viernes, 16 de diciembre de 2022

LAS PRIMERAS CINCO PÁGINAS DE MI NOVELA "EL EQUÍVOCO (EL EVANGELIO SEGÚN JUDAS DE NAZARET)".

 

Mi nombre es Judas. También soy conocido como Tomás o Dídimo, que en arameo y griego significan, respectivamente, “el gemelo”. Soy el hermano gemelo de Jesús de Nazaret. Y en estas escrituras narro la historia verídica del que es conocido como “el Cristo”.

Un equívoco se propaga por todas las naciones. Y en el nombre de este equívoco hay quien es perseguido, sufre tormento y es conducido a la muerte. Es vital que la verdad irrumpa y se afiance en los corazones de los hombres, sobre todo ahora que se cuentan tantas historias falsas acerca de mi hermano.

Por citar tan solo una de las mentiras que se han vertido, basta mencionar el relato que el apóstol Juan hace de las andanzas de su Maestro. Juan afirma que había un discípulo a quién Jesús amaba –al que no nombra, aunque parece referirse a sí mismo–, insinuando que entre el Maestro y el discípulo pudiera haber existido una relación que fue más allá de lo fraterno, similar a la que practican muchos griegos.

Desenmascarar, pues, el fraude en todas sus facetas es el propósito que persigo con mi testimonio. Sé que mi cobardía durante estos años pasados no tiene disculpa, pero no me ha sido posible alzar la voz hasta que he traspasado las fronteras del mundo conocido; de haberlo hecho antes hubiese acabado como mi hermano –aunque también admito, para mi vergüenza, que he tardado demasiado, que he dudado en exceso antes de tomar el cálamo–. Sin más dilación, comience aquí mi Evangelio:

Es difícil describir lo que supone tener un hermano gemelo, piensen por un momento que esa pálida imagen que contemplan ante el bruñido espejo no fuese tan solo un reflejo mudo y plano, sino que hubiese otra persona con ese rostro, los mismos ojos, idéntico color de pelo, la misma curva de la boca, que incluso bostezara igual que uno. Otra persona que hubiese estado a su lado desde siempre y en todo momento, que anduviese, vistiese y se moviese de una manera pareja a la suya. Si hubiesen vivido esa experiencia comprenderían que un gemelo no es un hermano ordinario y, entonces, sabrían, con rotundidad, que la relación con ese hermano sería el vínculo más especial que hubieran podido establecer jamás con persona alguna. 

El Señor me había bendecido con la existencia de mi hermano Jesús –cuyo nombre significa “Dios salva”–, aunque aquella fue una vivencia malograda, pues ya en mi más remota infancia se fue abriendo entre ambos un foso que nos separó de una manera casi violenta. En cuanto tuve uso de razón me percaté de que mi hermano no era como yo, en muchos aspectos, ni era como otros niños; mi hermano era diferente. El que crea dirá que, siendo el Hijo de Dios, no podía ser igual que el resto de mortales; pero no es eso a lo que me refiero. Jamás advertí en mi hermano nada maravilloso ni sobrenatural pues comía, bebía, dormía y le afligían las necesidades del cuerpo igual que a cualquier semejante. Nadie lo investigó tanto como yo y no encontré en él nada milagroso. Mi hermano era especial porque era distinto, era mucho más sensible que lo que suele ser el común de los humanos. Así, desde niños fueron divergiendo nuestros caracteres. Jesús: reservado, generoso, compasivo, reflexivo, inteligente, pacífico, dispuesto siempre a contemplar la luz en los demás. En cambio, yo: jactancioso, egoísta, cruel, desconfiado, impulsivo, astuto, violento, duro.

Fueron mis padres, y en particular mi madre, los primeros en descubrir que mi hermano era diferente. Se hace difícil comprender que, en ocasiones, los padres no traten a los hijos por igual pese a sus deseos más sinceros en ese sentido. El hijo tullido, el enfermizo, el descarriado, aquel con más dificultades para valerse en la vida, recibirá una mayor porción de atención, cariño y disculpa que los demás. Por aparecer, mi hermano, en primer lugar, a la luz del mundo desde el útero materno, él era el primogénito; pero las obligaciones, responsabilidades y asperezas de la primogenitura recayeron sobre mis hombros, mientras que Jesús era protegido y mimado hasta el ridículo por nuestra madre. Yo me moría de celos, pero nuestra madre, lejos de negar que le amaba más que a mí, me contaba que un ángel se le había presentado siendo ella virgen para anunciarle que Jesús sería llamado Hijo de Dios y reinaría sobre la casa de Jacob. Revelación a la que mi progenitora añadía otras señales que corroboraban la excepcionalidad y santidad de mi hermano, como aquella que nos explicaba que Jesús nació con abundancia de cabello y yo casi calvo. Todo esto me fue dicho a una edad en que uno se cree cualquier cosa que le digan los padres. Es lógico que yo sufriera pues no entendía por qué el ángel había encumbrado a mi hermano, mientras a mí se me relegaba, siendo ambos tan idénticos (nadie ajeno a la familia nos distinguía, aunque quizás los ángeles sí pudieran hacerlo). Y soñaba con un tropel de seres celestiales que, en mis sueños, corregían la primigenia injusticia, y yo tomaba la posición de mi hermano mientras que él se desvanecía y era mío, entonces, el trono de David. Durante el día, cuando mis padres miraban para otra parte, aprovechaba para atizar a mi hermano cuanto podía; él lloraba, y mi padre, que sabía lo que yo había hecho, me propinaba, sin tan siquiera preguntarme por mi maldad, un correctivo con una vara de olivo que tenía preparada para tal fin. Desde que tuve uso de razón supe que mi madre era una mujer herida y que detrás de aquella historia increíble que nos narraba, latía un oscuro y vergonzante secreto de familia.

Mis lamentaciones no se agotaban en el seno de mi familia. Mi hermano era diferente y la diferencia se paga. Y si esa diferencia consiste en una mayor sensibilidad y bondad, entonces se paga doblemente. Los niños, con su crueldad inocente e implacable, tienen un olfato finísimo para identificar y dañar al que es distinto. Mi hermano Jesús sufrió el acoso por parte de los críos de mi aldea apenas supo caminar; se burlaban de él y le maltrataban, le apodaron “el niño loco”. Además, para agravar la situación, Nazaret al completo sabía que mi madre se había casado con mi padre estando embarazada de otro hombre –del que nunca se conoció su identidad porque mi madre jamás la reveló–; y era por ello que nuestros vecinos añadían a nuestro nombre el apelativo de “hijo de María”, mientras que mis otros hermanos fueron conocidos como “hijos de José”. Sin embargo, a mi madre la acabaron tolerando pese a su condición de pecadora, por pura conveniencia, por ser ella la única mujer de la localidad que peinaba, cortaba y arreglaba los cabellos con ocasión de las bodas y otras ceremonias solemnes y por ser su esposo el único carpintero y albañil de la aldea; y eso, a pesar de que Anás, el escriba,  jamás cejó de soliviantar al pueblo exigiendo nuestra expulsión del vecindario, acusando a nuestra familia de ser un mal ejemplo, “la vergüenza de Nazaret”. Bien es sabido que el interés y la conveniencia –y también el dinero, aunque no fuera este el caso, – vuelven respetables a aquellos que no deberían serlo conforme a sus faltas. En cambio, a nosotros dos, a sus hijos, los niños de Nazaret –que no se sentían concernidos a mostrarse hipócritas o condescendientes– nos recordaban nuestra bastardía con una cotidianidad de insultos y golpes, agravadas las ofensas por el silencio cómplice de mis padres que nunca levantaron un dedo para defendernos, ya que mi madre, en tanto que adúltera, vivía como una judía entre gentiles, al resguardo de una tolerancia frágil que podía decaer en cualquier momento. Para hacer más hiriente la situación de Jesús y la mía, he de añadir que nuestros hermanos Santiago, José, Simón, Salomé y Susana, que nunca fueron molestados por nadie, –ya que eran hijos legítimos–, rara vez se preocuparon en acudir en nuestro auxilio, demostrando su escasa lealtad fraternal. 

En lo que a mí se refiere, deciros que yo no daba abasto rescatando a Jesús, una y otra vez, de algún altercado en el que era golpeado por los niños de la vecindad; no por amor a él, sino por salvaguardar el maltrecho orgullo de la familia. Y era habitual que, tras el incidente, fuera yo el que golpeaba a mi hermano por su indignidad al no defenderse ante quienes le acometían. No diré que Jesús fuera cobarde, pues no huía y se enfrentaba con palabras firmes a sus agresores, pero no recurría a la violencia. Una vez que le reproché su actitud, me respondió que él, las bofetadas, las daba sin manos. Yo, que por defenderlo andaba sangrando profusamente por la nariz y por la ceja izquierda, me exasperé con un deseo, a duras penas reprimido, de herirle:

–¿Qué quieres decir?  No te entiendo –le interpelé.

Cuando ellos sean mayores y recuerden sus actos, se avergonzarán tanto, que el dolor que sientan será mucho mayor que el que pudiera causarles respondiendo a sus golpes.

–¿Esa es tu venganza?

No es venganza; simplemente, en esta vida se recoge lo que se siembra.

Atrapé sus cabellos e iba a estirarlos hasta que le saltaran las lágrimas, pero, no sé por qué, me detuve y, en cambio, mojé mis dedos con mi sangre y los froté contra su rostro. Fue tan aguda la expresión de dolor que cubrió su semblante que me sobrecogí y desde entonces no volví a ponerle la mano encima. Contábamos diez años de edad.

Durante su infancia, mi hermano mantuvo una relación intensa con nuestro vecino Baraquia, rabino de la sinagoga de Nazaret, con el que pasó conversando muchas horas acerca de las cosas santas. El rabino era un buen hombre y sentía por nosotros una misericordia sincera. Jesús y yo teníamos prohibida la entrada a la sinagoga, en tanto que bastardos. Era algo que nos dolía, sobre todo durante la celebración de la fiesta del Purim, en la que se procede a la lectura del Libro de Ester y los niños hacen sonar sus matracas, con alegría desbordada, a lo largo de la plegaria cada vez que se nombra al malvado Amán. Baraquia se apiadaba de nosotros y nos guardaba dulces hechos con motivo de la celebración y nos los entregaba a escondidas. Por aquel entonces yo confundía la bondad con la debilidad y despreciaba al rabino por parecerme blandengue, de la misma forma que despreciaba a mi hermano por la misma razón; la vida era dura y despiadada –bien temprano que lo estaba aprendiendo–, la vida era lucha y no había lugar para los débiles, la bondad era un perfume demasiado caro para ser derrochado.

Baraquia, que se había encariñado con mi hermano, con motivo de un viaje que hubo de realizar a Jerusalén, se hizo acompañar por Jesús, con permiso de nuestro padre. Pasaron una semana hospedados en la casa Hilel el Sabio, el más grande rabino de Israel. Aquellas jornadas dejarían una huella indeleble en Jesús.

A Hilel se le consideraba el hombre más docto de Israel. Sedientos de su magisterio, varones judíos acudían a visitarlo desde de todos los rincones del mundo. En sus enseñanzas, el rabino enfatizaba el cumplimiento de los preceptos éticos, la piedad personal, la humildad y la preocupación por el prójimo. Cuando mi hermano, según nos contó más tarde, le preguntó, en un alarde de audacia, si era posible resumir todo el contenido de la Toráh en una única sentencia, Hilel respondió: “No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti; todo lo demás es comentario”. Jesús quedó deslumbrado por tal concisión e hizo suya la máxima.

 

Al regreso a nuestra aldea, mi hermano no dejaba de elogiar al rabino Hilel, al que tenía por un santo. En más de una ocasión manifestó su intención de ser como él. ¿Por qué no? Hilel, la máxima autoridad en la Ley judía, tenía unos orígenes humildes, comenzó siendo un zapatero de Babilonia que estudiaba la Toráh en sus ratos libres. Mi madre se encargó de quitarle de la cabeza la idea de emular al gran rabino: “Jesús, olvídate de eso, tú estás llamado para un destino mucho más grande”, sentenció. Muchos años después, ya de adulto, cuando llevaba mis alforjas cargadas de experiencias y había pagado la contribución de sufrimientos que nos exige la vida, me pregunté, con misericordia, si aquellas ensoñaciones de grandeza que arrebataban a mi madre, y en las que confiaba ciega y sinceramente, no fueron, sino, la forma que encontró de evadirse de sus penurias cotidianas, una manera de conllevar su simultánea condición de mujer, pobre, ignorante y adúltera.

 

Al año de su visita a Jerusalén, Baraquia murió. Pese a todo lo que renegaba de él, cuando supe de su fallecimiento lo lloré en la intimidad como se le llora a un padre. Tras su muerte, mi hermano solía ponerlo de ejemplo para ilustrar la idea que acabó dominando su paso por la Tierra: que la fe puede mejorar a las personas. Por mi parte, yo contradecía su argumento y le señalaba que las buenas personas lo serían de todas formas, sin el apoyo de creencia alguna, porque tal cualidad era atributo del carácter personal de cada cual, añadiendo que, a la mayoría, la religión tan solo los convierte en hipócritas, obligándolos a ocultar sus vicios y a alardear de sus virtudes, ya sean estas ciertas o falsas, y que, a no pocos, el culto los volvía aún peores de lo que eran, algo que había constatado durante las lapidaciones prescritas por la Ley al contemplar la saña, la crueldad y el odio inexplicable de los que apedreaban a los infelices condenados a muerte. Verdugos que, con las manos manchadas de sangre, se creían, con absoluta sinceridad, buenos, justos e incluso santos por haber llevado a cabo aquello que estaba escrito.

Al cumplir los doce años ocurrió un incidente desagradable. Habíamos acudido en peregrinación a celebrar la Pascua a Jerusalén y, cuando nos disponíamos a regresar a Nazaret, mi hermano no aparecía. Tras buscarlo durante tres días, lo hallamos en el Templo, disputando sobre asuntos doctrinales con los sacerdotes y hasta con el propio Hilel, que estaba presente y que no salía de su asombro al ver que un mocoso le instruía acerca de la verdadera interpretación de la Ley. Cuando mis padres le riñeron por su ausencia, mi hermanito contestó: “¿Por qué tuvieron que buscarme? ¿No sabían, acaso, que tengo que estar en la casa de mi Padre?”. Cuando pudimos estar a solas, yo, a su vez, le reprendí:

–¿Qué está pasando? ¿Ahora juegas a ser rabino?

Hermano, tú serás el primero en saberlo, pero te pido que guardes secreto hasta que sea el día. Yo soy el que esperan, soy el Mesías.

Tienen razón aquellos que te llaman loco.

Mi hermano, a partir del incidente del Templo, se transformó en un iluminado. Hablaba                                                                                                                                 a las gente como si fuera un rabino erudito, reconviniendo a todo el mundo en cuestiones de moral. En Nazaret se ganó una fama pésima; nuestros vecinos murmuraban: “¿No es este uno de los chicos de la carpintería, hijo de María? ¿De dónde le viene esta sabiduría?”. Tan solo nuestro primo Juan, en las escasas ocasiones en que vino a visitarnos, parecía estar a gusto en su compañía. A partir de los catorce años, Jesús se obsesionó con las especulaciones sobre las cosas últimas, tales como nuestro destino después de la muerte, la existencia o no de un Juicio Final, la venida del Reino de Dios, la posibilidad de un Cielo para los justos, o bien, del Gehena donde los malvados purgarán para siempre... Yo me burlaba de él y, en privado, tildaba de “excrementos” sus preocupaciones piadosas, con el propósito de ofenderle, buscando provocar una ira que nunca conseguí arrancarle. A lo largo de nuestra juventud, mi hermano se dedicó a sermonearme de forma tenaz, siendo el resultado de sus prédicas el contrario al buscado, pues solo consiguió despertar en mí un deseo salvaje de pecar. Creo que si me abracé a todos los excesos fue por el gusto que encontraba en escandalizar a mis padres y en consternar a mi hermano. Las energías que empleó Jesús en fortalecer mi fe hicieron de mí el muchacho más incrédulo de Palestina. Además, ¿dónde estaba ese Dios en los momentos en que le había pedido ayuda? Un Dios que enviaba profetas que clamaban en el desierto y ángeles de luz, pero que era incapaz de corregir hasta la más pueril de las injusticias. Un Dios extraño, silencioso e inútil, al que no entendía ni me convencía. Llegué al privado convencimiento de que Dios no existía y que las Sagradas Escrituras no eran más que una profana y vulgar reunión de rollos escritos por hombres carentes de inspiración divina.

El punto culminante de estas discusiones se produjo cuando teníamos quince años de edad y asistimos, en Séforis –a donde habíamos acompañado a nuestro padre para ayudarle en unos trabajos de carpintería que se hacían con motivo de la reconstrucción de la ciudad–, a la lapidación de una adúltera. Yo aproveché aquel hecho para tratar de erosionar la fe de mi hermano:

Jesús, esta es tu religión, la que mata a esa pobre mujer ante la puerta de la casa de sus padres. Una mujer que, no lo olvides, podría ser nuestra madre.

El Señor no lo aprueba.

–¡Blasfemas! ¿Acaso no está escrito en la ley de Moisés que los reos de adulterio deben morir? ¿Quién eres tú para enmendar la Ley? ¿O es que, como eres el Mesías, ya pretendes fundar un culto distinto al que Yahvéh otorgó al pueblo de Israel?

Nada de eso.

–¿Entonces? –Lo había cazado en una contradicción y disfrutaba con ello.

Dios es amor y misericordia. Ama a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas. –Mi hermano, en las cosas referidas a su fe, hablaba con sentencias, para mi irritación.

Le escuché perplejo, había resumido los numerosos y prolijos preceptos que constreñían la vida de los creyentes, normas que habían sido compiladas con paciencia meticulosa por los doctores de la Ley, en tan solo dos mandatos.

–¿Ya está?, ¿así de simple?

Tú lo has dicho, así de simple.

Tal y como podéis observar, la intimidad de una familia puede resultar tan insólita como sorprendente puede llegar a ser la vida.

Por una parte, estaba mi padre, quien había aceptado, en un acto de amor, lo inaceptable: el embarazo de su desposada por parte de un desconocido. Él no solo la perdonó –ignorando lo que le recomendaron personas sensatas: que la repudiara en secreto para no exponerla a la ignominia pública–, sino que hasta emigró al país de las pirámides en un intento fallido de ocultar la preñez de su mujer a las miradas indiscretas. Un padre al que yo no le perdonaba que hubiese regresado a Nazaret desde Egipto, impelido por la nostalgia de la patria, cuando yo todavía era niño, exponiéndonos a mi hermano y a mí al oprobio que conllevaba el conocimiento público de nuestra bastarda concepción.

Por otro parte, mi madre. Una mujer visitada por ángeles que le transmitían mensajes, a veces tan prosaicos como aquel que nos obligaba a comer humus la víspera del Sábbath.

Sin olvidarme, por supuesto, de un hermano gemelo santurrón que nombraba a su Padre Celestial a cada momento; ni de otros hermanos, incrédulos como yo, de la condición profética de Jesús, pero que se alineaban siempre con la matriarca cuando se desataban las demasiado frecuentes discusiones familiares.

Comprenderéis que tuve que marcharme, alejarme de mi extravagante familia. 

Al poco de cumplir los dieseis años, un día, cansado ya de las admoniciones que me dirigía mi hermano, me planté y le exigí, con gritos y malos modos, que me dejara en paz, que estaba harto de él, que no me censurara más, que no se atreviese ya a realizar la más mínima observación acerca de mi vida y conducta. Jesús me replicó:

Examínate a ti mismo y aprende quién eres, de qué manera existes y cómo es que serás. Puesto que tú serás llamado mi hermano, no es adecuado que seas ignorante de ti mismo.

Recuerdo haberlo mirado con odio, con un desprecio infinito. “Es un loco”, pensé –eso creía entonces; en alguna ocasión había visto a Jesús hablando solo, ¿se supone que conversaba con su Padre Celestial?–. He de confesaros que también me recorrió un viejo y familiar escalofrío: el terror profundo a heredar la locura de mi madre, tal y cómo pensaba que le había ocurrido a mi hermano. Aquel mismo día pedí mi parte de la herencia y anuncié que me iba de casa. Mi madre trató de impedir mi marcha y, con una lucidez hasta el momento inédita en ella, me rogó que me quedará para proteger a Jesús:

Tú eres el fuerte, él es el espiritual. Ama a tu hermano como a tu alma, cuida de él como a la pupila de tus ojos –me rogó.

–¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? –le respondí, con sarcasmo.

No me convenció. Muchas veces me he preguntado qué hubiera pasado de haberme quedado a protegerlo, tal y como me solicitó mi madre. De haber estado a su lado, ¿habría podido evitar que lo crucificaran?

En el reparto de la heredad no me tocó mucho, sin embargo, y pese al escaso peculio obtenido, mi decisión de abandonar el hogar paterno era firme.

El día de mi marcha no permití que ninguno de mis familiares me acompañara en la despedida. Al poco de abandonar la población por el camino que conducía hacia Judea, recuerdo haberme detenido y haberme dado la vuelta para divisar por última vez Nazaret; apenas un miserable y exiguo apiñamiento de viviendas de piedra blanca al resguardo de tres colinas. Agucé la vista hasta distinguir el hogar que dejaba atrás: la casa que mi padre José había construido tras regresar de Egipto, una casa-cueva que aprovechaba una hendidura natural en uno de los promontorios, situada en la periferia de la aldea. Suspiré y apreté el paso. Jamás regresé a Nazaret.

 

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