una rémora. ¿Ha leído a
Nietzsche? Él lo explica muy bien. Cado uno crea su propio universo moral. Si
quieres brillar como el sol primero debes arder como él.
-Pero gracias a la compasión de las hermanas,
usted está comiendo caliente en estos momentos.
El rostro del joven, cuyas facciones se habían ido distendiendo
a medida que la conversación se volvía más personal, se agriaron súbitamente.
-Le decía que yo no estoy loco. Usted ya
lo habrá podido constatar, tiene experiencia al respecto, se pasa el día viendo
chiflados -cambió de tema el indigente.
-¿Si está perfectamente para qué ha
accedido a verme?
-Es usted un doctor, un hombre con conocimientos,
cultura, clase.
-¿Y?
-Por las circunstancias me veo
obligado a relacionarme con las clases inferiores.
-Y lo lleva mal, imagino.
-No sé qué me horroriza más de esa
gente; si su miseria económica, su tosquedad moral y ética o el bajo nivel de
su desarrollo intelectual. Entienda que
en el pasado yo me relacionaba con círculos y estratos que llamaríamos… -el joven hizo y una pausa y buscó la
palabra-, pequeñoburgueses, apenas tenía relación con los trabajadores puramente
manuales.
-Comprendo.
-Tenía una necesidad, casi física, de
mantener una conversación con alguien con una posición como la que usted
detenta. Ya se habrá dado cuenta que yo no tendría que estar aquí, en este
convento.
-¿Por qué usted es…?
-¡Un artista!
-Sí, me han dicho que dibuja.
-¡Y pinto! acuarelas, mayormente. Pero ahora me interesa más la arquitectura.
-Bien, como ya le han informado, soy
doctor alienista. Uno de los campos de estudio es el de las personalidades y
respecto a la suya reconozco que la encuentro muy interesante. ¿Me permite que
le haga unas preguntas de índole personal y que tome notas?
-Sí, ¿por qué no? -el joven se
arrellanó en la silla, sus rasgos se habían distendido de nuevo y parecía que volvía
a encontrarle gusto a la charla.
-¿Viven sus padres?
-No.
-¿Qué relación tenía con su padre?
-No muy buena. Yo lo honré como
padre, claro está. Pero era muy severo conmigo.
-Le pegaba.
-Sí, a menudo.
-¿Y con su madre?
-Me amaba y yo a ella. Me mimó,
aunque tampoco quiero que se haga la idea de que yo fui un niño mimado. Su
muerte fue para mí un golpe atroz.
-Pasemos a otro tema: ¿Tiene novia?
-No.
-¿Ha tenido novia?
-Tampoco.
-¿Por qué?
-Me he propuesto adoptar una forma de
vida estrictamente moral.
-¿Debo inferir que no le gustan las
mujeres?
-¡No soy marica, si eso es lo que ha
querido insinuar! -protestó el joven.
-Le creo, le gustan las mujeres.
-En efecto.
-Frecuenta prostitutas…, si tuviera
dinero para ello, quiero decir.
-No, estoy en contra de la
prostitución.
-Y…, perdone por el atrevimiento, si
no quiere no me responda a lo que voy a preguntarle.
-Siga.
-Y cuándo experimenta deseos
carnales, ¿se masturba?
-No, también estoy en contra de la
masturbación. Pero no sé a dónde quiere ir a parar.
-¿Es usted virgen?
-No voy a contestarle a eso.
-Usted ha presumido ante las hermanas
de ser célibe, ¿tiene intención de permanecer siempre en ese estado
indefinidamente?
-No, aspiro a casarme algún día.
-¿Qué opina de las mujeres?
-No tengo una opinión concluyente
acerca de ellas.
-Algo opinará.
-Bueno, mi ideal de mujer es una
cosita ingenua, bonita, adorable, tierna, dulce y estúpida.
-¿Estúpida?
-Sí, claro. Y le diré algo más: tengo
la convicción de que la mujer prefiere inclinarse ante un hombre fuerte a
dominar a un pelele.
-Entiendo, pasemos a otra cosa: ¿por
qué cree que se halla en una situación tan desfavorable que tiene que recurrir
a los servicios de este convento?
-¿No quiere saber más cosas de mi
vida? -al joven parecía encantarle ser objeto de interrogatorio.
-Nada me gustaría más que profundizar
más en su biografía, pero, desgraciadamente, carezco del tiempo que se requiere
para ello. No obstante, le diré que las informaciones que me ha proporcionado
son muy valiosas para mis estudios.
-¡Ah sí!
-Le preguntaba si conoce las causas
que le han llevado a la indigencia.
-No me considero un indigente.
-A sus circunstancias actuales.
-Soy artista, pero no me aceptaron en
la Academia de Bellas Artes.
-¿No consideraron que tuviera
talento?
-No están capacitados para juzgarme,
allí no comprenden el verdadero arte, habría que volar la Academia. En mi caso
lo que ocurrió es que me tendieron una trampa con el único fin de arruinar mi
carrera.
-¿Cree que hay una conspiración
contra usted?
-Sí, no tengo duda al respecto. No
sería tan raro. Ya sabe lo que dijo Jonathan Swift.
-No, no lo sé.
-Cuando aparece un gran genio en el
mundo se le puede reconocer por esta señal: todos los necios se conjuran contra
él.
-O sea, que hay una conspiración
universal contra su persona.
-No, no la llamaría universal. Si
acaso, mundial -rio el joven.
-¿Y cómo la llamaría?
-Es una conspiración… -declaró el
joven, acercándose al doctor y bajando la voz -, semita.
-¿Perdón?
-Los judíos son los culpables de todo
lo malo que me ha ocurrido y de qué me halle en esta situación aciaga.
-¿Habla en serio?
-Como lo oye. Ellos, los judíos, comenzaron a machacar
mi existencia, incluso antes de que yo naciera.
-¿Antes de que naciera?
-Deje que le explique. Mi padre era ilegítimo, un
bastardo. Mi abuela paterna María Anna se quedó embarazada del barón de
Rothschild cuando trabajaba de sirvienta para en la mansión que el millonario
tenía aquí, en Viena. Y el barón, en vez
de hacerse cargo del retoño, largó a mi abuela para su pueblo. Si hubieran
reconocido la filiación de mi padre, ahora yo y mi familia seriamos ricos, ¿lo
comprende?
-¿Y a ese incidente le llama usted una conspiración?
-Es que hay más todavía. Cuando yo estudiaba en la
escuela, ya se imaginará que era el más inteligente de todos. Pero, ¿a quién
ponían de ejemplo constantemente mis profesores? ¿a mí? ¡No! A un compañero de
aula, a un niño insoportable llamado Ludwig Wittgenstein, ¡a un judío! Y, por
si no le parece suficiente, fue un judío, el doctor Bloch, el que mató a mi
madre.
-Por ahí no paso, Herr Alois. Los médicos
juramos salvar la vida de nuestros pacientes. Me es imposible admitir que ese
doctor mató a su madre con el único propósito de que usted sufriera
-Comprendo su escepticismo, pero a los hechos me
remito. ¿Casualidades? Yo no creo en las casualidades. Cuando me presenté a
ocupar la plaza en la Academia de Bellas Artes, estaba convencido
que aprobar sería un juego de niños. Era tal mi seguridad que cuando recibí el
suspenso fue como si cayera sobre mí un rayo desde el cielo. ¿Y sabe a
quién le concedieron la plaza aquellos académicos judíos? A un tal Óscar
Kokoschka, ¡otro judío! ¿Cómo no? Se ayudan entre ellos para marginar a los
arios. Yo debería estar en la Academia y estoy aquí, tirado en el arroyo por
culpa de los judíos. Algún día tendré poder y les haré pagar por todo lo que me
han hecho.
-Obviamente es usted racista.
-¡Por supuesto! ¿Usted,
no? ¿Cómo no serlo? Viena es una Babilonia racial plagada de judíos. Donde
quiera que voy veo judíos y, cuanto más veo, más claramente se diferencian a
mis ojos del resto de la humanidad. La
personificación del diablo como el símbolo de todos los males asume la forma de
vida del judío. Incluso huelen diferente.
-¿Está usted seguro de sus…, cómo llamarlas?...
teorías.
-Completamente.
-Pues deje que me presente: me llamo Sigmund Freud y
soy judío.
-No, doctor, usted no es judío.
-Le aseguro que lo soy.
-¿Va a cobrarme dinero por esta sesión de… terapia?
-No, es gratuita, la hermana ya se lo ha explicado.
-¿Lo ve? ¡Usted no puede ser judío! De lo contrario me
cobraría, ¡menudos son ellos con el dinero! -el joven se echó a reír.
-Aquí acaba la sesión. ¡Márchese! hágame el favor.
Al poco rato regresó la madre superiora y advirtió el
enojo del psiquiatra.
-Dice que usted lo ha echado, pero cree que es una
broma. ¿Qué ha pasado, doctor?
-No sé cómo puede caerle simpático. ¿Conoce el mito de
Narciso, el que estaba enamorado de sí mismo?
-Sí.
-Pues este individuo es igual. Aquellos que no tienen amor
más que para sí mismos, son invariablemente malas personas, monstruos morales.
-Doctor, no me diga eso. Con los modales que gasta, no
dice tacos ni reniega, es tan diferente a los otros -declaró la monja, que dudaba
del dictamen del médico.
-Se lo digo. Su soberbia es patológica, necesita
desesperadamente aceptación y es incapaz de adecuarse a su insignificancia
personal, a su fracaso y a su mediocridad. Tiene delirios de grandeza.
-Él no ha salido con tan mala opinión de usted. ¿Es
verdad que lo va a citar en uno de sus estudios?
-¿Para qué iba a hacer tal cosa?
-Bueno, pues si lo hace, me ha pedido que cite su
nombre verdadero.
-No se moleste en decírmelo. Cuánto antes olvide está
enojosa entrevista, mejor.
-Cómo usted quiera doctor, pero le he prometido que se
lo diría, el joven se llama Adolf Hitler.
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