domingo, 29 de octubre de 2017

MY PRIVATE BARETO

Yo soy muy de baretos. El bar ha sido, a la vez, mi universidad y mi parque de atracciones. Un día mi mujer, a la que quiero con locura, me dijo que estaba hasta el moño de ver cómo me pasaba las tardes y las noches en la tasca y regresaba entonado, así que me planteó un ultimátum: “El bar o yo”. Si me hubiera dicho: ¿qué brazo quieres que te corte? ¿el derecho o el izquierdo? no me hubiera dolido tanto. Desesperado traté de hallar la solución al problema sin renunciar a lo uno ni a la otra. Y como la necesidad agudiza el ingenio, enseguida llegué a una síntesis satisfactoria. En el cobertizo anexo a mi casa, que hasta entonces se empleaba como trastero, instalé mi bar privado, así la parienta ya no tendría motivos para reprocharme que me ausentaba de casa para irme a empinar el codo.

Siempre he sido un tío manitas y deje el bar niquelao. Tenía de todo: barra, aseos, taburetes, neveras, grifos de cerveza, caja registradora, máquina tragaperras, anaqueles con botellas de licores con etiquetas amarillentas, una bola de cristalitos discotequera y hasta un jamón con chorreras colgando del techo. No instalé máquina de cafés ni plancha, pasando.

Huelga decir que disfruté como un descosido de mi bareto durante los primeros meses de su existencia. Apenas regresaba de mi trabajo, me metía en mi bar particular y me ponía ciego de cervezas y otras bebidas espirituosas. Sin embargo, enseguida noté que faltaba algo para que la felicidad fuera completa: faltaba el ambiente. Instalé una televisión para ver y comentar conmigo mismo los partidos de fútbol, pero no fue suficiente. Para que hubiese color, desarrollé una personalidad doble, merengue y culé respectivamente. Al calor de la rivalidad futbolística discutía y me vacilaba a mí mismo y un día llegué a las manos y me pegué un puñetazo en un ojo.

Lo de la personalidad doble estuvo bien, pero tampoco me bastó. Lo siguiente fue inventarme un barman y unos clientes habituales imaginarios con los que relacionarme y mantener tertulias de bareto. Mi mente enferma llegó a recrear a un chino, que sólo hacía que jugar a la tragaperras y un cuñado taxista, un bocazas insufrible con el que discutía acerca de todo, voz en grito.

Al principio la relación con el público habitual y el barman fue buena. Ya saben, la camaradería típica de los bares –esos templos de la masculinidad-, el entrar por la puerta y ese amigote recibiéndote regocijado: “¡Pichaaa!”. Ese camarero que te sirve la copa que siempre tomas sin necesidad de pedírsela. Esas charlas interminables en tertulia española –a gritos e interrumpiéndose los unos a los otros- con ese vacileo unánime de listillos. Ese griterío, esas frases rebozadas de tacos y exabruptos, esos abrazos, esas rondas que corren, esos chistes guarros, esa exaltación de la amistad que se produce tras la tercera copa. ¡Qué gozada!

Todo iba perfecto, el mío era el bareto soñado, aunque sin saber muy bien porqué el ambiente comenzó a enrarecerse. De las amenas e inofensivas broncas de bar surgieron rencillas con algunos de los parroquianos. Destaco la trifulca que tuve con uno de los clientes macarras –no hay bar sin macarra, es su hábitat natural-: Yo andaba una tarde pasado de copas y al fulano, que es un paranoico, le dio por decir que le hacía ojitos a su novia y que me iba a partir la jeta. La acusación me enervó, así que le contesté:

-¿Pero qué dices, payaso? Si tu novia es más fea que mandar a la abuela a comprar costo. Es tan fea que sólo le guiñan el ojo los francotiradores. ¿Cómo coño voy a mirarla?
-¡Borracho! –me soltó el callo.
-Sí, pero a mí se me pasa mañana.

Fue dejar caer la última frase y el macarra y yo nos liamos a hostias. La cosa acabó cuando le partí una botella de cerveza en la cabeza, aún se advierte la cicatriz en mi cráneo.

Problemas con la clientela aparte, también el barman comenzó a mosquearse conmigo con una sucesión de puyas que fueron en aumento. Un día el camarero me acusó de mangarle la prensa, otro de usar demasiado el baño – “A cagar te vas a tu casa”, me soltó, luego me prohibió que entrara con mi perro en el bar y, por último, alegó que le había hecho un simpa, cosa falsa de toda falsedad. El tío mamón juraba y perjuraba que un día me bebí no sé cuántos quintos y que cuando me reclamó su importe, yo le vacilé diciéndole. “Los quintos que rompan filas”. ¡Mentira cochina! Un día aciago me ordenó con muy malos modos que bajara la voz y me llamó “borracho tocacojones”, amenazándome con echarme del bar. “No tienes huevos”, le reté, pero lo cierto es que me echó a patadas. No me arredré. Me presenté al otro día en mi bareto, más chulo que un ocho y le solicité que me pusiera un destornillador (vodka con naranja) y el tío me metió un destornillador de estrella hasta la garganta. Denuncié a mi alter ego en el Juzgado, al que solicité una orden de alejamiento de mí mismo, pero el Juez archivó la denuncia. ¡Puta Justicia corrupta!

Como podéis ver no ganaba para broncas baretiles. Mi mujer se hartó y me dijo que me apuntara a un grupo de alcohólicos anónimos y que buscara ayuda psicológica. Le hice caso. Acudí a un par de reuniones, pero el grupo de alcohólicos anónimos –sería más honesto llamarlos borrachos conocidos- me pareció una puta mierda y lo dejé. Aquella gente estaba loca, en su obsesión malsana por querer apartarse de la priva, estaban dispuestos a renunciar a los bares, algo que se me antojaba inconcebible. Soy de la opinión que la civilización empezó cuando el hombre salió de las cavernas y se metió en las tabernas. Decepcionada conmigo, mi parienta me abandonó. Aquello fue un duro golpe para mí, así que me refugie en mi bar como nunca. Las broncas cesaron, todos los tíos se ponían en mi piel y me daban palmaditas en la espalda y un menda, que es un el fondo un sentimental, en agradecimiento les pagaba rondas y cuando estábamos bolingas cantábamos todos juntos, “Asturias, patria querida”, “Nos han dejado solos a los de Tudela y por eso cantamos de cualquier manera” y “Clavelitos”. El barman, hechas las paces conmigo, me escuchaba narrar durante horas interminables mis penas de amor con gesto impertérrito mientras secaba vasos.

Comencé a beber para olvidar y, al final, me olvidé de ir a trabajar y hasta de donde había puesto mi bar privado. Un día vinieron los loqueros a buscarme y me llevaron al manicomio. La terapia que me aplicaron fue agresiva: Duchas frías, celdas acolchadas, aislamiento, píldoras que te dejan grogui, camisas de fuerza, electroshocks, lobotomía. Reconozco que las pasé canutas, pero me curaron. Ya no tengo personalidad múltiple.

Regresé a mi casa y regresé a mi bar. El barman y los habituales seguían allí como siempre, hasta el chino que arrojaba monedas a la tragaperras. Yo les conté mis quebrantos y ellos los suyos. El dueño del bar me dijo que la crisis había sido muy dura, que aquello ya no era negocio y que lo había puesto en traspaso. Yo le confesé, algo avergonzado, que ya no bebía, que en psiquiátrico me habían desintoxicado. El camarero no reprochó mi debilidad, se limitó a servirme una cerveza sin alcohol y a llamarme “desertor”, “maricón” y otras lindezas parecidas. No me enfadé, lo importante para mí era regresar a mi hogar, disfrutar de mi bar y de su ambiente.

Ahora mi bar privado lo llevan unos chinos. Me llevo bien con ellos, no les entiendo una mierda cuando hablan ni ellos a mí, pero me llevo bien. Han bajado los precios de las consumiciones; el quinto sale a un “eulo” y te dan una tapa.

(Este relato fue el ganador del XV Concurso de Relato Corto "El coloquio de los perros").

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