martes, 28 de mayo de 2019

¿MERECE LA PENA SUFRIR POR AMOR?


Tras una jornada agotadora como cajera en la carnicería, lo primero que hizo Fernande, al llegar a su vivienda, fue quitarse los zapatos. Renegó al percatarse que una de las suelas se estaba agujereando.
Siempre que la mujer se quitaba los zapatos Pablo acudía a su memoria y sus pensamientos retrocedían a la época en que ambos compartieron apartamento-estudio en Montmartre. Andar descalza era invocar al fantasma de Pablo.

Ella era una modelo que se ganaba la vida posando para pintores bohemios de mano siempre larga, excepto cuando debían echársela al bolsillo y pagarle los honorarios debidos. Así conoció a Pablo, desnuda frente al lienzo. Fernande adivinó en aquel español bajito de flequillo desmesurado y ojos hipnotizadores, una especie de aura. Fue ella la primera en vislumbrar que sería un gran artista y se abrazó a ese destino impelida por la pasión de una mujer enamorada.

Pablo, niño precoz, celoso hasta lo enfermizo, la obligaba a vestir de negro, de pies a cabeza, para que ningún otro se fijara en ella cuando paseara por la calle. Eso, si la dejaba salir, porque muchas veces la encerraba en el estudio o se llevaba sus zapatos para que no pudiera marcharse. Pablo temía que huyera; ese era su gran miedo, la gran inseguridad del pequeño hombre. La mujer, que soportó aquellas humillaciones junto a las demás penurias de una vida mísera, se decía a sí misma, en los momentos de vacilación y duda, que merecía la pena sufrir por amor.

Acertó Fernande Olivier, Pablo llegó a ser un gran artista, el más reconocido y celebrado de su siglo. El pintor se hizo millonario, pero ella no recibió un sólo céntimo, aunque los cuadros para los que posó se vendieron a precios astronómicos.

Veinte años después de que Pablo Picasso la abandonara, Fernande se frotaba los pies doloridos mientras se respondía a sí misma que no, que no valía la pena sufrir por amor.

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