domingo, 12 de mayo de 2019

NON PLUS ULTRA




El café se halla en una céntrica y estrecha calle de la Capital, pródiga en librerías y tiendas de artículos ortopédicos. Se trata de un café sombrío y antiguo, alargado, con forma de túnel, de techo abovedado y bajo, casi angustioso, y piso desnivelado. Cuenta con veladores de mármol para cuatro personas y unos espejos anacrónicos en las paredes de un color melancólico, que franquean a dos grandes relojes.

El café suele estar silencioso, excepto los jueves, durante los cuales, una tertulia de caballeros comenta, en el salón, la actualidad política y literaria de la semana. En la tarde cálida, preludio del otoño, son cuatro los contertulios que asisten, además de un niño de once años, hijo de uno de ellos.  Las volutas azuladas del humo de los cigarros enturbian el ambiente, rivalizando con las tazas de café humeantes.

-Esto sólo pasa en España, ¡somos un país de chirigota! -exclama el boticario.
-Don Manuel, usted siempre sulfurándose -le replica malignamente Anselmo, notario de profesión.
-Es que no es para menos. Unos idiotas no se enteran que España ha capitulado y se quedan un año pegando tiros, sitiados en una iglesia en la profundidad de la jungla filipina y, cuando regresan, en vez de ser juzgados por su ineptitud militar, son recibidos como héroes -replica el farmacéutico.
-Pues yo sí creo que los que resistieron en Baler son unos héroes -le contradice Anselmo.
-¡Paparruchadas! En esta guerra ha sobrado el heroísmo y ha faltado cerebro. ¿Alguien pensó que se podía derrotar a los Estados Unidos? Sólo hay que ver que el Almirante Cervera ordenó a sus hombres vestir uniforme de gala tras dictar zafarrancho de combate sabiendo que los yanquis iban a aniquilar a su flota en Santiago de Cuba, como así fue, que la hundieron como el que caza patos en una charca. ¿Usted qué opina Don Javier? Usted es diputado a Cortes y ha trabajado en el Ministerio de Ultramar, sabe de estas cosas.
-No, no podíamos ganar militarmente a los Estados Unidos; pero, ¿qué podíamos hacer? Ellos nos atacaron con la excusa de que habíamos volado el acorazado Maine en la bahía de La Habana. Fuimos a la guerra contra nuestra voluntad. Si le hubiéramos concedido la autonomía a Cuba, como yo y otros colegas del Ministerio propusimos, quizás hubiésemos logrado que los mambises depusieran las armas, y a los norteamericanos les hubiera sido más difícil justificar su agresión -responde Javier. Su hijo Ramón interrumpe sus soplidos sobre la taza de chocolate caliente, tratando que se enfríe, para escuchar a su padre con atención.
-Siento disentir, la autonomía no hubiese calmado a los rebeldes; el separatismo es insaciable -proclama Don Anselmo.
-Ya nunca lo sabremos -responde Don Javier-, claro que después de la represión que ejerció Valeriano Weyler en la isla….
-¡Aquello fue necesario! -sostiene Don Anselmo.
-¡A qué viene tanto lamentarse! -exclama Don Gervasio, dueño de una imprenta y que suele animar las tertulias con sus ideas anticlericales-.  Aquello fue un desastre. ¿Sabéis como llama la gente a esta guerra? El desastre del noventa y ocho, así la llaman. ¡Se acabó! España ha perdido sus colonias de ultramar, ya no tiene imperio y cuanto antes lo asimilemos, mucho mejor.
-Por no haber, ya ni hay Ministerio de Ultramar, que lo han disuelto -asiente Don Javier, con un deje de tristeza.
-Quedan los territorios de Marruecos y la Guinea -apunta Anselmo.
-¡No compare, hombre!, eso son migajas africanas -dictamina Don Manuel.
-Papá, ¿Guinea no es de dónde viene el cacao? -interviene el niño que entre sus compañeros de aula se ha ganado una justa fama de repelente sabelotodo.
-Es que a mí hijo le gusta mucho el chocolate y, además, he intentado trasmitirle mi pasión por la geografía -confiesa el padre con un tono que parece exculpatorio.
-Pero que roñoso es usted Don Javier -observa Don Anselmo-, el niño se está tomando el chocolate sin melindros. ¡Camarero, traiga una ración de melindros para el chiquillo!
-¡Heroísmo, dicen ustedes! -vuelve a intervenir Gervasio con su habitual fogosidad, que parece empeñado en que la tertulia no ceda en su encono-. El cementerio está lleno de héroes muertos y todos ellos son pobres. Aquellos que podían pagar mil quinientas pesetas para redimirse del servicio militar no fueron enviados a luchar a la manigua. De los cincuenta mil hombres muertos en Cuba, poco más de cuatro mil lo fueron en combate, el resto cayeron diezmados por las enfermedades tropicales: Vómito negro, paludismo, disentería, tuberculosis y viruela.
-¿Ha dicho vómito negro? -inquiere el notario.
-Fiebre amarilla -aclara el farmacéutico.
-Sí, vómito, todo fue vomitivo, y no sólo lo de Weyler. Quintos mal equipados, mal alimentados, luchando y muriendo en una tierra extraña, a las órdenes de mandos ineptos y corruptos. ¿Y todo para qué? Para defender a una oligarquía envilecida de indianos millonarios, casi todos ellos antiguos negreros. Como en todas las guerras, desde el inicio de los tiempos, el pueblo pone los muertos y los ricos hacen negocio. Basta mirar al Marqués de Comillas; cien pesetas ha cobrado por el pasaje de cada soldado repatriado en los buques de su naviera y han regresado en tan pésimas condiciones que cuatro mil de ellos han fallecido en la travesía.
-Pero volvieron cantando –apunta con sorna Don Manuel.
-¡Disiento!–eleva la voz Don Anselmo.-Hace cuatro siglos que Colón puso el pie en aquellas tierras y las incorporó a España. A esos pueblos les hemos legado nuestra sangre, nuestra lengua, nuestra fe y nuestra cultura y ustedes quieren reducir el desgarro sufrido a un juego de fenicios intereses crematísticos.
-A mí también me parece muy simplista su planteamiento –declara Don Javier.
 -¡Embriáguense con falsos idealismos y fanfarrias patrioteras y cierren los ojos a la realidad! Qué el nombre de España, como el papel, lo aguanta todo –prosigue Don Gervasio-. Y usted, Don Manuel, ¿qué pretende, juzgar a esos pobres desgraciados, a esos últimos de Filipinas, que se limitaron a acatar órdenes? Yo digo que habría que juzgar por traición a todo el generalato, al Gobierno entero y a la Regente que han conducido este país al desastre.
-Don Gervasio, usted siempre tan maximalista -dictamina incómodo Don Javier Gómez, que es diputado por el partido liberal.
-¡Peor aún -protesta Don Anselmo al que, en su enardecimiento, se le ha precipitado el monóculo dentro de la taza de café con leche-, es usted un extremista y un provocador como su admirado Vicente Blasco Ibáñez¡ ¡Un mal español, como lo son todos los republicanos!
-No le consiento que me llame mal español -replica Don Gervasio, torciendo el gesto.
-Haya paz, caballeros -calma Don Javier.
-Culpamos a los yanquis, pero ellos no han sido más que una rapaz que se ha abalanzado sobre un animal moribundo -resume Don Gervasio.
-Lamento tener que darle la razón en lo último que ha dicho, Don Gervasio -responde Don Javier-. Y suerte tuvimos de no perder también las Canarias. Los estadounidenses tenían planes para invadirlas y no contábamos con un solo buque para defenderlas. Después de las batallas de Santiago de Cuba y Cavite, ya no tenemos Armada.
-Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra -ironiza el boticario.
-¡Mozo! -grita Don Gervasio, alzando su bastón. El camarero, que lleva alpargatas y viste pantalón y mandil negro sobre la camisa blanca, se acerca. -Me pone café con ron. Y dígale al limpiabotas que venga.
-No sé cómo usted puede ingerir ese brebaje -se extraña el farmacéutico.
-Es una moda que han traído los veteranos desde Cuba, está buenísimo, yo me he acostumbrado a ello, les aseguro que es muy recomendable. Lo llaman carajillo -informa Don Gervasio.
-¡Por favor, no diga obscenidades que hay un niño delante! -le reprende Don Javier.
-Deje que les explique; este brebaje, como usted lo ha llamado, Don Manuel, se lo servían los mandos a las tropas en Cuba antes de entrar en combate para que aumentara su valor en la lucha, lo bautizaron como corajillo, por el coraje que infundía. Pero ya sabe cómo somos los españoles de guasones, llegó un gracioso y corrompió la palabra.
-No les entiendo, de verdad que no les entiendo –vuelve a protestar Anselmo que simpatiza con el partido conservador, pero en esta ocasión hay más melancolía que ira en sus palabras-. Todo se lo toman a chanza. ¿Acaso heroísmo y honra ya no significan nada hoy en día? ¿Qué será lo próximo? ¿Sonarse los mocos con la rojigualda? Perdimos la guerra ante un enemigo formidable y muy superior como son los Estados Unidos, pero perdimos con honor. Y ya puestos, ¿se puede saber qué es lo que ustedes pretenden renegando de España? ¿No entienden que la patria es como una madre? se debe estar de su parte cuando tiene razón y cuando no la tiene. Ya que tantos defectos le encuentran a su patria, ¿por qué limitarnos a entregarles a los americanos tan sólo Cuba, Filipinas y Puerto Rico? ¿Por qué no regalarles España entera? Todos yanquis y asunto arreglado. ¡Ala!, a aprender todos inglés.
-En Cartagena estarían contentos -apunta Gervasio con malicia.
-¿Y por qué diantre iban los cartageneros a estar contentos de ser yanquis? -inquiere Anselmo.
-¡Ah! ¿Pero no lo sabe usted? -aclara Gervasio- Durante las pasadas guerras cantonales las autoridades insurrectas de Cartagena solicitaron al presidente Ulysses Grant ser anexionados por los Estados Unidos.
-Lo que yo les digo y no me quieren hacer caso: España es un país de chirigota -repite Don Manuel.
-¡No es así! -tercia Don Anselmo.
-Ya también opino que no es como usted dice Don Manuel; pero, admitámoslo, España duele; duele y mucho. Este siglo que termina nos ha sido pródigo en guerras: La de la independencia, las tres guerras carlistas, las cantonales…; amén de los muchos pronunciamientos militares de los espadones y de la Revolución gloriosa -enumera Don Javier-. Ya lo dijo el Canciller Bismark: “Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido”.
-Se non è vero, è ben trovato -confirma Don Gervasio que extiende sus pies para que el mozo le lustre los botines- ¿No les importa, verdad? -Ramón y el limpiabotas cruzan miradas de complicidad y sonrisas tímidas. Deben tener la misma edad, pero el limpiabotas es un niño pobre y ha de trabajar.
-Así como duele admitir que si esta última guerra no hubiese sido una tragedia, bien podría haber sido una farsa. ¿Saben lo que pasó en Guam? La censura militar ha tratado de ocultarlo -continúa hablando Don Javier.
-No, cuente, cuente -ruega Don Manuel.
-Los yanquis mandaron un buque de guerra a Guam, el USS Charleston, que fondeó en la isla el veinte de junio del año pasado. De inmediato, el navío abrió fuego con tres de sus cañones, andanada que la comandancia de la isla tomó como ¡salvas de honor! ¡Nadie les había comunicado que estábamos en guerra con los Estados Unidos!  Como respuesta, las autoridades coloniales enviaron una barca en la que transportaba a una representación española formada por el oficial al mando del puerto, un médico y el hijo del comerciante más influyente de la isla, el señor Portuach, si no recuerdo mal, el cual hizo de intérprete. El oficial español subió al crucero estadounidense y se disculpó por no haber respondido a sus salvas de saludo, alegó que los cañones de los fortines del puerto, dado que hacía más de un siglo que no se usaban, estaban muy erosionados por el salitre marino y nadie quería dispararlos por temor a que reventasen. El capitán del navío, un tal Mister Glass, le informó al oficial que los Estados Unidos y España estaban en guerra y que a partir de ese momento pasaba a ser prisionero. Luego, el capitán americano liberó al español y lo envió de vuelta a la isla con el mensaje de rendirla. Al día siguiente, a las nueve y media de la mañana, un oficial del Charleston desembarcó en la isla y solicitó, de nuevo, una rendición incondicional en el plazo de media hora. Debido a la inferioridad numérica de la guarnición española, la escasez de cartuchos, la ausencia de fortificaciones, y sin posibilidad de ayuda, pasado el plazo de treinta minutos, el gobernador de la isla, el general Juan Marina, rindió la plaza. A las cuatro de la tarde los infantes de marina del USS Charleston desarmaron a las tropas españolas. En menos de veinticuatro horas, y sin pegar un solo tiro, se ponía fin a más de tres siglos de dominio español sobre Guam.
-¡Qué cobardes fueron los nuestros! -exclama indignado Don Anselmo.
-¡Qué chisme tan jugoso! -certifica Don Manuel atusándose el mostacho.
-Parece increíble -comenta Don Gervasio.
-Ya ven, las cosas que se entera uno al trabajar en el Ministerio de Ultramar -les replica satisfecho Don Javier al comprobar el efecto causado por su revelación en sus amigos.
-Tragedia o farsa, heroísmo y cobardía, lo cierto es que España perdió su imperio, su coartada para sus delirios de grandeza, y ahora debe resignarse a ser ella misma, non plus ultra -concluye Don Gervasio, palabras que parecen sellar la tertulia. El limpiabotas extiende la mano y Don Gervasio deja caer una perra gorda. El resto de los contertulios declinan el ofrecimiento de lustre con gesto displicentes.

Un silencio extraño se apodera de los reunidos. Un silencio que es roto por Don Anselmo que se ofrece a pagar la cuenta y que llama al camarero para que se la traiga. Con parsimonia los contertulios se despiden los unos de los otros hasta el próximo jueves: “Y a ver si no nos ponemos tan serios, que el mundo aún no se ha acabado”, advierte Don Manuel. Los demás le dan la razón, tanta pesadumbre no puede ser buena.

Una vez en la calle, cada uno emprende rumbo a su residencia. Anochece. Un farolero comienza a prender las luces de las farolas de gas. Don Javier pretende tomar la mano de su hijo Ramón, pero éste se la rechaza. El niño piensa, en un orgullo de machito que alborea, que ya cuenta con once años y que ir agarrado de la mano del padre es cosa de niños pequeños y él ya no lo es.

Apenas llega a su casa y antes de que la criada sirva la cena en el domicilio de los Gómez, Ramón aprovecha para quedarse a solas en su habitación con la excusa de que debe estudiar para un examen. El chiquillo abre, con ímpetu, el atlas que le regaló su padre y consulta las páginas de geografía política. Las metrópolis y las colonias aparecen nítidamente representadas, coloreadas de forma llamativa, con demarcaciones inequívocas, con fronteras de aspiraciones inquebrantables. Sobre el papel, España aún posee un imperio bruñido en sepias. El atlas es anterior al tratado de París y ha quedado obsoleto. Luego hojea su álbum de sellos, su más cara posesión, y se deleita con las estampillas coloniales de Cuba, Filipinas y Fernando Poo. Ramón es tan sólo un niño, pero él también debe tomar conciencia de la nueva realidad y dimensión de España. Siente, él también, un rumor de hojarasca nostálgica.

Recuerda que sus maestros le han hablado mucho en la escuela, con motivo de la pasada guerra, acerca de la patria y las servidumbres que impone, del heroísmo y del sacrificio, del honor de caer en su nombre y ser enterrado con la bandera, de la necesidad de derramar hasta la última gota de sangre si fuera menester. Pero la conversación a la que ha asistido le ha perturbado hondamente, es como si descubriese que el mármol de la Historia no era más que hielo que se derrite ante la ferocidad de los factores humanos. Heroísmo inútil, tragedia y comedia, todo revuelto en una confusa y ambigua amalgama. De repente, el muchacho experimenta que todo es equívoco, que cualquier cosa contiene una paradoja o una ironía. Todo fluye, y no siempre la realidad es como nos parece o como nos enseñaron.  El niño, Ramón Gómez de la Serna, no saldrá indemne de aquella tarde en el café.

Relato premiado en IV certamen de relatos de Ultramar.



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