domingo, 23 de octubre de 2022

DANDY

 

DANDY

Federico se levantó aquella mañana de domingo, malhumorado, como era habitual en él. Al buscar su ropa interior se percató que la asistenta había mezclado otra vez los calzoncillos con los calcetines en la misma gaveta, lo que le puso furioso. Federico no soportaba la incompetencia, en el diario en el que fungía de columnista de opinión había escrito numerosas diatribas al respecto. Federico se veía a sí mismo como un perfeccionista, pero los que le conocían lo tenían por una mala persona que esperaba que los demás cometiesen cualquier fallo, por insignificante que fuese, para abalanzarse sobre ellos y refregarles con saña el error.

 

Una vez vestido, el hombre tomó el ascensor con el objeto de desayunar en la cafetería de la acera de enfrente. El elevador se detuvo en la sexta planta y en la cabina entró Julieta, una señora mayor que vivía en aquel rellano. Por lo poco que Federico sabía de la mujer -él detestaba a todos los vecinos y apenas se relacionaba con ellos-, era viuda desde hacía una década. La vecina siempre iba acompañada de una pequeña perrita blanca y lanuda, mestiza, mezcla de bichón maltés con otra raza indeterminada. Al hombre le sorprendió que no le diera los buenos días como solía hacer, aunque le compensaba aquella leve descortesía el hecho de verla sin su mascota. La mujer estaba cabizbaja y comenzó a sollozar, algo que a Federico le molestó en grado sumo.

 

-¿Se puede saber que le pasa? -le preguntó el hombre con brusquedad.

-Anteayer tuve que sacrificar a mi Cuqui, estaba muy enfermita.

-¿La mataron anteayer y todavía está llorando?

-Es que era muy buena, muy leal. Se les quiere mucho, te dejan huella. Son fieles como ninguna persona lo es, te aman sin juzgarte y…

-Sí, ya sé, ya me conozco todos esos tópicos estúpidos.

-Usted no lo entiende porque no ha tenido ningún perro.

-¡Ni pienso tenerlo!

-Un día lo necesitará y me entenderá, no pierda la esperanza -respondió dolida, la mujer.

-Sí, claro, el día en que esquiando en los Alpes me cubra una avalancha de nieve y venga un perro de raza San Bernardo con el barrilito de coñac colgando de su correa, ¡no te jode!

-No sé cómo no comprende que estoy de duelo. Le aseguro que se les quiere casi como a un hijo.

-No, eso no se lo acepto. Se pasan de castaño oscuro humanizando a sus mascotas. Pero, vamos a ver, señora, ¿acaso no le da vergüenza? Con tantos niños muriéndose de hambre en el mundo y usted gimoteando por un animal -Julieta rompió a llorar abiertamente y Federico esbozó una sonrisita de triunfo. Disfrutaba viéndola sufrir, que le dieran por saco a ella y a su perra muerta. El ascensor llegó al vestíbulo del edificio.

 

“¡Qué pesados los dueños con sus bicharracos!”. Si había algo que Federico odiaba más que a las personas, era a los perros. Pidió el café con leche y se dispuso a leer la prensa, pero no conseguía concentrarse. Siempre que se mostraba cruel le ocurría lo mismo. La crueldad tenía en Federico los mismos efectos que una droga: un subidón al constatar que la persona sufría y después un bajón, un desasosiego, un reguero de malestar difuso. Para combatir aquella resaca que le dejaba su crueldad, necesitaba emplearse con saña en una maldad mayor. No obstante, su vecina le acababa de dar el tema para su columna semanal: Un alegato contra los perros y sus dueños.

 

Esa misma tarde se colocó frente a su ordenador, junto a una botella de bourbon al alcance de la mano, que vacío a lo largo de mil palabras escritas. Federico se desfogó al redactar su artículo anticanino. Cargó contra el ayuntamiento de la capital y su reciente nueva ordenanza de tenencia de animales domésticos. Afirmaba que “Los perros urbanos no son más que una fuente insalubre y perniciosa de molestias”. Y arremetía contra “las deyecciones” de orines de los canes en la vía pública; “No creo que en toda la ciudad quede ni una esquina libre de esas repugnantes, malolientes y omnipresentes manchas negras” y, por supuesto, subió el tono al perorar contra las “cacas perrunas” y el “incivismo” de los dueños.  “El problema -argumentaba- es que hemos humanizado a los perros. Todos conocemos a alguien que considera a su can más sensible que Botticelli y más inteligente que Sócrates. Tendríamos que aprender de otras culturas que se los comen sin ningún tipo de remilgo o empacho”. Volcada la bilis, la conclusión de la columna la teñía con un tono falsamente pesimista: “Los perros urbanos plantean un problema tan previsible como irresoluble, y en vez de intentar solucionarlo nos limitamos a gestionar su mierda. Y mal. Y mientras tanto, miles de perros continuarán haciéndonos la vida imposible, aullando cuando oyen la sirena de una ambulancia o el sonido de los petardos en fiestas señaladas, despertándonos con sus ladridos durante las madrugadas y ensuciando nuestras calles. Tendríamos que ubicar a los animales donde les corresponde, es decir, en la naturaleza. Y no entre nosotros, reduciéndolos a la triste condición de electrodomésticos vivos que defecan, ladran y babean, servidumbres que soportamos a cambio de que ejerzan como depósitos de un amor triste, sí, muy triste, porque somos incapaces de dirigirlo hacia quien realmente lo merece y necesita: nuestros conciudadanos menos favorecidos”.

 

Al día siguiente a la publicación del artículo, el director del diario telefoneó a Federico para felicitarle, “Eres trending topic”, le anunció. Sí, en efecto, la columna había causado el revuelo previsto por su autor, los comentarios bullían en el formato de prensa digital y muchos lectores habían hecho llegar cartas de protesta a la Redacción. Pero lo importante, es que se hablara, Federico era garantía de polémica y audiencia. Charlando eufórico con el director de su medio, distraído con la llamada a su móvil, Federico no se percató de la furgoneta de reparto que se había saltado el semáforo en rojo.

 

-¿Cómo se encuentra hoy, señor Federico? -preguntó Julieta con la amabilidad que le caracterizaba -Y Dandy, ¿cómo se encuentra Dandy? -la vecina acarició la cabeza del animal y éste respondió con alborozo a sus carantoñas.

-Ya ve.

 -Deje que le tome del brazo.

-No es necesario.

-Insisto.

-Me va a disculpar, todavía soy muy malo para aceptar ayudas, esa es otra de las muchas cosas que he tenido que aprender. Era una persona demasiado orgullosa, con mucha suficiencia, pero en un minuto te cambia la vida.

-¡Y tanto! Si ahora hasta le gustan los perros.

-No sé qué haría sin Dandy.

-¿Ahora comprende lo que sentía por Cuqui?

-Claro. Yo siempre creí que nos pasábamos humanizando a los perros y ahora él ha sido el que me ha humanizado a mí. Su fidelidad, su entrega, su ausencia de maldad, me conmueve. Me he vuelto más tolerante, ¿sabe?  Ha tenido que pasarme una desgracia mayúscula para darme cuenta que me había amargado la vida con miserias y pequeñeces. Si no fuera un pecado de soberbia, hasta le diría que me he convertido en mejor persona.

-Vecino, yo le admiro. Usted ha demostrado tener mucho coraje, yo no sé qué habría hecho en su situación.

-Ya me puede dejar solo, Dandy me guía -dijo Federico desplegando su bastón blanco.

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