sábado, 31 de agosto de 2024

X CONCURSO DE RELATOS ARSENIO ESCOLAR

  Mi relato "Silencios que matan", segundo accésit en el X  concurso de relatos Arsenio Escolar.

 

https://cadenaser.com/castillayleon/2024/08/26/el-concurso-arsenio-escolar-falla-sus-premios-radio-aranda/

 

SILENCIOS QUE MATAN

 

 

En lo que a mí respecta no eran buenos tiempos para la lírica, ni para el romanticismo ni, tampoco, para el altruismo. Acababa de salir de un divorcio traumático; mi mujer me había abandonado para irse con su jefe y yo sentía un cielo de desprecio precipitándose sobre mi alma. Tenía la sensación que Marta se había librado de mí como quien se saca un chicle o cualquier otra porquería pringosa que se le hubiese pegado en la suela del zapato, sin compasión, sin miramientos, refregándose contra el primer bordillo que había encontrado. Admito que estaba resentido y que mi misoginia y mi misantropía estaban tan altas que se paseaban por los nubarrones. Fueron días aciagos en los que la visión de una familia feliz me revolvía el estómago. Acudí al psicólogo, que me recetó ansiolíticos y somníferos. Soledad, depresión y asco, así era mi nueva vida. Debía adaptarme a mi condición de cornudo y apaleado; tragar quina y seguir adelante. Y si no sucumbí fue porque me aferré a la escritura como válvula de escape y terapia.

A efectos prácticos mi divorcio me había expulsado de mi casa y de mi barrio de clase media. Tras la separación me mudé a la única vivienda que pude pagar, un piso de alquiler en un polígono de bloques del extrarradio. Mi nuevo barrio era feo a morir, pero peor que el paisaje era el paisanaje: chonis, garrulos y macarrillas a granel. La gente normal que residía en la barriada iba de su casa al trabajo y viceversa y apenas se dejaban ver, así que era la anterior fauna descrita la que pululaba ociosa conformando una población flotante que colmaba todo el santo día las aceras. El polígono de viviendas, para más inri, no contaba con biblioteca pública, pero le sobraban bares, a cuál más desolador.

Reconozco que me mudé a mi nuevo domicilio con las alforjas cargadas de prejuicios, al fin y al cabo, yo era un cretino mesócrata, lo malo fue que el roce con el vecindario no hizo más que reforzar los estereotipos que me lastraban en mi caída en la escala social. Sin embargo, a medida que fui coincidiendo con mis vecinos en la promiscuidad de la cabina del ascensor y entablé conversaciones con ellos acerca del clima o de cualquier otro tema banal, conseguí que se me volviesen más concretos y cercanos y que se relajara mi pituitaria clasista. No tardé en llevarme bien con los viejos; los jóvenes, por el contrario, solían ser intratables. Más o menos, al cabo de unos meses, unos y otros, viejos y jóvenes, me respondían cuando los saludaba. Y digo más o menos porque a uno de ellos, al vecino del piso situado justo debajo del mío, nunca logré arrancarle un “buenos días”.

Mi vecino, de nombre Fran, me disgustó así que lo vi. Era el típico macarra de barrio, que refrendaba agriamente todos mis prejuicios. Estatura media, complexión de las que llaman atlética –aunque lo más atlético que tenía era su sempiterno chándal del ejército-, membrudo, moreno, tez cetrina. Era de esos tipos nerviosos que ponen nervioso a todo el que lo rodea. También era el arquetípico machito alfa ebrio de testosterona: agresivo verbal, listillo, de los que hablaban –más bien berreaban- con voz grave y soez en un tono maleducadamente alto; atributos que aderezaba con camiseta imperio y tatuajes. Su estampa era un incesante alarde de machismo, hasta el punto en que se asemejaba a una parodia grotesca de la virilidad en su versión más barata. En ocasiones su pose corporal me recordaba a los simios de los zoológicos.

No, no me cayó bien, le tenía un odio estético al que se unió el hecho de que no me saludaba cuando se cruzaba conmigo. El tipo tenía pareja, estaba con una chica llamada Clara, lo sé porque en tres ocasiones le escuché como se reía de ella llamándole “Clara de huevo”. La chica también era morena, pero ahí se acababan las semejanzas con su pareja. Mientras que el fulano no callaba, a ella ni se la oía.  Clara era casi fantasmal, era como te imaginas a la chica de la curva: cabellos largos azabache, ojos negros subrayados por unas ojeras permanentes, tez pálida, delgada de cuerpo y provista de un aura de perturbadora tristeza. No puedo decir si era simpática, o bien, todo lo contrario, no creo que en el transcurso de aquellos meses intercambiara más de tres frases con ella. Lo que sí puedo decir es que no era feliz y que sufría, algo que se percibía nada más verla. Su mutismo y su postura cabizbaja mirando al suelo mientras esperaba el ascensor, delataban su melancolía. Era de esas personas a la que algo o alguien le habían borrado la sonrisa.

La ocasión que más hablé con Clara fue una tarde de domingo en que la hallé sola en un parque cercano a nuestro edificio paseando un perrillo pequeño y negro como un mal augurio.  Como mi perra Iskra se la había quedado Marta, y yo la echaba de menos, solía acercarme a todos los canes con los que me tropezaba. Recuerdo que hablamos del perro, que era de su hermana y que se lo había dejado para que lo cuidara mientras la operaban. También disertamos, en una conversación banal, acerca de la compañía que hacen las mascotas. Ella deseaba tener un perro, pero su marido se lo había “prohibido” -recuerdo que el término me chirrió-. En aquella conversación Clara me sonrió por primera y única vez, tenía una sonrisa que yo llamaría lánguida. Intuí a una mujer dulce. Antes de despedirnos declaró que “los animales son mejores que las personas”. Pronunció la frase de una manera tan triste y honda que me estremeció. Me pasé el resto de la tarde leyendo el relato “La dama del perrito” de Chejov y pensando en Clara.

Mi aborrecimiento hacia el vecino del piso inferior se acrecentó cuando advertí que trataba mal a Clara. Una tarde de sábado en que la pareja regresaba cargada con la compra semanal, la bolsa que contenía los congelados resbaló accidentalmente de la mano de la chica y chocó con estruendo contra el suelo del vestíbulo del edificio. “¿Estás idiota o qué te pasa?”, le soltó el marido. Yo aguardaba a que bajara la cabina del ascensor y escuché el exabrupto. “Lo siento”, musitó Clara. Y supe, al verla, que aquella mujer tenía la autoestima destruida y que él era el causante. 

Tras el primer incidente en el vestíbulo me llegaron otros indicios de maltrato. Algunas noches subían hasta mi vivienda, colándose por la ventana de mi estudio, los gritos desaforados del hombre insultando a la mujer, punteados por golpes, que supongo que se debían a patadas y puñetazos que el energúmeno propinaba al mobiliario y a las paredes. En más de una ocasión temí por la integridad de Clara y estuve tentado de llamar a la policía, pero nunca lo hice. ¿La razón de mi pasividad? Se podía resumir en tres noes: No era mi mujer, no era mi matrimonio, no era asunto mío.

Para mi vergüenza admito que en el fondo de mi inacción latía una pulsión oscura. Aunque tenía bien claro quién era la víctima y quién el victimario, en cierta medida, culpabilizaba a Clara de su situación. “¿Por qué lo soportaba? -me preguntaba-. Si lo que sobran son tíos y este ni siquiera es guapo. ¿Por qué tantas mujeres se dejaban someter por aquellos chulos de vía estrecha? –seguí preguntándome-.  ¿Por qué había mujeres que parecían aguantarlo todo y otras no aguantaban casi nada?”, y me acordé de Marta, que me dejó una semana en dique seco, durmiendo en el sofá, porque me opuse a que pintara el salón de amarillo –a lo que acabé cediendo-. “¿Por qué Clara no dejaba a aquella escoria que le daba mala vida? ¿Sentía miedo, la tenía amenazada?”, quizás. Sin embargo, dictaminé para mí mismo que hay mujeres que les atraen esa clase de homínidos poco evolucionados y me pregunté si Clara, en el fondo, al consentirlo, no se lo estaría buscando. Ni siquiera el tropezarme una mañana con mi vecina en la escalera y verla con gafas de sol y sospechar que él le había atizado, provocó que saliese de mi cínica pasividad y me plantease ayudarla de alguna forma o, tan siquiera, preguntarle que le pasaba.  En cierto modo Clara estaba pagando mi despecho, mi misoginia y todo el rencor que el divorcio con Marta me había legado como secuela. Muchas veces cuando te rompen el corazón, los pedazos que quedan son afilados y cortan a quien no se lo merece.

Por aquel entonces leí la convocatoria de un concurso literario sobre relatos contra la violencia de género y me propuse escribir uno inspirándome en la historia de mis vecinos, ¡los tenía tan a mano! Empecé a frecuentar por las tardes el bar de la esquina dónde el tipo parecía tener su segunda residencia y agucé el oído tomando notas mentales que luego volcaba en el ordenador en forma de apuntes. No fue difícil, el menda era de los que no callaban ni debajo del agua e iba escupiendo frases atropelladas emitidas en el tono perentorio del que está encantado de conocerse y se cree en posesión de la verdad revelada. Si cierro los ojos, aún puedo escucharle pontificar sobre cualquier tema con impúdica ignorancia, con su verbo acelerado y su dicción pastosa de macarra. De todo lo que me enteré no hubo nada que me reconciliara con el personaje, al contrario. El tipo había estado casado anteriormente –siempre me ha maravillado la facilidad para emparejarse que tienen determinados indeseables- y tenía un hijo pequeño; así que su tema preferido, después de la actualidad futbolística, era despotricar de su ex, a la que tildaba de “zorra” y “puta”, alegando que estaba poniendo a su hijo en su contra. Más de una vez le escuché decir que iba a matar al novio de su ex pareja. Parece que el fulano pensaba que la pareja es propiedad del macho, así que le era ofensivo verla en brazos de otro, aunque ella ya no estuviese con él. También supuse que era de los que confunde hombría con venganza. Por lo demás, vaciladas continuas y rajadas contra el encargado y los compañeros de oficio –trabajaba de barrendero municipal-. Siempre parecía estar enojado y los escasos momentos en que aparentaba estar alegre, su dicha era sombría –se desternillaba de risa con el humor negro o cuando alguien resultaba humillado en un chiste-. Un último detalle: en su juventud había sido boxeador amateur.

Estuve durante un par de meses tomando apuntes hasta que renuncié a escribir el relato. ¡Era todo tan tópico! Clase social baja; polígono del extrarradio; él, un tío mierda, don nadie en la calle, pero tirano en casa; machista, celoso patológico, retrogrado y agresivo; inepto para gestionar sus frustraciones; maltratador de una mujer sumisa a la que ha comido la moral y a la que, al final, terminará asesinando. Los personajes eran tan planos como la hoja del cuchillo con el que iba a degollar a mi Clara de ficción. No hay nada peor en literatura que la previsibilidad. Después de darle muchas vueltas decidí que no iba a redactar aquel cuento.

Pese a mi momentánea renuncia, la idea de escribir algo acerca de la violencia de género siguió cosquilleándome la imaginación. Unas semanas más tarde, rozando la fecha límite de recepción de originales, presenté a concurso un cuento titulado “Cien días de soledad”, que tenía mucho de realismo y nada de mágico. La historia era la crónica de un despecho: el de un hombre que ha sido abandonado por su mujer. Comienza con la escena en que ella recoge sus maletas y se despide del que hasta ese momento ha sido su esposo. El hombre le advierte: “La soledad es un cuchillo que corta muy profundo”. Ella interpreta la frase como una amenaza y marcha despavorida -El suspense del relato consistía en preguntarse si el protagonista iba a agredir o no a su ex pareja-. Algunas páginas después, el hombre contempla en el escaparate de una tienda de moda un maniquí que tiene un parecido asombroso con su ex mujer. Se obsesiona con el maniquí y va a verlo todos los días. Como desea poseerlo, primero trata de comprárselo a los dueños de la tienda, pero lo toman por un loco y se niegan a vendérselo. Desesperado, una noche empotra su vehículo todoterreno contra el escaparate y se apodera del muñeco. Ya con el maniquí en casa, lo trata como si fuera su esposa; le habla, lo sienta en la mesa a comer, lo acurruca en el sofá a ver la televisión, se acuesta con él en la cama de matrimonio. Durante unas semanas es extrañamente feliz. Sin embargo, el temor a que el maniquí vaya a abandonarlo, lo sume en una paranoia. Comienza a insultar a su compañera de plástico, luego a golpearla y, en una noche de borrachera y ofuscación –cuando se cumplen los cien días de que su mujer lo abandonara-, acuchilla y desmembra al maniquí. A la mañana siguiente, al contemplar el destrozo, se asusta y comprende que ha perdido la razón. Se somete a terapia y recobra el equilibrio mental.

Por raro que parezca, tras escribir aquel relato absurdo, me sentí aliviado. Lo que no habían conseguido las sesiones de terapia con mi psicólogo, lo había logrado el ejercicio de escribir, de asomarme a mis demonios y convertirlos en figuras de tinta erguidos sobre el papel. Coincidió que terminé el texto en el día en que era el cumpleaños de Marta, me armé de valor y le telefoneé para felicitarla. Su voz sonó cálida y sorprendida. Me agradeció con sinceridad el detalle. Y dijo lamentar haberme dicho cosas que no sentía en el momento en que se produjo nuestra tormentosa separación.

-No te engañes, sí que las sentía –le interrumpí.

-Se sienten muchas cosas, pero te las dije porque estaba dolida. Creo que no fui justa del todo. He pensado mucho en ello.

-Yo tampoco fui justo en todo lo que te dije, me pasa igual que a ti.

Aquella fue la forma que improvisamos para pedirnos perdón mutuamente, por aproximación. Recuerdo que al colgar el teléfono me sentí aplacado. Había hablado tranquilamente con Marta, como si fuéramos dos viejos amigos, sin haberle soltado todos los reproches que había acumulado en mis jornadas más oscuras. Todavía estaba de duelo, aún me sentía triste por la sensación de pérdida, desheredado por la suerte y maltratado por la vida; pero ya no me reconcomía la acidez del rencor. Durante los días que siguieron reflexioné mucho acerca de la necesidad vital del perdón. Convine en que el rencor es el más estúpido y el peor de los sentimientos, es el óxido del alma, es un boomerang que sólo golpea a uno mismo.

Enfrascado en aquellas meditaciones, otra llamada de teléfono vino a sacudir mi rutina. Una voz de mujer me anunció que mi relato “Cien días de soledad” había obtenido el primer galardón en el certamen literario. En ningún momento creí que fueran a premiarme, es más, me imaginé un jurado atestado de feministas que pondrían el grito en el cielo acusándome de banalizar la violencia contra la mujer. Aunque lo cierto es que me había olvidado por completo del concurso, me sentía más que recompensado por el mero hecho de haber escrito un cuento que me había servido como terapia privada para aceptar una verdad incontrovertida: Nadie debe compartir su vida con otra persona por obligación. Marta no era feliz conmigo, por eso se marchó.

La ceremonia de entrega del premio se celebraba en una pequeña ciudad de provincias a ochocientos kilómetros de mi domicilio. Dediqué un fin de semana a desplazarme hasta la localidad, participar en el acto y regresar a mi casa. Fue una experiencia grata; no sólo obtuve un espléndido masaje a mi ego, sino, que pude vanagloriarme de ser una persona concienciada y comprometida con la erradicación de la violencia machista, cruzada a la que contribuía con mis humildes letras.

Era domingo y anochecía cuando el taxi me dejó frente al edificio en el que se ubicaba mi domicilio. Me llamó la atención ver una ambulancia y dos vehículos policiales aparcados en doble fila frente al bloque de apartamentos, pero lo que me perturbó fue contemplar que, junto a ellos, había un furgón perteneciente a una empresa de servicios funerarios. Unos cuantos vecinos se arremolinaban junto al portal. Iba a preguntarles qué había pasado, cuando dos tipos vestidos con monos de color azul marengo aparecieron empujando una camilla de acero inoxidable con ruedas y, sobre ella, lo que innegablemente era un cuerpo envuelto como un fardo en una manta plástica de tonalidad gris. Y entonces lo supe, sin necesidad de preguntar nada.

-Es Clara, ¿verdad? Ha matado a Clara –afirmé.

-Sí–me contestó la señora mayor del octavo.

-Y ha sido su marido. –volví a afirmar.

-Sí, él se ha suicidado después.

-¿Cómo..., cómo ha sido? –balbuceé.

-La ha estrangulado con una brida gruesa de plástico.

Abrí la puerta de mi apartamento y penetré en él en estado de shock, caminé unos pasos hasta trastabillar con la mesa de centro del salón y caer a plomo sobre el sofá. Por unos minutos traté de pensar que no había sucedido, que la chica del perrito estaba viva y que todo se debía una pesadilla macabra de la que muy pronto despertaría. Luego reparé en el horror de su muerte, estrangulada con una brida, e imaginé el dolor físico y el terror que había pasado mientras aquel malnacido le arrancaba la vida. “¡Hijo de perra! ¡Cobarde! ¿Por qué no te suicidaste antes?”, recuerdo que grité en un acto estéril de impotencia. Antes de que pudiera darme cuenta estaba llorando con mi rostro cabizbajo hundido entre mis manos.  No podía borrar de la mente la visión de Clara sonriéndome con tristeza. Y, por último, me anegó la marejada de la culpa. Clara necesitaba ayuda, un brazo en el que asirse para poder librarse de su verdugo. Pero no le tendí la mano, ni su familia, ni sus vecinos, ni nadie de su entorno denunció al monstruo oculto en la sacrosanta privacidad del matrimonio. Y lo que para mí era lo peor de todo aquello, yo no hice nada e incluso la culpabilicé de su situación. Escuché el maltrato con el que el marido la agredía ascendiendo en gritos hasta mi piso como un humo impuro y ni una sola vez llamé a la policía, quien sabe si una simple llamada de teléfono, mi llamada, le hubiese salvado la vida. Pero no hice nada, y eso que andaba sobrado de indicios, que hasta había previsto su final, y la había matado en la ficción…, y, sin embargo, no hice nada, no la salvé. ¡Qué ironía! me acababan de conceder un premio por mi aportación literaria a la concienciación contra la violencia de género, ¡con trofeo y todo! Fran había matado a Clara y la sangre manchaba sus manos, pero, ¿hasta qué punto no la habíamos matado entre todos -y yo el primero- con nuestra indiferencia? Mi silencio cómplice entre los demás fue la bruma en la que se agazapó el asesino y facilitó el crimen. No, no hay amores que matan, quien ama no mata; pero si hay silencios que matan… mi silencio, entre los demás.