miércoles, 23 de noviembre de 2022

ALMAS SUICIDAS

 Mi relato "Almas suicidas" en la Revista Iguales (número 2).




ALMAS SUICIDAS

 

Se conocieron en un grupo de autoayuda para suicidas frustrados. Pequeños detalles los delataron el uno al otro: el brillo equívoco de la mirada de él, el pasarse la lengua descuidadamente por los labios de ella, la mueca en fase de evolución a sonrisa perversa del hombre, la frivolidad del cruce de piernas de la mujer, (piernas apetitosamente torneadas, embutidas en unas medias negras, caladas e infinitas que brotaban de su minifalda). Ellos no eran como el resto de los presentes: depresivos ramplones en lucha contra su baja autoestima y su vulnerabilidad. Ellos habían sido convocados ahí por otros demonios. Se estaban preparando para el hecho, entrenándose, tomando apuntes, por así decirlo.

 

Tras la sesión del grupo de ayuda y durante el refrigerio, se pelearon, entre risas, por devorar la última croqueta que permanecía indemne del lote donado por la abuela de una de las anoréxicas presentes. Ellos eran los únicos que se reían a carcajadas entre aquel grupo de gente triste. Compartieron la croqueta a medias. Aquella noche compartieron, también, un cigarrillo tras haber estado follando como fieras, como si gastaran sus últimos instantes de vida.

 

Los días que siguieron fueron de mutuo reconocimiento. Ambos confesaron sus respectivas juventudes góticas construidas a base de sesiones, a todas horas, de Marylin Manson, drogas y mucho rímel. Los dos habían leído la obra de Nietzsche al completo en la misma edición de tapas duras mientras escuchaban música de Kurt Cobain. Y, también, los dos, habían obtenido las máximas puntuaciones en el test de la “Escala de ideación suicida”, cuando sus progenitores los arrastraron a las consultas de sendos psiquiatras.

 

Sus gustos se habían refinado y desde su categoría de fans de grupos musicales siniestros habían derivado a letraheridos decadentes y morbosos. Sostenían con Camus que no existía ningún otro problema filosófico verdaderamente serio que no fuera el suicidio y consideraban, como Balzac, que cada suicidio constituía un sublime poema de melancolía.  Sólo leían a escritores que se hubiesen suicidado, eran los únicos que les merecían respeto y despertaban su interés, lo que daba lugar a un cúmulo ecléctico de autores: Paul Celan, Drieu La Rochelle, Ángel Ganivet, Ernest Hemingway, Kennedy Toole, Larra, Malcom Lowry, Leopoldo Lugones, José Mallorquí, Sándor Márai, Mayakovsi, Pavese, Petronio, Séneca, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Horacio Quiroga, Jack London, Salgari, Alfonsina Storni, Virginia Woolf… Pero, sobre todo, admiraban a Mishima por encima de todas las cosas, el kamikaze frustrado, el autor que se pasó toda la vida preparándose para su suicidio ritual. Era tanto el amor que profesaban por la cultura necrófila japonesa, que hasta eran capaces de recitar de memoria las traducciones de ciertos haikus que habían pronunciado algunos generales nipones a modo de epitafio antes de hacerse el sepukku en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Incluso, siguiendo la estela del espíritu mortuorio del país del sol naciente, se agregaron, a través de internet, a uno de esos hatos de jóvenes nipones que pactaban suicidarse grupalmente. Ya tenían fecha para ahorcarse en el bosque de los suicidas en las faldas del monte Fuji, cuando se echaron atrás al considerar que un suicidio colectivo era un acto gregario y, por lo tanto, plebeyo. Para ellos, la única selva de los suicidas en la que esperaban ingresar era la descrita por Dante en su infierno de La Divina Comedia. El suicidio, definitivo acto de autodeterminación humana y paradigma del individualismo, no debía ser mancillado en su simbolismo por comportamientos de manada.

 

A medida que fueron profundizando en su amor, la idea de suicidarse juntos fue arraigando en sus conciencias a modo de emulación de los míticos Romeo y Julieta. Bromeaban diciéndose que, como su idilio había sido lo que llaman un flechazo, debían matarse con un dardo de ballesta. En su mitomanía literaria comenzaron a elevar a Arthur Koestler, autor que se suicidó junto con su mujer y, sobre todo, a Stefan Zweig, que hizo lo propio. En la nota de suicidio que Zweig dejó, pedía disculpas por las molestias que le iba a ocasionar a la dueña de la casa que tenía alquilada y daba instrucciones sobre qué hacer con su perro. Lo encontraron impecablemente vestido, con la corbata anudada, en una habitación en perfecto orden. Él y su mujer, Lotte Altmann, yacían abrazados sobre la cama de matrimonio. Sus amigos, repartidos por el mundo, recibieron cartas de despedida. Pero si algo superaba aquella elegancia en el adiós por propia mano, aquel gusto por el detalle, fue el veneno elegido para el tránsito: “Veronal”, un somnífero bautizado así en honor a Verona, la ciudad italiana donde transcurría el drama de Romeo y Julieta. Si la vida imita al arte, la salida voluntaria de la vida bien podía ser el supremo acto artístico.

 

Decidió la pareja, por fin, salir de la escena del teatro del mundo, arrojándose cogidos de la mano por un precipicio. Aquel sería un acto de exquisito e incomprendido romanticismo, un homenaje críptico al lienzo “El caminante sobre el mar de nubes” de Friedrich, imagen que dejaron como testamento silente de sus respectivos perfiles de Instagram. Juraron hacerlo. Eligieron un acantilado emblemático de gran altura y soberbia verticalidad. A un par de pasos de la muerte, ella soltó la mano y reculó, mientras que el hombre se hundía en el vacío durante unos pocos segundos, los precisos para activar el paracaídas que llevaba escondido. ¿Quién traicionó a quién? Sobrevivieron, pero la pareja se desvaneció en aquel instante. Lo peor no fue que se destapasen sus respectivos apegos a la vida o la falsedad de sus poses teatrales; lo peor fue enterarse que ambos habían contratados sendas pólizas de seguros por las que se embolsaban suculentas cantidades en caso de fallecimiento del otro miembro de la pareja.


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