I
Quizás había sido una mala idea después de
todo, masculló para sí mismo Daniel, acordándose de Flavio. En el momento en
que le ofrecieron el trabajo todo parecían ventajas, tan sólo debía realizar, dos
veces por turno, una ronda rutinaria que no le llevaría más de una hora,
dejándole libre el resto del tiempo. Lo malo es que estaba cubriendo una baja,
así que en cuanto el titular se restableciera de su enfermedad, rescindirían su
contrato. Daniel aceptó aquel empleo precario de vigilante nocturno a falta de
algo mejor, contento con la oportunidad que se le presentaba de poder escribir
durante el horario laboral sin que le molestasen. Peor llevaba enfundarse el
uniforme parapolicial con su fálico complemento: la porra de goma. Se sentía
disfrazado y ridículo.
Tener demasiado tiempo para pensar invita
muchas veces a descender por el angosto pasadizo de nuestra propia oscuridad.
El pensamiento de Daniel reclamaba, una y otra vez, en la noche, la presencia
ofensiva de Flavio, el autor de novela policiaca para el que hacía de negro.
¿Iba a escribirle su nueva novela una vez más? El dinero esclaviza y muchas
veces para tener que comer realizamos las bajezas que no haríamos por un
millón, pues el millón no lo necesitamos realmente, pero comer, hay que comer cada
día. Daniel le había escrito a Flavio siete novelas de enorme éxito, todas
ellas adaptadas al cine. Suya era la imaginación y el sudor y de Flavio el
reconocimiento, la fama, las promociones, la parte grande del pastel, la
dulzura de vivir. Por un acuerdo verbal, Daniel había de llevarse el diez por
ciento de las ganancias, aunque jamás recibió dicho porcentaje, ni la mitad tan
siquiera. Flavio, avaricioso, le escatimaba su salario, le hacía rogárselo,
demoraba las entregas y cuando le pasaba el sobre, lo hacía de mala gana, con
un semblante más propio de un tipo al que estuvieran operando de vesícula, que
de alguien que salda una deuda legítima. ¿Cuántas veces se había dicho Daniel a
sí mismo, “esta es la última vez que lo hago”? Pero, claro, explícale esas
miserias al casero o al director de la oficina bancaria para que no devuelva
los recibos por falta de fondos. Por eso le iba bien aquel trabajo, para poder
escribirle a Flavio su octava novela y bañarlo nuevamente con notoriedad y
dinero, mientras él continuaba reptando en la oscura precariedad. Daniel
fantaseó muchas veces con la idea de matar a Flavio y esa emoción le ayudaba a
fabricar y entender a sus homicidas de papel. Se permitía aquella licencia,
aquella impotencia, aquella ridícula sacarina con la que endulzar sus
claudicaciones. Y sin embargo, sabía que hasta las renuncias tienen un límite;
sentía miedo de sí mismo, terror a que llegase el día en que no bastase con
sublimar su resentimiento a través de la literatura, el día en que descubriera
que matar es más fácil de lo que parece.
III
-Carlos, ¿de verdad que no me
puedes sacar de aquí? Este sitio es horrible. Esta mañana cuando me encerraron
me quejé de que mi celda no estuviese preparada, la cama estaba sin hacer. ¿Y
sabes que me contestó el funcionario que me escoltaba? Que esto no era un
hotel, que estaba en una cárcel y la cama te la haces tú. Eres mi abogado, ya
sé que nos han denegado la fianza, pero algo se podrá hacer, recurrir, que sé
yo.
-Flavio, parece mentira que te
hayas ganado la vida escribiendo novela negra. Estás acusado de matar a nueve
mujeres y de violarlas, incluso, post mortem, aparte de descuartizarlas
y otras atrocidades. ¿Y pretendes que convenza al Juez que te deje libre?
Bastante conseguiré si logro que no te saquen del módulo de los chivatos,
porque a la que te des una vuelta por el patio con el resto de los reclusos no
ibas a durar vivo ni cinco minutos.
-Soy inocente.
-Lo sé. Soy tu cuñado, te conozco;
tú no eres capaz de abrir ni una lata de sardinas, menos aún de matar a nueve
personas a lo largo de quince años. Pero la cuestión es cómo convenceremos al
Tribunal cuando te juzgue. Has escrito una novela en la que narras con
minuciosidad como asesinaste a esas mujeres, incluyes detalles objetivos que sólo
podían ser conocidos por alguien que se encontraba en el escenario del crimen.
Si tú no lo hiciste, ¿cómo sabías la forma exacta en que murieron?
-Carlos, hay algo que debo decirte.
Es algo… vergonzoso.
-Soy tu abogado, lo que me digas es
confidencial.
-Yo no escribí esa maldita novela,
de hecho, jamás he escrito ninguna novela. Tengo un negro, alguien que escribe
lo que yo firmo.
-¡Sabía que eras inocente!
-Se me hiela la sangre pensar que
contraté a semejante monstruo.
-¿Hay un contrato que os vincule?
-No, era un negro; entiéndeme, no
podía dejar ningún rastro que le relacionara conmigo. No hay contrato, ni
recibos, ni cartas, ni correos
electrónicos, ni mensajes telefónicos. Yo le hacía los encargos y los pagos en
efectivo. A veces él me seguía y me abordaba por la calle con impaciencia
cuando creía que me retrasaba en abonarle lo convenido, era muy mezquino en
cuestiones de dinero.
-Va a ser muy difícil probar que
fue tu negro quien redactó la novela. Ten, escribe en esta hoja su nombre y donde
se le puede encontrar. Encargaremos a un detective privado que le investigue.
-Carlos, si esto sale a la luz, el
público se dará cuenta de que soy un fraude. Será mi ruina.
-Es el precio que habrás de pagar
para evitar nueve condenas por asesinato.
II
Casi al terminar su segunda ronda
nocturna por la Ciudad Judicial, Daniel merodeaba por el archivo de la Sala de
lo penal. Llamó su atención una estantería coronada por un rótulo: “casos
abiertos”. Se detuvo a examinar varios legajos. El primer expediente trataba
del cuerpo de una mujer desconocida hallado en el interior de una maleta
abandonada en un bosque. El vigilante separó la carpeta y siguió buscando, cada
vez más animado. A medida que iba leyendo, se abría en su mente un mundo de
posibilidades narrativas. Aquellos sumarios proporcionaron el excelente
material con el que Daniel confeccionó la última y más exitosa novela negra de
Flavio.
( Relato públicado en el tercer número de la "Sirena
Varada; revista literaria bimestral" que se edita en México).
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