martes, 24 de enero de 2023

VITA NUOVA

  Mi relato "Vita nuova" ha quedado finalista en el X Concurso de Relato Breve de Cornellà del Llobregat

VITA NUOVA
Beatriz, sus padres la habían bautizado con un nombre literario sin que apareciera ningún Dante que la redimiera de la soledad. Baja de estatura y menuda de cuerpo; miope y solterona, en edad de merecer tan sólo decepciones, había encontrado en la poesía la pasión y la amabilidad que la vida le negaba. La revista literaria Vita nuova había acogido en sus últimos números varios sonetos de su autoría publicados bajo el seudónimo de Psique, procurándole una íntima y pequeña satisfacción. Dos gatos mitigaban la soledad en las horas del día en que no trabajaba de archivera en una empresa farmacéutica.
La vida transcurría monocorde deslizándose sobre las rutinas cotidianas, piel de zapa que menguaba cada día, rumbo a la senectud y al desenlace final con un sabor a mármol mortuorio que se anticipaba con aspereza en el paladar en las incontables noches de insomnio y desasosiego. Beatriz había llegado a la conclusión de que su vida había sido un fracaso, que no tenía derecho a ser feliz y que ya no lo sería. Había asumido que moriría soltera y yerma.
La existencia puede transcurrir como una monotonía obstinada hasta que un día un banal incidente, un encuentro afortunado, son capaces de cambiar para siempre el destino de una persona. Vita nuova publicó un soneto que parecía calcado a uno inédito de Beatriz y que, a su vez, recreaba otro de Emily Dickinson, lo firmaba un tal Sísifo. Coincidencia que produjo una impresión honda en la mujer que no dudó en dirigirse a la revista solicitándole la dirección postal de aquel autor al que ya se sentía conectada por un puente de sensibilidad pareja. Petición a la que accedió la redacción de Vita nuova en deferencia a una autora dotada que les cedía sus poemas sin remuneración alguna.
Psique y Sísifo, es decir, Beatriz y Arthur comenzaron a cartearse. Ella vivía en Nueva York y él en Dublín. Con cada epístola la relación se hizo más íntima. Él, un hombre de media edad; viudo y sin hijos; rentista y amante de la poesía; pasó a ser, a golpe de correo, su amigo, su confidente y su alma gemela. La idea de unir sus vidas transitó de la conveniencia a lo deseable y, aunque no estaba enamorada, ella accedió a casarse por poderes notariales cuando él se lo solicitó, misiva que acompañó con un camafeo con tapa de plata en el que aparecía engarzada su fotografía en sepia; un hombre de cabellos grises y ojos melancólicos. Sus compañeras de oficina le advirtieron que iba a cometer una locura. Beatriz, cansada de ser responsable y sensata, tras haberse pasado la juventud cuidando a su madre enferma y rechazando a los exiguos pretendientes que se le acercaron, convino en que ya iba siendo edad de cometer locuras.
Un telegrama avisó a Beatriz que su flamante esposo, se hallaba en Nueva York, al parecer, el trasatlántico había adelantado en una semana su atraque a puerto. Fue él quien la reconoció a ella en el muelle. El hombre era más alto de lo que Beatriz imaginaba y parecía más joven de la edad que le había confesado, sus cabellos eran más oscuros que en la fotografía -¿acaso se los teñía?-, mantenía, no obstante, el parecido con el retrato y los bellos ojos azulados. Leve desconcierto que se esfumó cuando se pasaron la tarde charlando en un salón de té. Conversaron del contenido de sus cartas y de lo que esperaban de su vida en común. Él se mostró conmovido y agradecido hacia ella. Y ella descubrió a un hombre que parecía enamorado. Acordaron que pasarían la luna de miel en una coqueta cabaña junto al lago Walden, la misma en la que vivió Thoreau, autor por el que ambos sentían devoción.
En los días que siguieron ella se sintió como una Alicia en el país de las maravillas que tras traspasar el espejo de la mediocridad ingresaba en un carrusel de instantes dichosos. Arthur era apasionado y, a la vez, atento, además de aunar cultura y sentido del humor. Se reconocieron y se recorrieron mutuamente en la cabaña con palabras, manos y labios; aislados del mundo, sin otra compañía que el bosque, el café de las mañanas y los crepúsculos de las tardes. Él, en aquellas jornadas radiantes, besó tanto su cuerpo como su alma y Beatriz se enamoró sin tan siquiera darse cuenta.
El octavo y último día de luna de miel fue interrumpido por un cartero que portaba un telegrama dirigido a la mujer. Lo remitían su mejor amiga de la oficina, mecanógrafa y secretaria del patrón; el siguiente texto era el siguiente: “¿No dijiste que tu esposo viajaba en el Titanic? Ayer naufragó”.
Beatriz contempló con extrañeza y alarma a su esposo; “¿Quién es este hombre?” se preguntó. Un jirón de estupor y miedo la sacudió por unos instantes.
-¿Ocurre algo? -inquirió Arthur -si es que se llamaba así-.
Beatriz bajó la cabeza y estrujó el telegrama en el interior de su puño. “¡Qué importa! ¿Acaso no eres feliz?”, se preguntó. Continuar con un desconocido era una temeridad, como lo fue, también, casarse por poderes. Daba igual, tras años de soledad y frustración no iba a renunciar a la felicidad, ahora que conocía su rostro y su sabor adictivo. Y, sin pensárselo, arrojó el telegrama a las llamas del hogar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario