lunes, 11 de junio de 2018

TE BUSCO


Agosto agonizaba entre tormentas de verano y coletazos de calor. Fue entonces cuando decidí que debía ir hacia el norte, hacía la ciudad soñada. Sé que era una insensatez partir a buscarte después de tantos años, pero no pude evitarlo, me invadía una nostalgia misteriosa, como en uno de esos recuerdos de la infancia en que no podemos discernir si lo que recordamos fue lo que pasó o lo que nuestros mayores nos contaron. Sin embargo, no tengo duda de que ocurrió, lo nuestro pasó, pese a la incredulidad de todos los que oyen mi historia. Te recuerdo como viéndote en una película: eras un niño mimado, amablemente exigente, siempre fogoso, siempre con deseos de hacerme el amor. Aún rememoro tu respuesta invariable a mis reproches, cuando te reñía por beber demasiado; “Pintar, beber y amar”; me decías riéndote, en esos tres verbos se resumían tu filosofía.

La ciudad me era extraña, nada que ver con las imágenes que guardaba y que había contemplado tantas veces. Sorprendía comprobar la invasión del tráfico rodado y la aglomeración de muchedumbres de todas las razas, azotada por un enjambre de turistas. ¿Sabría encontrarte entre aquel escenario transformado, violado por una modernidad inculta? Viajaba con una pequeña libreta que consignaba algunas direcciones.

Primero fui a tu estudio, un tercer piso en la calle Caulincourt. Ya no vivías allí. Tampoco supieron darme señas tuyas en la calle Douai, donde tu madre la condesa Adèle, tenía casa, ni en el taller de la calle Tourlaque. Te busqué en el Moulin de la Galette, donde trajinabas jarras de vino caliente perfumado con canela y polvo de clavo. Me presenté en las direcciones anotadas de la Cigale, la Boule-Noire, los Decadents, el Divan Japonais y el Folies Bergère. Sonrojada, frecuenté los lupanares de las calles Joubert, Amboise o Moulins. En alguno de aquellos burdeles históricos pensaron que acudía a solicitar trabajo. Husmeé tus rastros con mirada ansiosa por el Boulevard Rochechuart, con especial dedicación en la finca número ochenta y cuatro. Esperaba encontrarme allí a tu amigo Aristide, aquel que desde las diez de la mañana hasta las dos de la madrugada declamaba estrofas lastimosas o anunciaba a toque de trompeta estribillos vengadores que, de forma autoritaria, hacia repetir a coro a toda la asistencia. El que brindaba con la Academia, maltrataba a los groseros, ponía de vuelta y media a los imbéciles, apostrofaba a los poderosos, trataba a los grandes duques de cosacos y tuteaba reyes. Me dijeron que Aristide estaba muerto; como todos los grandes hombres, pensé, ya sólo quedan eunucos políticamente correctos. En la Plaza Pigalle, número nueve, el fotógrafo Sescau ya no tenía su estudio, había un Mc Donald’s. También, el circo Fernando había desaparecido hacía mucho tiempo. Recorrí todo Montmartre sin hallarte, con el saldo de destrozarme los pies y romperme los tacones en el periplo. Quedaba un último lugar que visitar.

No pregunté al camarero por ti, me limité a sentarme en un reservado de sillones de cuero rojo, esperando verte aparecer de un momento a otro, con más voluntarismo que certidumbre. Un trasnochado número de revista con mucha pluma y señoras sonrientes mostrando sus pechos desnudos, evolucionaba sobre el escenario. Sí –pensé-, estos eran los ambientes que te gustaban: los cabarets y los burdeles. Era como si tu cuerpo maltrecho exigiese ese otro mundo subterráneo en el que la alegría de vivir y lo sórdido conversan en animada francachela. Te empeñaste en devenir un ser de sombras, buscaste a tus iguales entre aquellos que no sentían pudor por sus pecados, sus debilidades, sus pasiones y sus miserias. Te convertiste en una caricatura, ave nocturna que revoloteaba entre todos aquellos que desempeñan sus oficios durante las exasperantes noches de invierno: putas, taxistas, camareros y presuntos bohemios. Tus amores fueron principalmente mercenarios. Sí, en este mismo local te follaste a varias chicas del coro, mujeres con nombres de guerra extravagantes: “reja de alcantarilla”, “saltamontes” o “la ninfómana”.

Las chicas seguían bailando con una alegría sincronizada, un escrupuloso ajuste en la coreografía que despojaban a sus actos de cualquier sombra de genuino erotismo, de espontánea sensualidad. Entre el público distinguí hombres obesos, otros con chaquetas a cuadros y monturas de gafas anticuadas. Personajes con maneras de vestir desfasadas y estrafalarias, tipos con aspecto de seminaristas clandestinos. Había un individuo barbado con bombín, anteojos y bufanda roja. Mi corazón, sufrió un sobresalto, pero no, no eras tú. Las chicas levantaban incansablemente sus piernas interminables y ellos adherían sus ojos a los muslos femeninos con la viscosa pegajosidad que otorga la lujuria. Las perlas falsas centelleaban cosidas a las bragas. Una espesa atmósfera de decadencia anegaba cada rincón del cabaret con la desagradable textura de un sudor viejo. Venciendo la vergüenza que sentía, pregunté a uno de los camareros por ti. El hombre me miró por un momento como si estuviese loca, después, recomponiendo la expresión del profesional que ya ha visto de todo, declaró: “Ni está, ni se le espera”. Pedí un pipermint con hielo, al que le siguieron otros tres más. Cuando me sentí suficientemente borracha, recorrí el local, en un alocado último intento por encontrarte. Con decisión insensata abrí la puerta de los lavabos de caballeros, dos tipos de mediana edad y un tercero, joven y enclenque, orinaban cara a la pared, como si un maestro invisible los hubiese castigado. Me pareció ver que uno de ellos echaba una ojeada de soslayo al aparato de su compañero. Tampoco estabas allí, qué absurdo pensarlo, dije perdón y uno de ellos, el cincuentón de bigote y cejas espesas, el del cinturón ceñido ridículamente a la altura del vientre; se giró bruscamente y me mostró su sucio, arrugado y goteante pene. “¿Buscas esto?”, me preguntó con grosería. “No, esa mierda te las puedes guardar donde te quepa”, repliqué. Pensé que generación tras generación la naturaleza humana sigue generando idénticas miasmas, detritus calcados los unos a los otros, como raciones de guano defecadas por los pájaros hasta confeccionar una montaña. Yo buscaba a un hombre al que la fealdad no le había derribado ni corrompido, un hombre habitado por la belleza más pura, que sabía entrever el alma de aquellos que habían caído en lo más bajo. Asqueada, abandoné el Moulin Rouge.
Desanimada regresé al hotel. La cabeza quería estallarme, vomité un par de veces en el baño. Después rompí a llorar. No, no te encontraría, fuese lo que aquel amor hubiese sido, ya no quedaba más que cenizas y fotografías sepias. “Estoy loca –me dije-, estoy como una puta cabra”. Jugueteé con el frasco de barbitúricos, pero me faltó valor.

A la mañana siguiente estaba en el Musée d’Orsay, perfectamente maquillada, ocultando las ojeras con unas gafas de sol, con los labios encendidos de carmín y envuelta en una gabardina. Cualquiera diría que había pasado la noche más plácida de toda mi vida. Exhibía un aspecto equívoco. Recorrí las salas atestadas de lienzos hasta llegar al cuadro que buscaba: La Toilette. Un desnudo femenino.
Yo era la modelo que lucía de espaldas con el torso desnudo. Aquel era mi cuerpo delgado, mi pálida piel, aquellos eran mis largos cabellos pelirrojos recogidos en un moño. Soy yo, soy idéntica a la mujer que aparece en el cuadro. Yo era una de aquellas prostitutas que tú seducías, a las que arrastrabas a tu estudio para pintarlas tras hacerles el amor. Ocurrió hace mucho tiempo.

Me retiré un metro hacia atrás para contemplar mejor la obra. La luz que iluminaba la escena estaba sabiamente distribuida por toda la superficie del lienzo mediante colores cálidos; había malvas, amarillos, azules y verdes musgosos. Creí que era posible alargar la mano y tocar a la chica. Impactaba la visión de su espalda, casi blanca, el cobre de sus cabellos, las enaguas desplegadas sobre la alfombra verde. Mi mano temblorosa se acercó al óleo. Pensé exactamente lo mismo que la primera noche en que me entregué a ti: alguien que es capaz de crear tanta belleza no puede ser malo. En la placa, bajo el cuadro: “La Tolilette. 1896. Henri Tolouse-Lautrec.” Y pensar que de haber tenido las piernas más largas, nunca te habrías dedicado a la pintura. "¡Jodido enano!" –exclamé. El guardia de seguridad me llamó la atención por el exabrupto.

 Mi relato "Te busco" ha quedado finalista en el VI CONCURSO RELATO BREVE – PROJECTE LOC/AJUNTAMENT DE CORNELLÀ

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2 comentarios:

  1. Una búsqueda minuciosa y al detalle y, como no podía ser de otro modo, condenada al fracaso...

    Excelente relato.

    J.

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