El café se halla en una céntrica y estrecha calle de la
Capital, pródiga en librerías y tiendas de artículos ortopédicos.
Se trata de un café sombrío y antiguo, alargado, con forma de túnel, de techo
abovedado y bajo, casi angustioso, y piso desnivelado. Cuenta con veladores de
mármol para cuatro personas y unos espejos anacrónicos en las paredes de un
color melancólico, que franquean a dos grandes relojes.
El café suele estar silencioso, excepto los jueves, durante
los cuales, una tertulia de caballeros comenta, en el salón, la actualidad
política y literaria de la semana. En la tarde cálida, preludio del otoño, son
cuatro los contertulios que asisten, además de un niño de once años, hijo de
uno de ellos. Las volutas azuladas del
humo de los cigarros enturbian el ambiente, rivalizando con las tazas de café
humeantes.
-Esto sólo pasa en España, ¡somos un país de chirigota! -exclama
el boticario.
-Don Manuel, usted siempre sulfurándose -le replica
malignamente Anselmo, notario de profesión.
-Es que no es para menos. Unos idiotas no se enteran que
España ha capitulado y se quedan un año pegando tiros, sitiados en una iglesia
en la profundidad de la jungla filipina y, cuando regresan, en vez de ser
juzgados por su ineptitud militar, son recibidos como héroes -replica el
farmacéutico.
-Pues yo sí creo que los que resistieron en Baler son unos
héroes -le contradice Anselmo.
-¡Paparruchadas! En esta guerra ha sobrado el heroísmo y ha
faltado cerebro. ¿Alguien pensó que se podía derrotar a los Estados Unidos?
Sólo hay que ver que el Almirante Cervera ordenó a sus hombres vestir uniforme
de gala tras dictar zafarrancho de combate sabiendo que los yanquis iban a
aniquilar a su flota en Santiago de Cuba, como así fue, que la hundieron como
el que caza patos en una charca. ¿Usted qué opina Don Javier? Usted es diputado
a Cortes y ha trabajado en el Ministerio de Ultramar, sabe de estas cosas.
-No, no podíamos ganar militarmente a los Estados Unidos;
pero, ¿qué podíamos hacer? Ellos nos atacaron con la excusa de que habíamos
volado el acorazado Maine en la bahía
de La Habana. Fuimos a la guerra contra nuestra voluntad. Si le hubiéramos concedido
la autonomía a Cuba, como yo y otros colegas del Ministerio propusimos, quizás
hubiésemos logrado que los mambises depusieran las armas, y a los
norteamericanos les hubiera sido más difícil justificar su agresión -responde
Javier. Su hijo Ramón interrumpe sus soplidos sobre la taza de chocolate
caliente, tratando que se enfríe, para escuchar a su padre con atención.
-Siento disentir, la autonomía no hubiese calmado a los
rebeldes; el separatismo es insaciable -proclama Don Anselmo.
-Ya nunca lo sabremos -responde Don Javier-, claro que
después de la represión que ejerció Valeriano Weyler en la isla….
-¡Aquello fue necesario! -sostiene Don Anselmo.
-¡A qué viene tanto lamentarse! -exclama Don Gervasio, dueño
de una imprenta y que suele animar las tertulias con sus ideas
anticlericales-. Aquello fue un
desastre. ¿Sabéis como llama la gente a esta guerra? El desastre del noventa y ocho, así la llaman. ¡Se acabó! España ha
perdido sus colonias de ultramar, ya no tiene imperio y cuanto antes lo
asimilemos, mucho mejor.
-Por no haber, ya ni hay Ministerio de Ultramar, que lo han
disuelto -asiente Don Javier, con un deje de tristeza.
-Quedan los territorios de Marruecos y la Guinea -apunta
Anselmo.
-¡No compare, hombre!, eso son migajas africanas -dictamina
Don Manuel.
-Papá, ¿Guinea no es de dónde viene el cacao? -interviene el
niño que entre sus compañeros de aula se ha ganado una justa fama de repelente
sabelotodo.
-Es que a mí hijo le gusta mucho el chocolate y, además, he
intentado trasmitirle mi pasión por la geografía -confiesa el padre con un tono
que parece exculpatorio.
-Pero que roñoso es usted Don Javier -observa Don Anselmo-,
el niño se está tomando el chocolate sin melindros. ¡Camarero, traiga una
ración de melindros para el chiquillo!
-¡Heroísmo, dicen ustedes! -vuelve a intervenir Gervasio con
su habitual fogosidad, que parece empeñado en que la tertulia no ceda en su
encono-. El cementerio está lleno de héroes muertos y todos ellos son pobres.
Aquellos que podían pagar mil quinientas pesetas para redimirse del servicio
militar no fueron enviados a luchar a la manigua. De los cincuenta mil hombres
muertos en Cuba, poco más de cuatro mil lo fueron en combate, el resto cayeron
diezmados por las enfermedades tropicales: Vómito negro, paludismo, disentería,
tuberculosis y viruela.
-¿Ha dicho vómito
negro? -inquiere el notario.
-Fiebre amarilla -aclara el farmacéutico.
-Sí, vómito, todo fue vomitivo, y no sólo lo de Weyler.
Quintos mal equipados, mal alimentados, luchando y muriendo en una tierra
extraña, a las órdenes de mandos ineptos y corruptos. ¿Y todo para qué? Para
defender a una oligarquía envilecida de indianos millonarios, casi todos ellos
antiguos negreros. Como en todas las guerras, desde el inicio de los tiempos,
el pueblo pone los muertos y los ricos hacen negocio. Basta mirar al Marqués de
Comillas; cien pesetas ha cobrado por el pasaje de cada soldado repatriado en
los buques de su naviera y han regresado en tan pésimas condiciones que cuatro
mil de ellos han fallecido en la travesía.
-Pero volvieron cantando –apunta con sorna Don Manuel.
-¡Disiento!–eleva la voz Don Anselmo.-Hace cuatro siglos que
Colón puso el pie en aquellas tierras y las incorporó a España. A esos pueblos
les hemos legado nuestra sangre, nuestra lengua, nuestra fe y nuestra cultura y
ustedes quieren reducir el desgarro sufrido a un juego de fenicios intereses
crematísticos.
-A mí también me parece muy simplista su planteamiento
–declara Don Javier.
-¡Embriáguense con
falsos idealismos y fanfarrias patrioteras y cierren los ojos a la realidad!
Qué el nombre de España, como el papel, lo aguanta todo –prosigue Don
Gervasio-. Y usted, Don Manuel, ¿qué pretende, juzgar a esos pobres
desgraciados, a esos últimos de Filipinas, que se limitaron a acatar órdenes?
Yo digo que habría que juzgar por traición a todo el generalato, al Gobierno
entero y a la Regente que han conducido este país al desastre.
-Don Gervasio, usted siempre tan maximalista -dictamina
incómodo Don Javier Gómez, que es diputado por el partido liberal.
-¡Peor aún -protesta Don Anselmo al que, en su
enardecimiento, se le ha precipitado el monóculo dentro de la taza de café con
leche-, es usted un extremista y un provocador como su admirado Vicente Blasco
Ibáñez¡ ¡Un mal español, como lo son todos los republicanos!
-No le consiento que me llame mal español -replica Don
Gervasio, torciendo el gesto.
-Haya paz, caballeros -calma Don Javier.
-Culpamos a los yanquis, pero ellos no han sido más que una
rapaz que se ha abalanzado sobre un animal moribundo -resume Don Gervasio.
-Lamento tener que darle la razón en lo último que ha dicho,
Don Gervasio -responde Don Javier-. Y suerte tuvimos de no perder también las
Canarias. Los estadounidenses tenían planes para invadirlas y no contábamos con
un solo buque para defenderlas. Después de las batallas de Santiago de Cuba y
Cavite, ya no tenemos Armada.
-Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra -ironiza el
boticario.
-¡Mozo! -grita Don Gervasio, alzando su bastón. El camarero,
que lleva alpargatas y viste pantalón y mandil negro sobre la camisa blanca, se
acerca. -Me pone café con ron. Y dígale al limpiabotas que venga.
-No sé cómo usted puede ingerir ese brebaje -se extraña el
farmacéutico.
-Es una moda que han traído los veteranos desde Cuba, está
buenísimo, yo me he acostumbrado a ello, les aseguro que es muy recomendable.
Lo llaman carajillo -informa Don Gervasio.
-¡Por favor, no diga obscenidades que hay un niño delante!
-le reprende Don Javier.
-Deje que les explique; este brebaje, como usted lo ha
llamado, Don Manuel, se lo servían los mandos a las tropas en Cuba antes de
entrar en combate para que aumentara su valor en la lucha, lo bautizaron como
corajillo, por el coraje que infundía. Pero ya sabe cómo somos los españoles de
guasones, llegó un gracioso y corrompió la palabra.
-No les entiendo, de verdad que no les entiendo –vuelve a
protestar Anselmo que simpatiza con el partido conservador, pero en esta
ocasión hay más melancolía que ira en sus palabras-. Todo se lo toman a chanza.
¿Acaso heroísmo y honra ya no significan nada hoy en día? ¿Qué será lo próximo?
¿Sonarse los mocos con la rojigualda? Perdimos la guerra ante un enemigo formidable
y muy superior como son los Estados Unidos, pero perdimos con honor. Y ya
puestos, ¿se puede saber qué es lo que ustedes pretenden renegando de España?
¿No entienden que la patria es como una madre? se debe estar de su parte cuando
tiene razón y cuando no la tiene. Ya que tantos defectos le encuentran a su
patria, ¿por qué limitarnos a entregarles a los americanos tan sólo Cuba,
Filipinas y Puerto Rico? ¿Por qué no regalarles España entera? Todos yanquis y
asunto arreglado. ¡Ala!, a aprender todos inglés.
-En Cartagena estarían contentos -apunta Gervasio con
malicia.
-¿Y por qué diantre iban los cartageneros a estar contentos
de ser yanquis? -inquiere Anselmo.
-¡Ah! ¿Pero no lo sabe usted? -aclara Gervasio- Durante las
pasadas guerras cantonales las autoridades insurrectas de Cartagena solicitaron
al presidente Ulysses Grant ser
anexionados por los Estados Unidos.
-Lo que yo les digo y no me quieren hacer
caso: España es un país de chirigota -repite Don Manuel.
-¡No es así! -tercia Don Anselmo.
-Ya también opino que no es como usted
dice Don Manuel; pero, admitámoslo, España duele; duele y mucho. Este siglo que
termina nos ha sido pródigo en guerras: La de la independencia, las tres
guerras carlistas, las cantonales…; amén de los muchos pronunciamientos
militares de los espadones y de la Revolución gloriosa -enumera Don Javier-. Ya
lo dijo el Canciller Bismark: “Estoy firmemente
convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos
queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido”.
-Se non è vero, è ben trovato
-confirma Don Gervasio que extiende sus pies para que el mozo le lustre los
botines- ¿No les importa, verdad? -Ramón y el limpiabotas cruzan miradas de
complicidad y sonrisas tímidas. Deben tener la misma edad, pero el limpiabotas
es un niño pobre y ha de trabajar.
-Así como duele admitir que si esta última guerra no hubiese
sido una tragedia, bien podría haber sido una farsa. ¿Saben lo que pasó en
Guam? La censura militar ha tratado de ocultarlo -continúa hablando Don Javier.
-No, cuente, cuente -ruega Don Manuel.
-Los yanquis mandaron un buque de guerra a Guam, el USS
Charleston, que fondeó en la isla el veinte de junio del año pasado. De
inmediato, el navío abrió fuego con tres de sus cañones, andanada que la
comandancia de la isla tomó como ¡salvas de honor! ¡Nadie les había comunicado
que estábamos en guerra con los Estados Unidos!
Como respuesta, las autoridades coloniales enviaron una barca en la que
transportaba a una representación española formada por el oficial al mando del
puerto, un médico y el hijo del comerciante más influyente de la isla, el señor
Portuach, si no recuerdo mal, el cual hizo de intérprete. El oficial español
subió al crucero estadounidense y se disculpó por no haber respondido a sus
salvas de saludo, alegó que los cañones de los fortines del puerto, dado que
hacía más de un siglo que no se usaban, estaban muy erosionados por el salitre
marino y nadie quería dispararlos por temor a que reventasen. El capitán del
navío, un tal Mister Glass, le informó al oficial que los Estados Unidos y
España estaban en guerra y que a partir de ese momento pasaba a ser prisionero.
Luego, el capitán americano liberó al español y lo envió de vuelta a la isla
con el mensaje de rendirla. Al día siguiente, a las nueve y media de la mañana,
un oficial del Charleston desembarcó en la isla y solicitó, de nuevo, una
rendición incondicional en el plazo de media hora. Debido a la inferioridad
numérica de la guarnición española, la escasez de cartuchos, la ausencia de
fortificaciones, y sin posibilidad de ayuda, pasado el plazo de treinta minutos,
el gobernador de la isla, el general Juan Marina, rindió la plaza. A las cuatro
de la tarde los infantes de marina del USS
Charleston desarmaron a las tropas españolas. En menos de veinticuatro
horas, y sin pegar un solo tiro, se ponía fin a más de tres siglos de dominio
español sobre Guam.
-¡Qué cobardes fueron los nuestros! -exclama indignado Don
Anselmo.
-¡Qué chisme tan jugoso! -certifica Don Manuel atusándose el
mostacho.
-Parece increíble -comenta Don Gervasio.
-Ya ven, las cosas que se entera uno al trabajar en el
Ministerio de Ultramar -les replica satisfecho Don Javier al comprobar el
efecto causado por su revelación en sus amigos.
-Tragedia o farsa, heroísmo y cobardía, lo cierto es que
España perdió su imperio, su coartada para sus delirios de grandeza, y ahora
debe resignarse a ser ella misma, non
plus ultra -concluye Don Gervasio, palabras que parecen sellar la tertulia.
El limpiabotas extiende la mano y Don Gervasio deja caer una perra gorda. El
resto de los contertulios declinan el ofrecimiento de lustre con gesto
displicentes.
Un silencio extraño se apodera de los reunidos. Un silencio
que es roto por Don Anselmo que se ofrece a pagar la cuenta y que llama al
camarero para que se la traiga. Con parsimonia los contertulios se despiden los
unos de los otros hasta el próximo jueves: “Y a ver si no nos ponemos tan
serios, que el mundo aún no se ha acabado”, advierte Don Manuel. Los demás le
dan la razón, tanta pesadumbre no puede ser buena.
Una vez en la calle, cada uno emprende rumbo a su
residencia. Anochece. Un farolero comienza a prender las luces de las farolas
de gas. Don Javier pretende tomar la mano de su hijo Ramón, pero éste se la
rechaza. El niño piensa, en un orgullo de machito que alborea, que ya cuenta
con once años y que ir agarrado de la mano del padre es cosa de niños pequeños
y él ya no lo es.
Apenas llega a su casa y antes de que la criada sirva la
cena en el domicilio de los Gómez, Ramón aprovecha para quedarse a solas en su
habitación con la excusa de que debe estudiar para un examen. El chiquillo
abre, con ímpetu, el atlas que le regaló su padre y consulta las páginas de
geografía política. Las metrópolis y las colonias aparecen nítidamente
representadas, coloreadas de forma llamativa, con demarcaciones inequívocas,
con fronteras de aspiraciones inquebrantables. Sobre el papel, España aún posee
un imperio bruñido en sepias. El atlas es anterior al tratado de París y ha
quedado obsoleto. Luego hojea su álbum de sellos, su más cara posesión, y se
deleita con las estampillas coloniales de Cuba, Filipinas y Fernando Poo. Ramón
es tan sólo un niño, pero él también debe tomar conciencia de la nueva realidad
y dimensión de España. Siente, él también, un rumor de hojarasca nostálgica.
Recuerda que sus maestros le han hablado mucho en la
escuela, con motivo de la pasada guerra, acerca de la patria y las servidumbres
que impone, del heroísmo y del sacrificio, del honor de caer en su nombre y ser
enterrado con la bandera, de la necesidad de derramar hasta la última gota de
sangre si fuera menester. Pero la conversación a la que ha asistido le ha perturbado
hondamente, es como si descubriese que el mármol de la Historia no era más que
hielo que se derrite ante la ferocidad de los factores humanos. Heroísmo
inútil, tragedia y comedia, todo revuelto en una confusa y ambigua amalgama. De
repente, el muchacho experimenta que todo es equívoco, que cualquier cosa
contiene una paradoja o una ironía. Todo fluye, y no siempre la realidad es
como nos parece o como nos enseñaron. El
niño, Ramón Gómez de la Serna, no saldrá indemne de aquella tarde en el café.
Relato premiado en IV certamen de relatos de Ultramar.
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