lunes, 15 de enero de 2024

Mi relato "Angélica", segundo premio en el XI Concurso de Relatos Breves de Cornellà de Llobregat

 https://projecte-loc.org/segon-premi-2023-angelica/

 

 

ANGÉLICA

 

Cuando en la pantalla del viejo televisor en blanco y negro aparecía un paisaje nevado, mi abuela sentenciaba invariablemente: “Cuando nieva es porque los ángeles están en una pelea de almohadas”, y yo siempre le preguntaba cómo era la nieve, pero ella no podía contestarme porque no la había visto nunca. Donde yo vivía jamás nevaba.

 

En mis primeros años me gustaba saber que los ángeles existían. Mi abuela me contaba, también, que cada persona contaba con un ángel guardián que velaba por cada uno y evitaba que nos pasase nada malo. Confiada, fueron muchas las veces que, antes de acostarme, recé a ese angelito protector para que cuidara de mí y de mi familia. El que mis padres me hubiesen puesto el nombre de Angélica reforzaba la simpatía que me inspiraban aquellos seres celestiales invisibles.

 

Un día mi vecina y amiguita Yanet, con la que jugaba a menudo a cocinitas, falleció, me dijeron que de diarreas. Mi papá afirmaba que había muerto de pobreza, porque vivíamos en un pueblo chiquito y recóndito y la mamá de Yanet, que vivía sola y sin marido, no tuvo dinero para viajar al pueblo grande en donde estaba el médico, aunque tampoco habría podido pagar al doctor, ni los remedios que fuera a recetarles, así que trató de sanarla con cocimientos de hierbas para que se curara, sin conseguirlo. Mi papá construyó, con unas maderas botadas en la basura y un puñado de clavos oxidados, una cajita en la que metimos a Yanet y la enterramos a los pies de una ceiba.  Mi abuela trató de confortarme diciendo que los angelitos ya tenían otra amiguita con la que jugar allá, en el cielo.  Lejos de consolarme, la idea de unos ángeles jalando a Yanet por razones egoístas me pareció algo siniestro, desde ese día comencé a recelar de los ángeles.

 

Al verano siguiente de que nos dejase Yanet, la desgracia nos cayó desde el cielo. Recuerdo que una mortaja de nubes negras cubrió la aldea y que mi abuela, como tronaba, decía, que eran los ángeles que estaban moviendo muebles. Mis padres estaban muy nerviosos. El viento arreció y mi abuela sostuvo que los ángeles estaban soplando sobre la sopa para enfriarla. Al final los ángeles lloraron toneladas de agua. Un deslave de la montaña se llevó por delante nuestra casita de tablas y techo de palma. Murieron mi papá, mi mamá, mi hermanita Omayra y la abuela. Todavía no sé cómo me salvé, fue un milagro, supongo que obra de mi ángel de la guarda que así me agradecía mis plegarias. Los vecinos lograron rescatarme de mi casa derruida, pero poco más pudieron hacer por mí, porque todo el pueblo estaba arrasado y nadie tenía comida ni agua. Las autoridades no aparecieron, éramos gentes olvidadas de un pueblo olvidado. Un mes antes del diluvio unos políticos habían pasado por mi aldea para pedir el voto al vecindario y cubrirnos de promesas, el recordarlo encabronaba a los vecinos que echaban a faltar, en mitad de aquella desgracia, todo tipo de ayuda. Yo enfermé por beber agua sucia y me entraron diarreas, pensé que pronto moriría como Yanet y no me importó, me había quedado solita en el mundo, si me iba para el cielo, al menos, me reuniría con mi familia.

 

Al quinto día desde la noche de la tormenta nos visitó un matrimonio muy simpático, nos trajeron agua y comida y hasta caramelos. El marido y la mujer viajaban en un carro de esos que llaman todoterreno. Preguntaron por los niños huérfanos, se ofrecieron a evacuarnos y ponernos a resguardo de las autoridades, yo y otros seis pequeños nos fuimos con ellos. Los días que pasé en casa de aquellos señores fui bien tratada y hasta me llevaron al médico, quien me recetó unas pastillas que ellos compraron y con las que sané. Pese a que sentía mucha pena por la muerte de mi familia y lloraba todas las noches después de rezar, comencé a albergar esperanzas, aquel matrimonio que me había recogido demostraba que había gente buena en el mundo, algo que mi mamá siempre negó: “Bueno no es ni tu padre”, decía cuando él venía borracho y mi mamá le peleaba por haberse gastado el dinero en chicha y él le respondía con golpes.

 

Al mes de permanecer con mis benefactores, éstos me dijeron que tenía que marchar con un señor que había venido a buscarme, algo que me produjo miedo porque el tipo tenía muy mal aspecto y me asustaba, especialmente, sus colmillos de oro. Pero me dijeron que no tenía opciones y que era propiedad de ese hombre y que tenía que obedecerle en todo, fue así como conocí a Aureliano, mi proxeneta. Me llevó a su burdel y lo primero que hizo fue pegarme una paliza para “domarme”, según me aclaró.

 

Poco después mi chulo subastó mi virginidad ante un grupo de narcotraficantes que pujaron por desflorarme. Fue mi primera violación. Lo que siguió después fue trabajar de prostituta durante doce horas al día. Si rehusaba a algún cliente porque estaba agotada, porque el tipo apestaba o porque lo que me pedía era demasiado asqueroso, Aureliano me golpeaba con toallas mojadas para evitar dejarme marcas y dañar su “mercancía”.

 

Durante un tiempo aborrecí a los angelitos, si ellos me habían salvado para entregar mis huesos y mi carne a un lupanar, es que eran unos seres abyectos y creo que hubiera sido mejor que me dejaran morir. Reconozco que fue un rencor estúpido, ya he crecido -a los trece años tuve mi primer aborto- y he dejado de creer en los ángeles, los que sí que existen son los demonios, los conozco muy bien, me acuesto todas las noches con ellos.

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