LETRAS
Antes de abandonar el que había sido su hogar durante
muchos años, rumbo a la residencia, y sentado frente a una vieja compañera, su
máquina de escribir Remintong, el anciano se sumió en la nostalgia y,
mientras acariciaba el teclado, repasando con sus yemas aquellas siluetas
de marfil sobre fondo negro, aquellas letras circulares de piano, cerró
los ojos y supo que las letras –estas, todas- de una forma u otra, siempre
habían formado parte de su vida.
En un principio, la cartilla escolar le enseñó sus
primeras letras; le siguieron la sopa de letras con la que fue creciendo -y que
su madre cocinaba con insistencia-, y un buen puñado de letras de
canciones, cinceladas a gritos frente a los escenarios o susurradas en la intimidad;
más tarde se unieron la “ele” que lució la luna trasera de su utilitario
durante todo un año y las letras protestadas por el banco, peaje a pagar por
emanciparse, así como un puñado más de letras con las que salió de la
universidad con un brillante título de letrado; vinieron, también, mujer e
hijos, y a éstos, a sus vástagos, les inició en sus primeras letras y, en más
de una ocasión, tuvo incluso que leerles la cartilla.
Y es que la vida es un párrafo que se desvanece antes de que seamos capaces de deletrearlo. Y el hombre, nuestro hombre, en un intento de remansar el caudal vertiginoso de la existencia, se hizo microrrelatista y se dedicó a colocar azulejos con narraciones en los perfiles del aire; en sus letras puso su vida. Ahora que es viejo, tan sólo aspira a que sus letras le sobrevivan.