DESDE LA CAVERNA
Sois entre veinte y treinta individuos.
Vuestro número oscila al compás de las muertes, mayormente violentas. Al
amanecer brotáis de la gruta. Los hombres os aprestáis para la caza, las
mujeres recolectaréis bayas, hongos y raíces del bosque cercano.
Los osos y los lobos os acechan. Los
accidentes mortales son frecuentes. Esquivar a la muerte, buscar alimentos y
agua, comer, defecar, orinar; y, ya con el estómago lleno, fornicar y después
dormir, no hay nada más. Vuestra vida consiste en esa sucesión de acciones.
Vivís permanentemente al borde del
abismo. Un invierno duro y largo, un verano de sequía, una epidemia, os pueden
condenar a la extinción. A veces, empujados por la necesidad, os veis obligados
a partir y buscar una nueva caverna en otro lugar en el que la caza abunde y
los manantiales no se hayan secado. En vuestra migración cabe la posibilidad
que os topéis con otro grupo de humanos y luchéis contra ellos. La piedad es un
lujo desconocido. Se mata al otro. La supervivencia se impone… hasta el
canibalismo. Devoráis a los enemigos.
En lo más profundo de la caverna, por
las noches, alrededor de una exigua fogata, el más viejo del grupo os cuenta
historias. El argumento siempre es el mismo: el del héroe, el cazador más
valiente que salva al grupo de alguna calamidad. Por alguna razón misteriosa
esas narraciones os apaciguan.
Tú, la mujer pelirroja del grupo, te
preguntas, tras escuchar al viejo, si hay algo más o la existencia tan sólo
consiste en sobrevivir a la próxima jornada. Hace poco murió tu hijo y lo
sentiste, aunque vuestra vida no os deja mucho espacio para el duelo. Hiciste
un hoyo, en el bosque, a los pies de un cedro y lo enterraste con tu bien más
preciado, una aguja de asta de reno. El viejo que narra historias desvaría y a
veces afirma que hay vida más allá de la muerte en dónde gozáis de la compañía
de seres invisibles que os protegen. Tú crees en ese más allá e imaginas que tú
niño vive y juega con los héroes invisibles y que trueca la aguja por una punta
de lanza.
Quizás, mujer, pienses que esta vida sea
tan sólo un sueño del que despertamos cuando morimos. Habitada por una
inquietud sin nombre, impulsada por una fuerza desconocida que te abrasa,
agarras un carboncillo, una ascua apagada, y dibujas en las paredes de la cueva
la silueta de un bisonte, un caballo, una cabra... Sobre una piedra cóncava, la
médula del tuétano de un ciervo arde y hace la función de luminaria. Los otros
miembros del grupo te interrogan, no entienden por qué haces eso, ni qué ganas,
ni por qué prefieres quedarte en la caverna a pintar esas cosas en lugar de
salir a recolectar, aun cuando tu estómago esté rugiendo a causa del hambre.
Respondes que ignoras los motivos que te llevan a pintar, que te basta con ver
que el resultado es hermoso y que el desasosiego que te azora desaparece cuando
el tizón se desplaza por la pared de piedra.
Tus compañeros acaban por respetarte, de
la misma manera que aprenden a admirar esas pinturas que crecen, que se
embellecen y que se visten de color. La existencia sigue siendo igual de
brutal, pero, por unos instantes, al contemplar el panel de los animales
pintados, todos vosotros experimentáis un sentimiento inidentificable, una
noción colectiva, vaga y evanescente: la ilusión de que, quizás, la vida no se
agote en la estricta supervivencia.
Relato finalista en el I CONCURSO LITERARIO NO PRESENCIAL "SENSACIONES DE ZUHEROS"
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