lunes, 5 de abril de 2021

APESTA

 La revista mexicana "El cuarto del muerto" ha publicado en su número siete mi relato

APESTA
En el mundillo de la poesía, en el que las ventas son siempre magras y el público minoritario, un premio literario generosamente dotado no pasa desapercibido. Cuando se falló el Premio Espesa de poesía, miles de pares de ojos se volcaron a escrutar el veredicto. Fue una sorpresa que el premio se le concediera a un tal Leonardo Cagaliere, poetrasto de ínfima categoría y absolutamente desconocido, incluso en los cenáculos más avezados en autores emergentes. Enseguida comenzaron las disquisiciones y las suspicacias.
Para empezar, “Cazando moscas”, el poemario galardonado con veinte mil euros, era un inarticulado amontonamiento de versos deslavazados sin atisbo de métrica ni cláusula rítmica alguna, de léxico paupérrimo y que, ni tan siquiera, alcanzaban el nivel despreciable de frase de carpeta de instituto de secundaria en la que se habían hecho famosos la caterva de fotogénicos poetuchos regurgitados por Instagram, autores de versos sensiblones de tecla intro y barra espaciadora. Basura textual que constituía un insulto a la poesía llamarla poesía, a la que había que sumar que ni Dios conocía al autor; nadie del mundo editorial, ni lectores de poesía en Internet, ni los adolescentes adictos a los bardos virales. Contaba, eso sí, con un puñado fotos de estudio en una cuenta de Instagram, abierta dos semanas antes de la concesión del premio, en las que posaba como un modelo de colonia barata y que, sorprendentemente, contaba con seiscientos sesenta y seis mil seguidores.
Las circunstancias aludidas dieron pábulo a las sospechas: ¿Quién o qué se escondía tras el nombre de Leonardo Cagaliere? ¿Un pseudónimo, un escritor fantasma, una invención editorial, un hombre de paja, un oportunista que se había hecho visible en las redes comprando miles de seguidores y que se le había colado a un jurado que tan sólo había atendido a la cantidad de followers? ¿Podía tratarse de un robot? Esta última pregunta, en apariencia disparatada, no lo era tanto: ya que existían programas informáticos que combinaban aleatoriamente palabras hasta producir un fraseo vagamente lírico, resultado compatible con los versos exhibidos en “Cazando moscas”. El que el noventa y cinco por ciento de sus seguidores procedieran de la autoproclamada república rusa de Transdniéster y de Corea del Norte, más otro cuatro por ciento de Laos, contribuía a cimentar los recelos.
Ante el revuelo desatado, la editorial convocante del premio literario se vio obligada a emitir un comunicado en el que aseguraba que Leonardo Cagaliere no era un robot y existía en su condición humana. A lo que añadían que el autor galardonado se hallaba retenido por causas no aclaradas en una dictadura populista tropical, lo que le impedía ir a recoger personalmente el premio. El comunicado editorial lejos de aplacar las suspicacias, las enervó. Corrió con fuerza el rumor que se hallaba escondido en España, retenido contra su voluntad en un piso franco propiedad de la firma editorial.
Y cuando más bullía la polémica llegó el vídeo, emitido por la editorial; en él, un chico que sostenía ser Leonardo Cagaliere, con un leve parecido al que aparecía fotografiado en su perfil de Instagram, aunque mucho menos guapo, afirmaba, con voz monótona y acento empalagoso, en un breve mensaje de menos de cuarenta segundos, que soñó con que ganaba el premio y eso le animó a presentarse y que su galardón era una prueba de que los sueños se cumplían.
El vídeo, lejos de convencer, encendió aún más el debate. Apareció una segunda grabación, esta vez en el perfil de Instagram del autor, en la que confesaba que sufría un trastorno social por evitación que había degenerado en una fobia social y en una depresión crónica, etiología que le impedía ir a recoger el premio en persona. Desorden mental que se estaba agravando por culpa del ciber-bullyng al que se estaba viendo sometido con las acusaciones de ser un robot. También aseguraba que él había ganado el premio en buena lid y que los que criticaban su “magna obra” eran unos “envidiosos de mierda”. Al final de la grabación acercaba el rostro a la cámara y, de forma perturbadora, gritaba: “¡No soy un robot, soy un ser humano!”, en un tono tan patético y desgarrado que a muchos le recordó una escena cumbre de la película El hombre elefante.
La controversia en las redes no cesó. Al mes Cagaliere irrumpió con un tercer vídeo, en él aparecía con la cabeza rapada al cero y vestido con una camiseta imperio llena de manchas y se limitaba a repetir, blandiendo una pistola con la que encañonaba a la cámara y a su sien, alternativamente: “¿Me estás hablando a mí, me estás hablando a mí? ¿Me estás llamando robot, me estás llamando robot?”. Después, nada más se supo.
Al cabo de tres meses de la última señal de vida de Cagaliere, los efluvios a podredumbre que se enseñoreaban de un edificio de apartamentos de Madrid hicieron reaccionar a los habitantes del mismo, quienes llamaron a policía, bomberos y servicios sociales. Las miasmas brotaban de un apartamento de la cuarta planta, que los vecinos creían deshabitado. Forzada la puerta, la policía halló un cadáver apestoso al lado a una pistola. Un vídeo a modo de nota de suicidio, junto a su pasaporte, atestiguaban que el difunto era Leonardo Cagaliere, poeta en avanzado estado de descomposición, muerto por su propia mano por un disparo a quemarropa en la sien, incapaz de soportar que le tildasen continuamente de robot en las redes sociales. Un revoltijo de gusanos daba cuenta del cuerpo y constituían sus orgánicos y verdaderos seguidores. El pestazo del muerto tardó un mes en disiparse, el hedor nauseabundo a corrupción del premio literario se quedó retestinado para siempre.

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