jueves, 25 de enero de 2024

EL SUSURRO DE LAS MUSAS (MICRORRELATO QUE PUEDES ENCONTRAR EN EL LIBRO "LA ÚLTIMA SONRISA DEL DINOSAURIO")

 

 

EL SUSURRO DE LAS MUSAS

 

Para vencer al famoso bloqueo creativo del escritor, un servidor recurría a un método electrodoméstico. Metía cinco segundos la cabeza en el horno encendido para que los ideas eclosionaran en mi cerebro como huevos empollados por el calor -terminaba apestando a piel de pollo quemada-. Luego introducía la testa en el congelador para fijar las ideas creativas. Acto seguido mi cráneo pasaba al tambor de la lavadora para centrifugar las sinopsis. Con el secador de pelo daba cuerpo y volumen a los argumentos. Y, por último, apoyaba la plancha fría a mi oreja a modo de auricular telefónico, esperando que por los agujeritos de expulsión de vapor las musas me susurraran la voz del narrador, los personajes y la trama.

 

Todo funcionó hasta el día en que me dejé encendida la plancha y me achicharré la oreja. Las musas dejaron de hablarme por gilipollas.

RESEÑA DE "El EQUÍVOCO" EN LA REVISTA PERUANA "ALBORES"

 Puede ser una imagen de una persona y texto

sábado, 20 de enero de 2024

DOS AMIGOS (Relato finalista en los Premios Constantí 2023).

 

DOS AMIGOS EN FACEBOOK
 
Bertín, el compañero de trabajo de Cristián, aprovechó la hora del almuerzo para incordiarle: 
 
-¿Dices que tienes casi cinco mil amigos en Facebook? ¡Menuda estupidez! Esos no son amigos -dictaminó Bertín.
-Pues te asombrarías cuanto interactúo con muchos de ellos -reveló Cristian.
-Amigos solo se tienen unos pocos en la vida y nunca son virtuales. La amistad es otra cosa, es una relación que soporta la distancia y el silencio. Un amigo es alguien con el que puedes pensar en voz alta, que está de tu parte, que te dice las verdades a la cara por incómodas que sean y, sin embargo, no te juzga, que te conoce a fondo y, aun así, te aprecia. ¿Existe alguien así entre tus amigos de Facebook?
-No hay que ponerse tan transcendente. A través de las redes sociales se conoce gente y puedes acabar entablando una buena amistad.
-Mira, te diré lo que es Facebook o Instagram: Tú vas por la calle y un desconocido se te acerca y te pide: “¿Me das tu cartera?”. Tú se la entregas, el tipo se queda con tu nombre, tu dirección, tu edad, estado civil y luego te pregunta: “¿Tiene fotos de tu familia?” Y tú le proporcionas las fotos de tu mujer, hijos e incluso una del perro. Luego levanta el pulgar y te dice: “Ya somos amigos y que sepas que te voy a ir siguiendo”. Absurdo, ¿verdad? Hay que ser muy tonto o muy exhibicionista para participar en una cosa así. No es más que una vulgar y superficial feria de vanidades.
-Eres un dinosaurio tecnófobo, solo a ti se te ocurre desdeñar las redes sociales. ¿Qué más dará cómo se conozca la gente si luego las relaciones prosperan?
-Vivimos en una sociedad posmoderna que se va diluyendo poco a poco. La lógica del consumismo ha terminado por alienarnos por completo, por secuestrarnos el alma. Facebook tiene el encanto capitalista del catálogo comercial. Ya no hay nada auténtico, todo se ha vuelto líquido y sucedáneo: Las amistades en Facebook, el amor en una aplicación de citas, la música enlatada en Spotify, el conocimiento y la cultura en Wikipedia, los libros de autoayuda en vez de la filosofía, la espiritualidad servida a la carta por una legión de gurús y coachs de internet, el activismo por el postureo en las redes sociales. Ya no hay experiencias constitutivas que forjen tu identidad, tu educación sentimental y tu cosmovisión del mundo. Solo hay consumo fast food de productos, ideas y experiencias de usar y tirar, todo es banal, hemos frivolizado la existencia humana a mayor gloria y lucro de un puñado de corporaciones tecnológicas. Nos disolvemos en la untuosa papilla de la posmodernidad.
-Eres un reaccionario y un cenizo, ¡menuda monserga!
 
Al acabar su jornada de trabajo, Cristián abandonó meditabundo la oficina. Detestaba el pesimismo de Bertín y le parecía que su compañero gastaba una pose esnob. Él valoraba de forma positiva el hecho de que mucha gente se ofreciese a ser amigo de otro usuario de Facebook, pese a no conocerse en persona. Cristián nunca había denegado una solicitud de amistad y era así cómo ya superaba los cuatro mil novecientos amigos en la red social. Cuando consideraba que en este mundo tan hostil y egoísta en el que vivimos hubiese gente bienintencionada que simplemente deseaba saber del prójimo, le hacía creer que no todo estaba perdido y que el mundo era un lugar más amable del que peroraba Bertín.
Cristián, se subió en su coche y salió del parking de la empresa. Un manto de nubes bajas y oscuras tapizaba el cielo, inspirando en el muchacho un amago de melancolía. No había recorrido ni un kilómetro en dirección a su casa, cuando un mastodóntico cuatro por cuatro le golpeó en la parte trasera de su utilitario mientras estaba detenido en un semáforo en rojo. Enojado, pero contenido, Cristián descendió de su coche y se percató que los daños infringidos en su vehículo eran considerables. Desolado por el estado de la carrocería, se dirigió al conductor del cuatro por cuatro, un tipo robusto de cara cuadrada, cejas espesas y tez cetrina: 
 
-¿Supongo que no tendrá ningún inconveniente en hacer un parte amistoso? -le interpeló Cristián-. Está claro que la culpa es suya.
 
El tipo salió del vehículo y por única respuesta, regurgitó:
 
 -¡Gilipollas!
 
-¡Encima!
A Cristián le llovió una bofetada en el rostro. Estupefacto, trató de decir algo, cuando le cayó un segundo sopapo. Comprendió que debía huir, pero antes de que pudiera sentarse en su coche, aquel energúmeno le arreó un puñetazo que lo derribó. Lo último que percibió Cristián, antes de desmayarse, fue que el matón le rompía una pierna atizándole con la llave para cambiar los tornillos de la rueda de su vehículo.
 
Durante su convalecencia Cristián experimentó una profunda depresión. Se sentía humillado y abatido tras aquella experiencia aterradora. Un tipejo le había agredido a causa de un vulgar accidente de tráfico. Había sido escalofriante advertir sus ojos fríos y su actuar mecánico. No halló ira, dolor o desesperación en su actuación; tan sólo brutalidad sin desbastar, un ejercicio de violencia gratuita, una falta total de empatía, una derrota de la comunicación interpersonal. Pensó que si aquel sujeto hubiese dispuesto de un revolver en la guantera le habría disparado y ya estaría muerto. Bertín tenía razón, nos estábamos deshumanizando.
 
Al cuarto día desde el suceso, Cristián, descubrió con estupefacción, indignación y espanto, que el agresor era uno entre los cientos de desconocidos que figuraba como amigo suyo en Facebook. El mundo podría estar más interconectado que nunca, pero el ser humano seguía tan despiadado y violento como siempre. El que lo tuviese agregado como amistad, permitió a Cristián, al menos, reunir los datos para poder denunciarlo a la policía.
 
El humor de Cristián mejoró con las sesiones de rehabilitación, sobre todo, gracias a los cuidados de Estela, la enfermera encargada de monitorizar sus ejercicios. A Estela, una chica dulce y amable, se le notaba que le gustaba ayudar a los demás.
 
Al finalizar la última sesión, Cristián decidió declararle a la enfermera la admiración que sentía hacia ella: 
 
-Me has devuelto la fe en la humanidad -soltó Cristián de una manera pomposa pero sincera.
-¿Yo, por qué?
-Por el cariño que pones en ayudar a los pacientes.
-Es mi trabajo.
-Se ve que eres buena persona, ni te imaginas la gente mala que hay suelta por el mundo. La pierna me la rompió un psicópata porque le pedí hacer un parte amistoso después de que el tío empotrara su coche contra la parte trasera del mío.
-Espera, esa historia…, ¿la contaste en Facebook?
-Sí, ¿te suena de algo? -La chica tomó su móvil y comenzó a consultarlo.
-Vale, ahora veo tu perfil. Cristián, tú y yo somos amigos en Facebook, ¡qué gracia!
-¡No me digas!
-Tengo tantos amigos que no llevo la cuenta -reconoció Estela.
-A mí me pasa igual.
-Y ahora somos amigos en la vida real.
-¿Y en la vida real aceptarías una invitación a cenar? -se lanzó Cristián con una audacia que le era impropia.
-Depende -Estela sonrió con la mirada.
-¿De qué depende?
-¿Te gusta la comida mexicana?

martes, 16 de enero de 2024

UN CONCIERTO Y UN LIBRO RECOMENDANDO A UNA PERSONA

 

En el XI Concurso de relatos breves de Cornellà del Llobregat, además de alzarme con el segundo premio, logré colar entre los finalistas el siguiente relato.
 
UN CONCIERTO Y UN LIBRO RECOMENDANDO A UNA PERSONA
 
Elsa se exasperó cuando su novio despotricó porque ella había dejado cincuenta céntimos de propina al camarero; lo que debía ser una escapada romántica estaba siendo boicoteada por el malhumorado de Juammi. Se suponía que él tendría que estar contento, incluso orgulloso, de acompañarla a recoger el premio, el máximo galardón que se otorgaba en el país en materia de cartelismo y que, por primera vez, se concedía a una artista que no era profesional. 
 
La gala de la entrega de premios, en cambio, transcurrió feliz. Para Elsa supuso un masaje para su ego; las sonrisas, las felicitaciones y los agasajos se agolparon en una concentración inédita para la joven. Ella estaba exultante, por fin se le reconocía su talento y creía hallarse en el inicio de su sueño: poder vivir de sus pinceles y dejar atrás su empleo de rotulista. 
 
Terminada la gala, camino del hotel, Elsa se abalanzó sobre su novio y lo besó apasionadamente en la boca; él, sorprendido, la secundó con torpeza. “¿Qué pasa?”, lo interrogó la joven; “Nada”, respondió el hombre. Elsa descendió de su nube de entusiasmo y volvió a pisar la acera sucia y plebeya de la calle, lastrada por la actitud de su novio. La mujer intentó no pensar en nada negativo, aquella era su noche. Cerca ya del hotel ella reparó en un cartel que anunciaba una actuación de jazz en el Orfeó Catalònia para la tarde siguiente.
 
-¿Qué pena que ya no estemos aquí? Me gustaría ver este concierto -comentó Elsa señalando el anuncio.
-¿Jazz, esa música para ascensores? -calificó el hombre con desdén.
-¿Se puede saber qué te pasa?
-Que eres una esnob como todos esos lechuguinos que estaban en la velada, por eso te gusta el jazz.
-Yo no me meto contigo cuando tú te reúnes con tus amigotes a ver los partidos de fútbol, ¿por qué no puedes respetar mis gustos?
-Ese es tu problema: tu complejo de superioridad. Eres tan culta, tan exquisita, tan progre, tan concienciada y lo que haga falta con tal de mirar a los demás por encima del hombro, por eso los futboleros te parecemos vulgares. No todo es jazz, arte y literatura, hay otras cosas que son cultura, la gente de pueblo también tiene su cultura.
Elsa no esperaba aquella andanada de resentimiento. “Así que eso era -pensó la joven-, se está vengando por la bronca que tuvimos en agosto”. Juanmi la había llevado a conocer su pueblo, que a ella se le antojó un villorrio deprimente. Cuando Elsa calificó de bárbaro el tradicional encierro de toros embolados, él se enfadó tanto que tardaron una semana en volverse a hablar.
-No te lo perdonaré nunca -le advirtió Elsa.
-¿El qué?
-Que hayas estropeado una noche tan importante para mí.
-¡Bah! No seas dramática.
 
Siguieron caminando hacia el hotel, ella callaba. Él trataba de romper el violento silencio con comentarios banales; la joven, sumida en sus pensamientos, se preguntaba por qué seguía con él. Elsa siempre supo que ambos tenían gustos culturales muy distintos y siempre pasó por alto aquellas divergencias pensado que el amor todo lo supera, el problema es que ya comenzaba a olvidarse acerca de las cualidades que la había llevado a enamorarse de su pareja.
 
Por la noche la mujer sintió como la mano del hombre irrumpía bajo su ropa interior, pero la apartó con decisión.
 
A la mañana siguiente, en la estación, aguardaron el convoy que habría de llevarlos rumbo a su ciudad de origen. Elsa nunca entendió a las personas a las que los ferrocarriles les parecían románticos, viajar en ellos era como escribir en papel pautado, sin salirse de la raya. En el momento de abordar el tren, de los llamados AVE, la joven sintió un amago de melancolía, su vida estaba tan encarrilada como aquellos vagones y el premio quizás no había sido más que una pequeña chispa de plenitud. En el momento en que montase en el AVE regresaría a su rutina, en la que su novio, con la minuciosidad de un pedicuro, se encargaría de recortarle sus alas y amortajar sus sueños. Juanmi, en cambio, estaba de buen humor. Llovía.
 
Ya ubicados en el departamento, él recordó que el domingo siguiente comían los dos “en casa de mamá”, canelones. A su novio le brillaban los ojos como siempre que hablaba de su madre. Elsa recordó que su suegra era una pésima cocinera y sus canelones estaban asquerosos. De pronto, se hizo viva la imagen de los tubos rellenos de carne con la bechamel pringosa bañándolos y Elsa sintió arcadas. Su relación con Juanmi había devenido informe y untosa, bañada con la grasa de la resignación y el conformismo, como aquellos malditos canelones que perpetraba su suegra metomentodo. La joven miró por la ventanilla, el tren se disponía a partir, y ella supo lo que debía hacer. “Voy a orinar” -anunció Elsa-. Descendió del vagón, apagó su teléfono móvil y se alejó del andén caminando a paso ligero. Atrás dejó la maleta y solo se llevó el bolso. 
 
Elsa se hallaba contemplando la actuación de jazz en el Orfeó Catalònia. Un piano, una trompeta, dos saxos y un contrabajo, inundaban la noche y la volvían gloriosa. El piano divagaba, el contrabajo comenzó a seguirle con un titubeante pizzicato que fue haciéndose seguro y vigoroso, los saxos irrumpieron y la trompeta subrayó la nueva senda musical que se acopló a la perfección en una partitura evanescente. Elsa cabeceaba y cerró los ojos para impregnarse de la música que, tan solo en el jazz, se vuelve indistinguible de la magia. La joven sabía que regresaría la escapada, la audacia de este o aquel músico impelido por su genio y, cuando todo pareciese descarrilar, se restituiría, tras la pirueta, la melodía principal, aterrizando sobre un campo de amapolas sonoras. El jazz era la libertad reencarnada en belleza. Ojalá la vida se pareciera al jazz, alcanzó a pensar Elsa, en donde las digresiones son disfrutadas y las individualidades son aplaudidas, en la que lo diverso se integra en lo harmónico y en la que la creatividad es la cualidad reina y la rutina es arrollada. El jazz era la demostración empírica de que la música es infinita como debería ser nuestro espíritu. Quizás un concierto de jazz, con sus instrumentos respirando música a pleno pulmón, fuese una alegoría inadvertida, una lección invisible de autoayuda. Vivir era no dejarse enlatar, abrirse a la belleza y al asombro.
 
Elsa abrió los ojos y advirtió que, a su izquierda, un joven seguía, absorto, a su vez, el ritmo. Era alto, hermoso; los cabellos negros, abundantes y ligeramente alborotados le prestaban un aspecto de bohemio, pero sin asomo de imposturas. No se había desprendido de la chaqueta oscura de pana y, de uno de sus anchos bolsillos, asomaba un libro cuyo título estremeció a la mujer al leerlo: El perseguidor, de Julio Cortázar, la obra preferida de su autor preferido. Elsa parpadeó un par de veces, no podía ser, ¿se trataba de un guiño del destino? Comprendió, como si un rayo la alcanzase, que la esencia de la vida reside en los placeres inesperados, como aquella urgencia por conocer a ese chico, al que un libro y un concierto recomendaban. 
 
-Es muy bueno -le dijo ella al joven.
-¿El concierto? Buenísimo -sonrió y su sonrisa tenía la diáfana belleza de la franqueza. Sus ojos eran de color miel.
-Y el libro.
-Lo compré esta tarde, me lo recomendaron vivamente, todavía no lo he abierto.
Terminada la actuación se acodaron en la barra del local, bebieron ron y hablaron de jazz y de Cortázar, valga la redundancia. Y sin que ninguno de los dos supiera cómo, la noche se puso traviesa.
 
La luz del amanecer se filtraba a través del ventanal, amenazando con revelar toda la crudeza impersonal de la habitación de hotel en la que habían pasado la noche juntos. Él dormía y Elsa pensó que tenía cara de niño bueno. La joven tomó el libro y anotó, en la página de la portadilla, su número de teléfono.
 
Elsa bajó del taxi y la estación de tren ya no le pareció tétrica como antes, quizás porque la mañana andaba luminosa, Conectó el móvil, su novio se había deshilachado en un rastro de mensajes detestables que ella borró sin apenas escucharlos, no sin sentir una punzada en el corazón, ¿se estaba portando mal con él? Elsa negó con la cabeza. Ya no estaba dispuesta a perdonarle ni a asomarse al brocal del pozo de su mezquindad, ni a ser víctima de su enésimo chantaje emocional, ya no. Como en un encantamiento, Juanmi se había vuelto viejo de repente y apestaba a pasado como una loción de afeitar de antes de la guerra. Una llamada entró, la pantalla anunciaba un número desconocido, era Víctor, su amante de una noche. Hablaron y, al terminar la conversación, Elsa tuvo la certeza de que, por fin, sus expectativas y la vida se besaban.

lunes, 15 de enero de 2024

Mi relato "Angélica", segundo premio en el XI Concurso de Relatos Breves de Cornellà de Llobregat

 https://projecte-loc.org/segon-premi-2023-angelica/

 

 

ANGÉLICA

 

Cuando en la pantalla del viejo televisor en blanco y negro aparecía un paisaje nevado, mi abuela sentenciaba invariablemente: “Cuando nieva es porque los ángeles están en una pelea de almohadas”, y yo siempre le preguntaba cómo era la nieve, pero ella no podía contestarme porque no la había visto nunca. Donde yo vivía jamás nevaba.

 

En mis primeros años me gustaba saber que los ángeles existían. Mi abuela me contaba, también, que cada persona contaba con un ángel guardián que velaba por cada uno y evitaba que nos pasase nada malo. Confiada, fueron muchas las veces que, antes de acostarme, recé a ese angelito protector para que cuidara de mí y de mi familia. El que mis padres me hubiesen puesto el nombre de Angélica reforzaba la simpatía que me inspiraban aquellos seres celestiales invisibles.

 

Un día mi vecina y amiguita Yanet, con la que jugaba a menudo a cocinitas, falleció, me dijeron que de diarreas. Mi papá afirmaba que había muerto de pobreza, porque vivíamos en un pueblo chiquito y recóndito y la mamá de Yanet, que vivía sola y sin marido, no tuvo dinero para viajar al pueblo grande en donde estaba el médico, aunque tampoco habría podido pagar al doctor, ni los remedios que fuera a recetarles, así que trató de sanarla con cocimientos de hierbas para que se curara, sin conseguirlo. Mi papá construyó, con unas maderas botadas en la basura y un puñado de clavos oxidados, una cajita en la que metimos a Yanet y la enterramos a los pies de una ceiba.  Mi abuela trató de confortarme diciendo que los angelitos ya tenían otra amiguita con la que jugar allá, en el cielo.  Lejos de consolarme, la idea de unos ángeles jalando a Yanet por razones egoístas me pareció algo siniestro, desde ese día comencé a recelar de los ángeles.

 

Al verano siguiente de que nos dejase Yanet, la desgracia nos cayó desde el cielo. Recuerdo que una mortaja de nubes negras cubrió la aldea y que mi abuela, como tronaba, decía, que eran los ángeles que estaban moviendo muebles. Mis padres estaban muy nerviosos. El viento arreció y mi abuela sostuvo que los ángeles estaban soplando sobre la sopa para enfriarla. Al final los ángeles lloraron toneladas de agua. Un deslave de la montaña se llevó por delante nuestra casita de tablas y techo de palma. Murieron mi papá, mi mamá, mi hermanita Omayra y la abuela. Todavía no sé cómo me salvé, fue un milagro, supongo que obra de mi ángel de la guarda que así me agradecía mis plegarias. Los vecinos lograron rescatarme de mi casa derruida, pero poco más pudieron hacer por mí, porque todo el pueblo estaba arrasado y nadie tenía comida ni agua. Las autoridades no aparecieron, éramos gentes olvidadas de un pueblo olvidado. Un mes antes del diluvio unos políticos habían pasado por mi aldea para pedir el voto al vecindario y cubrirnos de promesas, el recordarlo encabronaba a los vecinos que echaban a faltar, en mitad de aquella desgracia, todo tipo de ayuda. Yo enfermé por beber agua sucia y me entraron diarreas, pensé que pronto moriría como Yanet y no me importó, me había quedado solita en el mundo, si me iba para el cielo, al menos, me reuniría con mi familia.

 

Al quinto día desde la noche de la tormenta nos visitó un matrimonio muy simpático, nos trajeron agua y comida y hasta caramelos. El marido y la mujer viajaban en un carro de esos que llaman todoterreno. Preguntaron por los niños huérfanos, se ofrecieron a evacuarnos y ponernos a resguardo de las autoridades, yo y otros seis pequeños nos fuimos con ellos. Los días que pasé en casa de aquellos señores fui bien tratada y hasta me llevaron al médico, quien me recetó unas pastillas que ellos compraron y con las que sané. Pese a que sentía mucha pena por la muerte de mi familia y lloraba todas las noches después de rezar, comencé a albergar esperanzas, aquel matrimonio que me había recogido demostraba que había gente buena en el mundo, algo que mi mamá siempre negó: “Bueno no es ni tu padre”, decía cuando él venía borracho y mi mamá le peleaba por haberse gastado el dinero en chicha y él le respondía con golpes.

 

Al mes de permanecer con mis benefactores, éstos me dijeron que tenía que marchar con un señor que había venido a buscarme, algo que me produjo miedo porque el tipo tenía muy mal aspecto y me asustaba, especialmente, sus colmillos de oro. Pero me dijeron que no tenía opciones y que era propiedad de ese hombre y que tenía que obedecerle en todo, fue así como conocí a Aureliano, mi proxeneta. Me llevó a su burdel y lo primero que hizo fue pegarme una paliza para “domarme”, según me aclaró.

 

Poco después mi chulo subastó mi virginidad ante un grupo de narcotraficantes que pujaron por desflorarme. Fue mi primera violación. Lo que siguió después fue trabajar de prostituta durante doce horas al día. Si rehusaba a algún cliente porque estaba agotada, porque el tipo apestaba o porque lo que me pedía era demasiado asqueroso, Aureliano me golpeaba con toallas mojadas para evitar dejarme marcas y dañar su “mercancía”.

 

Durante un tiempo aborrecí a los angelitos, si ellos me habían salvado para entregar mis huesos y mi carne a un lupanar, es que eran unos seres abyectos y creo que hubiera sido mejor que me dejaran morir. Reconozco que fue un rencor estúpido, ya he crecido -a los trece años tuve mi primer aborto- y he dejado de creer en los ángeles, los que sí que existen son los demonios, los conozco muy bien, me acuesto todas las noches con ellos.