miércoles, 28 de febrero de 2024

CERRRAR UN CÍRCULO

 La revista mexicana Aion.mx en su número 64, un monográfico dedicado a la guerra, ha publicado mi relato.

CERRAR UN CÍRCULO

Desde que empezó la tercera guerra de su vida, Iván, el nonagenario yace en la cama de su habitación, en el exiguo apartamento ubicado en una gris y tétrica torre de arquitectura soviética. Siente que la muerte lo acecha, como a todos los habitantes de la ciudad bombardeada con rutina macabra por las fuerzas rusas. Por el estruendo que hacen al estallar, Iván es capaz de distinguir los obuses que lanza la artillería de los misiles de crucero y, aún, de los drones que suenan como motocicletas aladas antes del estallido. A Iván lo cuida Irina, su nieta, que debe atender, también, a su bisnieto Alexey. Irina únicamente deja solo al anciano cuando va a comprar comida o cuando suenan las sirenas de alarma y debe correr con su hijo rumbo al sótano del edificio que hace las funciones de precario e improvisado refugio. Iván, con movilidad reducida, deplora ser un lastre para su nieta. Ella acaba de perder a Vitaly, su marido, soldado ucraniano sacrificado en Mariúpol.

 Irina ha salido en busca de víveres; nadie está a salvo con los rusos machacando a los civiles y la acción trivial de comprar pan puede convertirse en un insospechado acto de heroísmo. El anciano espera con ansiedad la vuelta de su nieta alternando su mirada entre el cartón que cubre la ventana sin cristales y un absurdo póster de una playa tropical con cocoteros. Frente a él, una estantería donde reposan algunos libros -destacan las obras completas de Antón Chéjov- y un juego de muñecas matrioskas. Irina regresa acompañada de dos hombres que entran en la habitación del viejo tras pedir permiso.  Llevan sendos cascos y chalecos antibalas con la palabra press escrita en letras enormes sobre los petos. Uno habla ucraniano y hace de traductor, el otro se dirige al abuelo en castellano, una lengua que, siempre que la oye provoca en Iván un sobresalto:

–Un vecino nos ha dicho que usted es español, ¿lo es? Hemos llamado a la embajada en Kiev y no les consta que quedase ningún ciudadano español atrapado en esta ciudad. –El anciano parece no comprender lo que la acaban de preguntar y el ucraniano, que acompaña al periodista, traduce las palabras del reportero. Iván mueve la cabeza, negando–. Ya me extrañaba –declara, decepcionado, el periodista, que lamenta ver esfumarse la que sería una buena historia.

Irina saca de la mesilla de noche un carné ajado con una fotografía amarillenta grapada a la cartulina y se lo muestra al periodista extranjero. Corresponde a Iván, cuando era joven, en la credencial aparece con el nombre de Alberto.

–¿Alberto, se llama usted Alberto Santibáñez? –le preguntan de nuevo el corresponsal.

Fue en otro tiempo, en otro lugar. Hace más de ochenta años que el viejo dejó atrás país e idioma, aunque aún puede rememorar la nana infantil que le cantaba su madre sentándolo en las rodillas a la par que la miríada de besos sonoros que estampaba en sus mejillas.

–Yo…, tenía… –el viejo balbucea, casi no recuerda su lengua materna y muestra siete dedos alzados.

–¿Siete años?

Da –asiente el anciano en ruso.

–Entiendo, ¿es posible que usted sea uno de los niños que fueron evacuados a la Unión Soviética durante nuestra guerra civil? –el periodista español aventura una hipótesis.

Da. –Y los ojos de Iván, que vuelve a ser Alberto, se nublan de lágrimas. ¿Qué recuerdos guarda de su niñez asturiana? Las caricias de su madre, que su padre era minero y volvía a casa con el rostro tiznado y luego los prados y los montes verdes. Nada más.

–¿Regresó alguna vez a España? –el anciano niega con la cabeza.

–Mucha guerra, un barco. Niños rusos…, no sabían decir Alberto, Iván mucho fácil.

–Entiendo. Mañana, como más tardar, los rusos completaran el cerco y la ciudad quedará sitiada, nosotros nos marchamos en un coche esta tarde, pero en su estado no podemos llevarlo, tendría que ser evacuado en una ambulancia y ahora eso es imposible. –El anciano señala a su nieta y a su bisnieto, su mano tiembla–. Sí, hay dos plazas, ellos pueden venir con nosotros en caso de que quieran ir a España.

Irina discute con su abuelo, no quiere abandonarlo, él la tranquiliza, le dice que los vecinos cuidarán de él, basta con que se lo pida a la anciana señora Natalka para que se encargue de todo. Con voz apagada, pero firme, el anciano insiste en que se marchen. Asegura que Asturias les gustará. Alexey, el niño, contempla la escena con sus despavoridos ojos azules, en silencio. Desde que mataron a su padre el chiquillo no ha llorado, no ha reído, no ha jugado y guarda un silencio impropio y perturbador, como si acusara al mundo de los adultos de aquella tragedia. Las miradas del anciano y del infante se cruzan, pero ninguno habla. Alberto se pregunta que estará pensando su bisnieto de siete años, aún recuerda la extrañeza que sintió cuando sus padres le dijeron que lo enviaban a un país maravilloso llamado Rusia y las incertidumbres que lo asaltaron cuando lo embarcaron junto a cientos de niños, cada uno con una etiqueta de cartón colgada del cuello con sus respectivos nombres inscritos. Sus padres clavados sobre el muelle, despidiéndose, deshaciéndose en lágrimas; aquella fue la última y dolorosa imagen que retiene de ellos. No volvió a verlos ni a tener noticias de sus progenitores. Y luego una segunda guerra, cuando evacuaron a toda prisa su orfelinato huyendo de las tropas de Hitler. Lo trasladaron a Leningrado donde sobrevivió al cerco alemán, pasó hambre y se asomó al abismo indescriptible del horror, al mal absoluto en el que pueden incurrir las personas con tal de sobrevivir un día más. Terminada la contienda no quiso quedarse en la ciudad en la que tanto había sufrido y pidió ser destinado a Ucrania en donde se estableció y formó una familia.  Ahora su bisnieto Aleksey saldrá de su patria a la misma edad con la que él salió de España. ¿Recordará los trigales dorados de Ucrania bajo el cielo azul infinito como él recordó los prados intensamente verdes de Asturias? Dicen que todos venimos a este mundo con un propósito y Alberto/Iván comprende, por fin, el suyo: ser el pasaporte inesperado que salve la vida a su descendencia. Ha cerrado su círculo vital y ahora sabe que ya puede morir en paz, en el fragor de otra guerra.

 

miércoles, 7 de febrero de 2024

CONSEJO (VÍDEO DE RINCÓN POÉTICO)

CONSEJO

En el taller, la profesora nos reveló que la clave para hacer un buen microrrelato consistía en meter tijera.

Una vez que tuviéramos el texto, deberíamos colocar entre corchetes todo aquello que se pudiera recortar. Si tras el esquilado, el microrrelato seguía teniendo sentido, el resultado podía darse por válido.

Seguí el consejo magistral y cercené todo un rebaño de vocablos, pero me quedé triste al contemplar las palabras desechadas. Tomé los retales, hilvané unas, zurcí otras y me dio para dos greguerías, cinco aforismos, cuatro chistes y un paño de cocina.​

 

https://www.youtube.com/watch?v=h9jYMmGIhdA

jueves, 25 de enero de 2024

EL SUSURRO DE LAS MUSAS (MICRORRELATO QUE PUEDES ENCONTRAR EN EL LIBRO "LA ÚLTIMA SONRISA DEL DINOSAURIO")

 

 

EL SUSURRO DE LAS MUSAS

 

Para vencer al famoso bloqueo creativo del escritor, un servidor recurría a un método electrodoméstico. Metía cinco segundos la cabeza en el horno encendido para que los ideas eclosionaran en mi cerebro como huevos empollados por el calor -terminaba apestando a piel de pollo quemada-. Luego introducía la testa en el congelador para fijar las ideas creativas. Acto seguido mi cráneo pasaba al tambor de la lavadora para centrifugar las sinopsis. Con el secador de pelo daba cuerpo y volumen a los argumentos. Y, por último, apoyaba la plancha fría a mi oreja a modo de auricular telefónico, esperando que por los agujeritos de expulsión de vapor las musas me susurraran la voz del narrador, los personajes y la trama.

 

Todo funcionó hasta el día en que me dejé encendida la plancha y me achicharré la oreja. Las musas dejaron de hablarme por gilipollas.