lunes, 17 de noviembre de 2025

EL PRECIO DE LOS SUEÑOS

 

He quedado finalista en el IV CONCURSO ÉRASE UNA VEZ ZARALETRAS con el relato
 
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS
 
Tuve un sueño delicioso: Ava Gardner, Kim Novak, Ingrid Bergman, Sofia Loren, Rita Hayworth, Brigitte Bardot y Jane Fonda aparecían en él; todas ellas, jóvenes, sensuales y bellísimas, tal y como yo las había visto en las pantallas de cine durante mi adolescencia. Las actrices bailaban coreografías de la película West Side History al compás de la vibrante música de Leonard Bernstein. De repente, descendía por una escalera antiincendios Natalie Wood y me tomaba de la mano para llevarme a una cama con dosel rococó situada en una azotea en donde me esperaba desnuda Marilyn Monroe, quien, tras cantarme Happy birth day to you, me hacía el amor desaforadamente mientras el resto de actrices nos jaleaban y batían palmas, a la vez que una sutil neblina nos envolvía añadiendo misterio a la escena. Tras el frenesí erótico las chicas cantaban el coro de los hebreos de la ópera Nabucco y yo me unía a ellas con una insólita voz de barítono que no poseo en absoluto.
 
Llevaba un par de días recordando el sueño y relamiéndome con las buenas sensaciones que me había dejado cuando, en la bandeja de entrada de mi correo electrónico, me llegó un comunicado de la Sociedad de Autores en el que, bajo el encabezamiento “Estimado señor pirata:”, se me acusaba de haber incurrido en “prácticas oníricas no autorizadas” utilizando imágenes, temas musicales originales y otros con arreglos, protegidos por sus correspondientes derechos de autor. A la comunicación se le añadía una factura que yo debía abonar para resarcir el prejuicio económico causado.
 
Me quedé atónito. Una vez repuesto de mi estupefacción les dije que no pensaba pagarles un céntimo -la minuta ascendía a más de seis ceros- y que me denunciaran si les daba la gana. Me advirtieron que no dudarían en llevarme a los tribunales y que tenían pruebas de la noche de autos, entre las cuatro y nueve y las cinco y treinta y cinco en que tuve, durante la fase REM, los sueños lesivos con el ánimo de lucro de la sociedad recaudadora. En un archivo adjunto me hicieron llegar imágenes de tomografías computerizadas de mi cerebro que demostrarían “fehacientemente los hechos alegados”. Me ofrecían, eso sí, pagar lo adeudado en cómodos plazos durante siete años, aplicándole una tasa de interés de Euribor más uno punto sesenta y nueve.
 
Apabullado con toda la información que manejaban sobre los aspectos más íntimos de mi persona, admití mi delito mientras les preguntaba cómo diablos podían haber hurgado en mis sueños. Me explicaron que ALEXÍA, cacharro que yo pensaba que era un inocente asistente de voz, se trataba en realidad de un dispositivo ultratecnológico, dotado con I.A., que mapeaba mi actividad cerebral, datos que vendía a empresas publicitarias, quienes, a su vez, me ofertaban los productos que yo más deseaba. En conclusión: no me tocaba otra que pagar y que tuviera “mucho cuidadito” con lo que me atreviese a pensar, que todavía me denunciarían por delito de odio.

FUERA DE PLAZO

 

FUERA DE PLAZO (relato publicado en el número 49 de la revista Papenfuss).
 
“De esta me hacen socio en el bufete. ¡Seguro!”, murmuró Pedro Redondo, con la toga todavía puesta y el fallo de la sentencia caliente en sus oídos. 
 
Pedro Redondo, el joven y ambicioso abogado se había hecho con la cuenta del cliente más cotizado de su despacho: El laboratorio que fabricó el medicamento llamado talidomida. Solo Dios sabia cuántos codazos había tenido que dar, cuántos callos había tenido que pisar y cuánta adulación había tenido que desplegar para que, a él, al nuevo, el último en llegar al bufete, le otorgasen el pleito con más millones de euros en juego de todos los que se ventilaban en "Fernández Cuevillas-Cuesta y Asociados". Era lógica la animadversión que había suscitado entre sus compañeros y el apelativo de “el trepa” con el que le habían etiquetado al poco de llegar. A Redondo poco le importaba, él no iba al trabajo a hacer amistades, él iba a ganar casos. No podía perder aquel pleito jugoso y no lo perdió. Una vez más, como en otros momentos decisivos de su ascenso social, todo le había salido redondo (su apellido era premonitorio). El joven abogado convenció a la Sala de la Audiencia Nacional para que desestimara las indemnizaciones que exigían los perjudicados para resarcir los efectos devastadores del fármaco.
Las madres de los demandantes habían tomado talidomida, medicamento que se recetaba para evitar molestias durante el embarazo, con la consecuencia fatal del nacimiento de niños con malformaciones. A Redondo le pareció de mal gusto que el defensor de la asociación de afectados mostrara durante la vista una colección de fotografías de recién nacidos con extremidades atrofiadas. “Carecen de relevancia jurídica” fue la respuesta de Pedro Redondo ante aquella estrategia por parte de los perjudicados. No fue un pleito fácil, ¡claro que no! pero ni aquellos viejos tullidos que desfilaron como testigos narrando sus desgracias entre lágrimas, ni las maniobras del abogado de la asociación, pudieron derribar el principal obstáculo que les impedía cobrar la indemnización de la farmacéutica alemana: la prescripción temporal. La demanda, adujo Redondo, estaba fuera de plazo. 
 
La ingesta del fármaco por parte de las mujeres se produjo a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo pasado, aunque los afectados alegaban que no hubo reconocimiento oficial de sus lesiones y su causa hasta el 2010, por lo que no pudieron emprender acciones legales antes. Redondo esgrimió con solvencia que en el Derecho español un asesinato prescribe a los veinte años de haberse cometido, por lo que no sería lógico admitir que una demanda civil no prescribiera tras más de medio siglo transcurrido desde que se produjo el perjuicio. Por encima de cualquier otra consideración había que salvaguardar el principio de seguridad jurídica, por muy grande que fuese la compasión que suscitaran los demandantes; dura lex, sed lex. 
 
Qué placer cuasi orgásmico saber que había ganado el juicio. Y no menos placentero fue recibir la llamada del mismísimo Fernández Cuevillas-Cuesta felicitándole y prometiéndole que ya se podía considerar como nuevo socio in pectore del bufete. Según le dijo su jefe, la noticia del fallo había sido publicada en los medios digitales y, como consecuencia, las acciones de la farmacéutica en la bolsa de Frankfurt habían subido como la espuma. El dividendo de aquel año a los accionistas no se resentiría para tener que pagar a unos lisiados españoles. Exultante, Redondo invitó a Nicolás, su pasante, a una mariscada para celebrar su victoria en el juicio. A Redondo le gustaba Nicolás, se reconocía en aquel pipiolo recién salido de la facultad de derecho, en su ambición, en su falta de escrúpulos, en sus sueños de codicia. Era otro trepa como él. Tras la mariscada, café, copa y puro, ya en la sobremesa, un vendedor ambulante de cupones de la O.N.C.E. les ofreció lotería. Como estaban de buen humor, Redondo y Nicolás le compraron sendos números. Dos días después era primero de agosto y el bufete cerró hasta septiembre.
 
Estando de vacaciones en Roma, Redondo tropezó con un gato negro que se le cruzó entre las piernas y se cayó por la escalinata de la Piazza di Spagna. Se rompió la tibia y regresó enyesado y en silla de ruedas. Era la primera vez que se fracturaba un hueso y que veía su movilidad reducida y aquella situación adversa le hizo pensar en los afectados de talidomida con sus piernas atrofiadas, dejándole un regusto desagradable en la conciencia.
 
Redondo no se incorporó al bufete hasta diciembre y, para su sorpresa, Nicolás, su adulador pasante, no estaba. Al indagar sobre él le dijeron que se había despedido. La noticia le desconcertó. “¿Pero no te enteraste? Le tocó el cupón de la O.N.C.E., cien mil euros”, le explicaron. “¡Mierda, el cupón!”, pensó Redondo, con todo el problema del accidente se había olvidado de la apuesta. Había comprado el mismo número que Nicolás, así que al menos le habían tocado otros cien mil euros. Redondo se despidió de sus compañeros y abandonó el despacho, se encaminó a paso ligero hacia donde recordaba que había un quiosco de la O.N.C.E.
 
La persona que regentaba el puesto de lotería era una señora mayor que, víctima de la talidomida, presentaba un brazo deforme. Reconoció a Redondo por haber asistido en calidad de testigo al juicio, aunque el jurista no la recordaba. El abogado le preguntó cómo y a dónde debía ir para cobrar el premio. La mujer avinagró el rostro y le pidió que le dejara comprobar el boleto.
-¡Vaya! -sonrió la lotera-. Usted ha sido el único ganador del sorteo extraordinario de agosto, ¡veinte millones de euros! -Redondo gritó de alegría- Pero, ¡oh, qué pena! Los cupones caducan a los treinta días naturales de haberse celebrado el sorteo. Señor letrado, está usted fuera de plazo.